PETRO: ¿ILUMINADO O ANTIHÉROE?

Contrario al consejo de Maquiavelo, el alcalde Gustavo Petro no parece adaptar sus ideas a las circunstancias; más bien se inclina por doblegar la realidad a los imperativos de su temperamento. Confía más en la potencia movilizadora de una noción primaria que en la laboriosa construcción de los medios para darle a aquella cuerpo y consistencia. Que es político, se ha dicho, y no gerente. Sí. Pero político ajeno al arte de gobernar. En ello ven algunos la superioridad del hombre que no negocia principios, la del batallador comprometido con su destino. Otros lo asocian con el viejo caudillo de provincia latinoamericana. Les representa, con mucho, copia deslucida de Hugo Chávez.

Si ordenaba el venezolano expropiar edificios de ricos para acomodar en ellos a la pobrecía, así decidiría Petro montar enclaves de desplazados en barrios de la burguesía bogotana. Sin previsión de los recursos necesarios para llevar vida digna e integrarse en comunidad. Obraría el alcalde como embriagado en la sonoridad de su propia invectiva: “la estratificación social en Colombia es un sistema de castas, antidemocrático, antirrepublicano, antihumano”. Verdad de a puño –lo reconocerán– pero sin eficacia, pues no alcanza la palabra a transformarse en hecho. Sus luces podrán apagarse con la misma celeridad con que el burgomaestre precipita decisiones. ¿Es el iluminado que desdeña el prosaico quehacer de la política pública?

Deriva no imaginada, sin embargo, en el orador magnífico que se atrevió a señalar con fundamento al entonces presidente Uribe y denunció la parapolítica. Que se hizo con el poder en Bogotá por su lucha contra el cartel de contratistas que desde el despacho del alcalde Moreno se robaba la ciudad. Que se perfiló como alternativa de cambio a los ejércitos de las extremas políticas, y a la izquierda doctrinaria. Al Palacio Liévano arribó con una idea nueva de ciudad: reducir en ella la segregación social, planificar su desarrollo con cuidado del ambiente, promover la participación de los excluidos y devolver al Estado el control de los servicios públicos.

Pero el de Petro es gobierno de minoría. La izquierda, el electorado independiente y un ingrediente de pueblo sumaron el tercio de la votación que le dio la victoria. Mas a poco, vistos los yerros de su gestión, lo abandonó el electorado contestatario de Bogotá. Repentismo, intemperancia verbal y la incuria extendida como norma de su Administración opacaron logros que a los oprimidos les vinieron como maná del cielo: agua gratuita, subsidio de transporte, avances en salud y educación. A la crisis de credibilidad se sumó la hostilidad de la prensa y del Concejo Distrital. Entonces le bajó a Petro su propio maná del cielo: la destitución, por mano de su archirrival político, el procurador Ordóñez.

Y maná fue: Petro convirtió la crisis en punto de inflexión política, y la resolvió en su favor. El atropello del procurador se le ofrecía como oportunidad providencial para virar hacia territorio exclusivo del pueblo llano. Con apenas funcionarios de la Alcaldía, miles de descamisados bogotanos coparon tres veces la Plaza de Bolívar para vitorear al líder que desde su balcón emulaba a Gaitán. Conforme multiplicaba saetas contra “las oligarquías”, fracturó el compacto respaldo de opinión y se quedó con el afecto de los pobres. Trocó la opción pluriclasista por la más retadora de los desheredados. Y cambió el discurso: no se trató ya de romper el apartheid social en un centro ampliado de ciudad, sino de escenificar la segregación allí donde más podía doler, pero donde faltaba todo para disolverla.

Hoy polariza Petro más con el síndrome de la lucha de clases que con un programa de cambio. Su voluntarismo izquierdizante seduce a los marginados; ceba las estridencias de la derecha, que lo considera un intruso; y lo divorcia de la izquierda ortodoxa, que lo tiene por hereje. Con su predilección por las ideas-fuerza y el exceso de confianza en su propia valía, tal vez nunca  llegue Petro a sacrificar su hálito de héroe a la catadura, más moderna, del antihéroe.

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ALARMA, POSCONFLICTO A LA VISTA

Siente la ultraderecha pasos de animal grande: a cada nueva señal de paz, toca a rebato. Como las visitas de Timochenko a La Habana acercan el acuerdo final con las Farc, el ministro de Defensa ensancha la tronera del boicot a las negociaciones con esa guerrilla. Si fuera infiltrado del uribismo en el Gobierno, no lo haría mejor. Esta vez hasta superó al vociferante Ordóñez. Y Álvaro Uribe, en insólito alarde de moralidad, protesta y acusa y amenaza, mientras pretende todavía echarle tierra a la largueza inaudita que informó su negociación con el paramilitarismo. Que en su gobierno buscara conversar de paz con las Farc mientras las apaleaba, es revelación que lo enaltece. De no haberlas acorralado militarmente, no estarían ellas hoy en diálogo para trocar armas por votos. Lo que ofende es la hipocresía de sabotear el proceso que su sucesor asumió, con eficacia y respeto por la Constitución, incendiando a la galería por mucho menos de lo que él intentó. Santos ni siquiera contempló la zona de despeje que Uribe había ofrecido. No está claro, sin embargo, si tal obsesión responde a celos o envidias inconfesables, o a un diseño más enjundioso que le impide saludar el advenimiento de una Colombia en paz. Es que la paz despoja a la reacción de su razón de ser. Sin padre a la vez protector y terrorífico, sin recurso al miedo, se evapora el elan que transforma a los seguidores de su líder en rebaño; sin parapolíticos ni señores de la guerra, periclita su aparato de poder.

Debe de exasperarle también a esta derecha montaraz que el posconflicto llegue a traducirse en plan concreto de rescate y desarrollo de la Colombia profunda, la más atormentada por la guerra. Propuesta a diez años modulada con rigor, conocimiento de causa y previsión de costos por la senadora Claudia López. Convocatoria a construir paz que debería concitar en las elites el mismo entusiasmo con que contribuyeron ellas a financiar la guerra. Más, siendo beneficiarias del despertar económico de un país sin conflicto. Será coyuntura ideal para limar desigualdades, en particular entre regiones. El posconflicto exige estrategias territoriales de paz capaces de redimir a los 15 millones de colombianos que habitan los 368 municipios abandonados a las peores crueldades de la guerra. Víctimas inermes de la dictadura que allí les montaron guerrilleros y paramilitares. Se trata ahora de reemplazar aquellos poderes de facto por los titulares de la legalidad: el alcalde, el juez, el concejal, el personero, el comandante de policía. Y la comunidad organizada.

En su jerarquía de prioridades inmediatas, propone López tres ejes de inversión que sumarían $93 billones en la década. El primero, para construir ciudadanía y Estado, creando instituciones al lado de las autoridades locales, de modo que participe la comunidad en el trazado del desarrollo y vigile su ejecución. Segundo, para “reemplazar a los bandidos”, construyendo Estado con la propia gente, in situ. Fortalecer sus fuentes de recursos actualizando el catastro y formalizando la propiedad rural. Y, por fin, el destino principal de la inversión, en función de la equidad y la inclusión: salud, educación, vivienda, vías, asistencia técnica.

¿Tímida esta propuesta? ¿Confiscatoria? El debate está servido. Venga la controversia entre la gama entera de fuerzas políticas, ahora remitida a desafíos que desbordan la política menuda. El presidente Santos será responsable de honor del posconflicto, porque una mayoría de colombianos lo eligió para que hiciera la paz. Del uribismo se esperan iniciativa creadora, imaginación y compromiso con el pueblo que sigue a su líder y no se conforma ya con dianas de alarma cuando se avanza hacia la paz.

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CLARA LÓPEZ: NUEVOS AIRES

Ni revolución del proletariado, ni imperialismo yanqui, ni lucha de clases: nada en la terminología de Clara López designa o evoca a la izquierda ululante, confiscatoria que desapareció hace rato en medio continente y no se disipa en Colombia del todo. Pero la ponderación en la palabra no le impide a López distinguirse como la única candidata que apunta al cambio de modelo económico y social. Y su tono no parece ser cosa formal. No va ella en pos del castro-chavismo –como lo insinuó algún orate del uribismo. De su crítica sin atenuantes al estatus quo adobada con ocasionales referencias al humanista Gandhi, al arrepentido Stiglitz, a Carlos Lleras, mentor del modelo cepalino en Colombia, se infiere la búsqueda de nuevos aires.

 Mucho sugiere que el suyo es un modelo de transformaciones de fondo matizado con elementos entresacados al experimento socialdemocrático del Estado promotor del desarrollo en la América Latina de los años 60. Tal como se dibuja hoy en el perfil de su nueva izquierda, con Brasil, Uruguay y Chile a la cabeza. En la región saltó esta fuerza de la insurrección a la elección y al frente amplio democrático. Pero bebió también del alzamiento popular contra la aplanadora del ajuste neoliberal. López propende, como aquella, al pleno empleo mediante la industrialización y el desarrollo en el campo, puesta la mira en la justicia social y en una radical disminución de las desigualdades. Con respeto a la propiedad privada. Con restitución al Estado de su función redistributiva, y su iniciativa para orientar la economía y regularla.

 Según ella, el modelo económico que nos impusieron por la puerta de atrás de la Carta del 91, acentuado por 35 reformas posteriores,  fracasó rotundamente. Fue la negación de un admirable catálogo de derechos. Su producto más vergonzoso, el desempleo, que el Gobierno no consigue ocultar inflando estadísticas con desempleados a los que considera ocupados si trabajan desde una hora a la semana. López convoca a todas las fuerzas sociales y productivas, a empresarios y trabajadores, a la brega por el pleno empleo. El motor del desarrollo –dice- es el aparato productivo nacional.

 De donde propone renegociar los TLC, porque éstos someten los productos colombianos a una competencia demoledora que liquida la industria nacional y nuestro aparato productivo, cuyo eje es el agro. “Si se aprueba el TLC con Corea –advierte- se quiebra la industria automotriz colombiana (…) al país le costará 200 mil empleos. Las empresas del sector han empezado a licenciar trabajadores, porque con los TLC resulta más barato importar los vehículos que producirlos”. Dicho y hecho: hace cinco días cerró la Compañía Colombiana Automotriz y la Mazda emigró a México.

 Para López, no habrá paz sin atacar las causas de la guerra. Preciso será frenar los modelos que restringen el progreso de las personas y producen desigualdad e inequidad, con una política industrial en defensa del aparato productivo del empresariado nacional; y una política rural consistente que garantice la seguridad alimentaria, la soberanía del trabajador del campo y su competitividad.

 Nota discordante en el abanico de candidatos porque armoniza con el sentir de tantos colombianos que se sienten burlados por la clase política, Clara López sorprende con una propuesta capaz de jalonar el desarrollo que gobiernos, importadores y banqueros enmochilaron hace décadas. Su iniciativa podría obrar como uno entre otros puntos de convergencia en la constitución de un Frente Amplio de izquierda, centro y fuerzas sociales que sea pivote político de las reformas de posconflicto. Votar por Clara será votar por el cambio que conduce a la paz.

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SANTOS Y PETRO JUEGAN CON CANDELA

En Venezuela, el chavismo encarcela al opositor; en Colombia la derecha se engavilla y lo arroja al pavimento. Leopoldo López allá, Gustavo Petro acá, desde orillas opuestas termina la arbitrariedad por abrevar en la misma charca. A la búsqueda incierta de votos uribistas, es Santos quien asesta el golpe de gracia, y desconceptúa la democracia. Por congraciarse con el conservadurismo de camándula o de gatillo fácil, reaviva el presidente el imaginario (y el procedimiento) del autócrata que prevalece por golpe de mano contra el disidente. Evocación natural en esta Colombia de curas y mafias y elites glotonas, donde a casi todo se responde blandiendo crucifijos o a tiros o rompiéndole al otro la cara, marica. Porque destituir a un burgomaestre elegido por el pueblo, no por crímenes o corrupción sino por ineficiencia, es romperle la cara; como lo es decretarle muerte política porque, en su carrera sin freno hacia la Presidencia, necesita el inquisidor  desaparecer a sus rivales políticos. A éste, en particular, cuyas denuncias de corrupción en la capital le merecieron la elección; y su empeño en devolver al Estado el manejo de servicios públicos provocó la más fiera embestida de miembros de los partidos de gobierno que los monopolizaban o que pertenecieron al carrusel de la contratación.

 El golpe ampliaría la popularidad de Petro, si no aventurara él decisiones que la disuelven en el acto. Como aquella de sumarse al proyecto constituyente de las extremas, Uribe y Farc, sabiendo que estas asambleas se erigen por lo general en poder de facto, más arbitrario aún que la imperfecta democracia parlamentaria. El experimento de marras sólo podría arrojar reelección indefinida de la patria refundada en Ralito; borrón y cuenta nueva de todo lo acordado en la laboriosa puja de La Habana; descalabro del movimiento cuyo dirigente, por irresponsabilidad o megalomanía, se presume en igualdad de condiciones, y hasta indispensable, para negociar un “verdadero pacto de paz”. Igual que Uribe, deslegitima Petro al Congreso y declara que el voto no vale. Convierte en ilegitimidad las falencias de representación política. Claro, más de uno quisiera ver en tamaña deformación una invitación a clausurar el Congreso. Y le marcharía a toda prisa. Como marcharon tantos constituyentes de 1991 que, no contentos con haber cerrado el parlamento, quisieron prolongar aquella constituyente como cuerpo legislativo permanente. Ver para creer.

 Pero la acción de Santos le da alas a esta opción antidemocrática y pone en ascuas la paz, bien público supremo. Y no sólo porque siembra duda sobre eventuales garantías de igualdad política para reinsertados de la guerrilla, y para el medio país que protesta y disiente y crea partidos ajenos al establecimiento. También, y sobre todo, porque es acto brutal de exclusión de un movimiento político. Una puñalada al corazón de la democracia en cualquier país que se precie de tal.

 En sus hesitaciones electorales, Santos se decide por la derecha y sacrifica el apoyo de la izquierda que, en él, hubiera votado por la paz. Pero la reacción va por sus candidatos. Suponiendo que la destitución de Petro lo acercaba al uribismo, invitó a ese partido a hablar de paz, para recibir la negativa punzante del inmaculado José Obdulio. Lances de corto vuelo en un mandatario que lo ha arriesgado todo por terminar la guerra, gesta que demanda más valor que hacerla. No quiera él –ni el ofendido, Petro- levantarle nuevos obstáculos a la paz agrediendo a la ya frágil democracia. Si cupieran rectificaciones, no vendrían ellas de animar una constituyente uribista, ni de los esquivos votos de la caverna. No jugando con candela.

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POLO-UP: PUJA EN LA UNIDAD

Feriaron su cuarto de hora: ciegos de vanidad, perorando catecismos, fascinados en la contemplación del propio ombligo, líderes de la izquierda malograron en un santiamén su convergencia en una tercería que pintaba, aún, para presidencia. Le cedieron todo el espacio al impredecible Peñalosa, que se alzó con dos millones de votos en la consulta verde y emulará en segunda vuelta al mismísimo Santos. Tras la debacle electoral de la izquierda, a desgana de Robledo y de Carlos Gaviria, formalizó la dirección del Polo coalición con la UP. Pero es una alianza tardía, como de consolación, entre ortodoxias irreductibles, cuando todas las circunstancias parecieron favorecer la integración de un frente amplio, no resignado a la oposición sin esperanza sino con vocación de poder. Por supuesto, a Clara López le sobran credenciales para aspirar a la primera magistratura. Y Aída Avella, coequipera, es heroína sobreviviente al exterminio de su partido, las banderas siempre en alto, aún en el exilio. Falta ver si al pacto con la UP –tan sugerente como retorno del hijo pródigo tras la expulsión de los comunistas por el Polo-  se allanan en los hechos Robledo y Gaviria, pivotes ideológicos de este partido.

 Dizque hubieran ellos preferido una alianza más amplia, aunque siempre condicionaron todo amago de unidad a la subordinación de los aliados al credo del Polo. Talanquera formidable, en política de alianzas Gaviria es tajante: los partidos que puedan compartir la propuesta política del Polo deberían adherírsele (El Tiempo, 3,11). A lo que Avella replica: “la construcción de un frente amplio no puede ser sólo en torno al Polo. La convocatoria no es para restarles autonomía a los demás”; y extiende el llamado a “todos los sectores progresistas del país”. Pero hablan aquí silencios interesados de parte y parte. No confiesa Gaviria que su candidato a fórmula de López, militante del Moir, fue derrotado en votación del Ejecutivo del Polo. Y Tampoco dice Avella si su liberalidad  rompe los confines de la Marcha Patriótica. En fotografía de El Espectador (3,16) figuran 9 congresistas del Polo y la Alianza Verde que acuden en defensa de Petro. Pero, sobre todo, para fraguar un frente amplio democrático que apunte a las reformas del posconflicto por la paz. No aparece en ella Robledo.

 En otros campos parece no haber duda. ¿Qué dirá el senador del Moir a las fervorosas invocaciones de paz de Avella, cuando aquel le profesa al proceso de La Habana desprecio comparable al de Uribe y lo sitúa, a su pesar, como aliado del Mesías con prontuario? Peca Robledo en materia grave, sólo porque la paz es iniciativa de Santos. Como pecó, acaso por idéntico motivo, cuando se opuso a dentelladas a la ley de víctimas y restitución de tierras.

 El momento propicio a una tercería de la izquierda ampliada vino con el estallido campesino; con el rechazo a la arbitrariedad del procurador que catapultó, por rebote, la imagen de Petro y, con ella, una deriva electoral prometedora para la izquierda; con la posibilidad de capitalizar el descontento de medio país ajeno a la polarización Santos-Uribe. Pero la izquierda  destruyó en el huevo esta oportunidad feliz. Divisionismo, indigencia propositiva, desgaste de un alcalde incapaz de rescatar su modelo de ciudad de entre las miserias de la ineptitud y la arrogancia. Por ahora, no será de izquierda la tercería. Será de Peñalosa, receptáculo de una hinchada variopinta que abarque desde brotes renacidos de ola verde, hasta conservadores y uribistas. Bloque desafecto a Santos, cuyas bases votan para presidente más libremente o inducidas  por politicastros que apuntan siempre al tren de la victoria, sea rojo, azul o verde.

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ÓSCAR ANDIA

El mechón sobre la frente, la risa fácil, signos inesperados del temple sin ruido de este médico que desafió el abuso de las farmacéuticas en precios de medicamentos, e indujo las primeras medidas de control del Gobierno sobre los mismos. Las medidas, una luz entre las tinieblas de la Ley 100 que transformó la salud en negocio de EPS y desde 2003 permitió elevar precios de medicinas hasta veinte veces por encima de los internacionales. Una afrenta –diría él- contra el acceso a medicamentos como parte vital del derecho a la salud.

 Boliviano por amor, colombiano por adopción, Andia lleva cuatro décadas entregándole a nuestro país trabajo, inteligencia y tesón. Arrastrado en la diáspora de suramericanos que partieron de sus países sojuzgados por la dictadura, el joven galeno salió del suyo cuando el general Bánzer se tomó por las armas el poder. Debutó el de charreteras destruyendo los equipos de la Facultad de Medicina en La Paz. Entonces hacía año rural Andia en la localidad de Catagaita. Allí extendió su trabajo al afianzamiento del hospital y propendió a la descontaminación del río, fuente de severa amenaza a la salud. Coincidió su campaña cívica con la de misioneras Lauritas y javerianos de Yarumal, que traducían el Evangelio en acción social. Como lo enseñaba el Concilio Vaticano de Juan XXIII, que hoy retoma el Papa Francisco. Pero, se sabe, hasta la práctica evangélica cayó bajo sospecha y Andia marchó, con toda una generación, al exilio. Los religiosos tendieron puentes con Colombia, y hoy es director del Observatorio de Medicamentos y Vicepresidente de Política Farmacéutica Nacional de la Federación Médica Colombiana. “Me siento colombiano, además, porque mi señora y mi hija lo son”, declara con orgullo.

Su cruzada contra prácticas perversas de las farmacéuticas despuntó hace diez años cuando, a instancias del libre mercado que anima el modelo de salud, el Gobierno decretó libertad absoluta de precios. El efecto fue devastador. No apenas para los usuarios en droguerías, sino sobre los recobros de las EPS al Fosyga. Éstos saltaron de $113.000 millones en 2003 a $2.236.000 millones, y pusieron en jaque las finanzas del sector.

 Andia se congratula de que este Gobierno iniciara control de precios  y de que el proyecto de ley en curso lo contemple. Reconoce, sin falsa humildad, que a ello contribuyó su seguimiento estricto de la libertad a ultranza, desde la Federación. Fruto del reclamo de los médicos a participar en el diseño de las políticas en salud, en política farmacéutica y creación de un sistema único de información de medicamentos. Si positiva, en su opinión la medida del ministro Gaviria resulta parcial e insuficiente. Porque de momento sólo afecta el canal institucional, y porque muchos precios desbordan todavía los internacionales.

 Si los genéricos son de calidad óptima –preguntamos- y si valen muchísimo menos que los medicamentos de marca, ¿por qué no monopoliza el Estado su producción para responder a las necesidades básicas de salud? Por falta de convicción y de voluntad política, responde. Pero una solución central sería  estimular la producción nacional de genéricos, tal como lo propone el proyecto de ley en discusión. Como se practica en la India y se propone ya en casi toda Suramérica. El Gobierno podría centralizar las compras y proteger el autoabastecimiento nacional con productos genéricos.

 A todos sorprendió el llamado del Ministro a combinar negocio con bienestar del paciente. ¿Lapsus linguae? ¿Provocación? ¿Metáfora de sistema mixto en Salud? Si sistema mixto, dice Andia, no podría manejarse la salud, que es derecho fundamental, con criterio de mercado. Ni autorizar libertad de precios. Pero podría encargarse a privados la prestación de servicios y tareas de investigación científica. En todo caso, la sostenibilidad del sistema de salud pasa por una adecuada regulación de precios de los medicamentos – remata. Propósito que ha perseguido Óscar Andia en Colombia, con el mismo empeño que lo hubiera hecho en su primera patria, Bolivia.

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