ABORTO: LA IGLESIA DIVIDIDA

No hay en la Iglesia unidad de doctrina moral sobre el aborto. En grosera simplificación del pensamiento católico, el procurador Ordóñez se arroga la vocería de todos los fieles y presenta como única su particular visión del problema: la invocación ultraconservadora de los Papas Pío XI y Pío XII, contraria a la de millones de bautizadas que, como “Católicas por el derecho a decidir” sobre el aborto, se ven hostilizadas por la corriente más reaccionaria que se ha impuesto a baculazos en la iglesia de Roma. Más atormentados por la vida de los no nacidos que por las legiones de nacidos que mueren todos los días de abandono, de hambre o de guerra santa,  mentores suyos terminan en su dogmatismo por degradar a manipulación electoral este debate de filosofía moral.

La doctrina de la Iglesia prohíbe eliminar el feto, por ser –según ella- un humano inocente e indefenso, persona desde su concepción cuya vida le viene de Dios. Abortar es, pues, asesinar. Al extremo, la madre deberá sacrificar su derecho a la vida al derecho a la vida del feto. Aún en casos de violación, malformación del feto y peligro de muerte para la mujer. Como se observa en el sistemático boicot del aborto terapéutico que los extremistas ejercen en Colombia. Pero otra versión de la teología católica justifica el aborto en legítima defensa de la vida de la madre. Y comparte la teoría de que el feto sólo deviene persona cuando su sistema neurocerebral se ha desarrollado, no al momento de la concepción. Si la bellota no es todavía roble, tampoco el cigoto es persona. La Corte Interamericana de Derechos Humanos acaba de estipular que al embrión no le asisten aquellos derechos, pues ellos se concibieron para personas nacidas. Y el derecho a la vida se adquiere con el desarrollo del feto, cuando éste pasa de simple organismo vivo a persona humana y autónoma.

 Decisión trascendental que remarca el choque de posiciones en el seno de la Iglesia. Por un lado, Pio XI no justifica el “asesinato directo del inocente” aunque comprometa la vida de la madre (Encíclica sobre el matrimonio cristino). Y en Carta a la Sociedad Católica de Comadronas, escribe Pío XII: El feto “recibe el derecho a la vida directamente de Dios. Por consiguiente, no existe hombre, ni autoridad humana, ni ciencia, ni indicación médica, eugenética, social, económica o moral que (permita disponer de la vida) de un inocente”. Por otro lado, el Catecismo Católico prohíbe matar a un inocente, pues la vida humana es sagrada, creación divina. Pero admite excepciones como la de la legítima defensa. Ya en este espacio citábamos el Artículo 2264 que consagra el amor a sí mismo como principio esencial de la moralidad, de donde se desprende el legítimo derecho de hacer respetar la vida propia. No es homicida el que por defender su vida se ve obligado a eliminar a su agresor. El Código de Derecho Canónico señala atenuantes para la persona que así actúa, si movida por el miedo o por necesidad o para evitar un perjuicio grave. No es la vida un absoluto que peda resolverse en blanco o negro. Para el caso del aborto, sólo cuenta la conciencia de la mujer.

 La moral privada del aborto cobra dimensión social y de salud pública. De allí la importancia de la controversia ideológica. Manifestaciones al canto, el irresponsable recurso al aborto como medio de control natal. O, en el extremo opuesto, el sabotaje al aborto terapéutico que se resuelve en práctica clandestina y es causa de muerte de miles de mujeres acorraladas por la pobreza y la violencia. En el trasfondo, el pugilato entre posiciones encontradas a las cuales no escapa la Iglesia. Bien haría ella en reconocerlo, si aspira a sobrevivir como institución espiritual para un mundo de carne y hueso.

Comparte esta información:
Share

DE URIBE A PETRO…

Usufructuario estelar de la democracia directa que la Constitución del 91 introdujo, Álvaro Uribe resolvió esta forma de participación en populismo de derecha. Ahora Gustavo Petro parece reivindicar el que algunos consideran sentido genuinamente participativo de la Carta Política. Protagonizaría un salto cualitativo del consejo comunal del ex presidente al cabildo abierto. Las asambleas de Uribe, integradas por delegados escogidos en Palacio de antemano con el fin repartir chequecitos acá y allá, catapultaron el proyecto de reelección para prolongar a doce años aquel gobierno arbitrario y corrupto. Petro, en cambio, corregiría los defectos del experimento dándoles a los concurrentes capacidad decisoria, previas campañas de información y discusión pública: prepara cabildos abiertos donde la gente se informa, delibera, define montos del presupuesto de Bogotá y decide las asignaciones levantando la mano. Apoteosis de democracia ateniense en sociedad de montoneras. “Se van a tomar decisiones vinculantes (y) la Alcaldía firmará compromisos públicos que serán llevados al Concejo”, anuncia Antonio Navarro. Serán cuatro billones cada año. ¡Cuatro billones! Tránsito notable del control personalista de los recursos públicos hacia la determinación popular de su inversión. Concedida la buena fe que anima esta iniciativa, ¿no entraña ella el peligro de diluir los dineros de la ciudad y tornar al populismo?

Inquieta la perspectiva de atomizar el presupuesto en mil proyectos de barrio para satisfacer la turbamulta de necesidades sentidas que, aún sumadas, desdeñan la jerarquía de necesidades que comprometen el bien común en una metrópoli de ocho millones de habitantes. Necesidades cuya solución reposa ahora en los expertos, en instituciones de envergadura y organización compleja, como complejos son los problemas grandes de la ciudad. Algo va de montar otra panadería en la esquina, o cincuenta más, a un programa de desarrollo industrial para crear empleo. Lo que no excusa, claro, el deber de consultar urgencias puntuales de cada localidad que emanen de los cabildos abiertos, las JAL sistematicen como proyectos y el gobierno central del distrito ejecute con una porción discreta del presupuesto distrital. Lo inexcusable será desinstitucionalizar en aras de consultas al pueblo, fuente de gobernabilidad y de votos, que derivan casi siempre en democracia plebiscitaria. Como la de Uribe.

Por otra parte, si, honrando la inquina de los constituyentes del 91 hacia los partidos, la convocatoria a cabildos se dirige en su lugar a asociaciones sociales, discutible resultará la representatividad de quienes voten en ellos  plan de desarrollo y presupuesto de la capital. Es que 95% de los bogotanos declaran no pertenecer a ninguna organización social. Quienes levanten la mano, ¿serán, acaso, los activistas y los interesados de siempre que se autoproclaman “la sociedad civil”? ¿Podrán ellos encarnar el “gran salto en participación ciudadana”, el “Estado progresista que se pliega a la población misma”, en palabras del propio Petro?

El viraje hacia cabildos abiertos así concebidos persigue, sin duda, una democracia menos imperfecta. Pero despierta dudas sobre su conveniencia para acometer planes y presupuestos. Y evoca problemas de participación y representación política. Sin invocar la falsa disyuntiva entre democracia directa y democracia representativa, y en vista del efecto deplorable que la primera arrojó con Uribe, más se haría por una participación calificada depurando los partidos y revitalizándolos. Si ya Uribe era anacrónico por involucionar a tiempos idos del populismo, anacrónico resulta también negarles a los partidos su papel en la forma indirecta de participación política que hoy recupera su vigor en el mundo entero.

Comparte esta información:
Share

PROSPERIDAD, ¿PARA POCOS?

A la voz de reforma tributaria, rozando propuestas de Luis Carlos Villegas, vocero de la ANDI, el presidente Santos se pronuncia en favor de ampliar la base tributaria y reducir el impuesto de renta (El Espectador, 1-22). Vale decir: extender este tributo a nuevos contingentes del trabajo entre las clases media y baja y favorecer –más aun, si cabe- a los ricos. Idea regresiva que riñe con los principios de justicia y equidad propios de la política fiscal en democracias modernas. Y perpetuaría a Colombia sin remedio como el país más desigual de América Latina después de Haití. La tal idea es huevito cacareado aquí desde tiempos inmemoriales, calentado en el pasado gobierno que abrumó de exenciones a los millonarios, y que Santos empollaría ahora (¡Dios no lo quiera!) para júbilo de los más pudientes. Agrega el Presidente, empero, que la reforma buscaría tapar los huecos de la evasión y la elusión fiscales. Enhorabuena. Así, el esfuerzo heroico de Juan Ricardo Ortega, director de la DIAN,  contra la evasión del IVA verbigracia que en establecimientos comerciales ronda los 10 billones al año, podría penetrar nichos inexpugnables hasta ahora. Como el de los terratenientes, que burlan masivamente el impuesto predial. Vaya usted a saber cuánto paga Víctor Carranza por sus tierras tras adquirir, no ha mucho, la hectárea número un millón.

Debería complementarse la cruzada, no obstante, con una reforma tributaria estructural guiada por criterios de inclusión social y capaz de recuperar la tributación directa, que viene de capa caída. Ésta no alcanzó ni a la mitad del recaudo en 2010. Es que el impuesto directo y progresivo, aquel que grava a cada cual con tarifas crecientes según su real capacidad económica, es el instrumento redistributivo por antonomasia. Si parte del ingreso que perciben las clases altas migra al bolsillo de los sectores medios y bajos, aumenta la demanda de bienes, las fábricas deben multiplicar su producción para satisfacer las nuevas necesidades, y enganchar nuevos trabajadores. El gobierno, por su parte, dispondría de recursos para financiar gasto público y políticas sociales. Una reforma tributaria así concebida dinamizaría, pues, la economía y crearía empleo. Colombia es hoy el tercer país en población de América Latina, después de Brasil y México. 46 millones de habitantes con capacidad adquisitiva, salud y educación serán mercado interno apetecible para nuestros empresarios.

Además del impuesto directo y progresivo sobre la renta, habría que volver al impuesto sobre remesas de dividendos de las firmas extranjeras que Uribe había eliminado. Para que la inversión extranjera deje de ser ficción, la vuelta del bobo: en la última década, los inversionistas extranjeros remesaron fondos por el mismo valor del capital que habían invertido en Colombia. Y las regalías que las multinacionales mineras le pagan al gobierno están muy por debajo del promedio internacional. Negocio redondo, pero para otros.

Siempre sostuvo la derecha que la economía debía primero crecer y repartir después. Pero el desafío es convertir el crecimiento en desarrollo, compartir la prosperidad con los sectores olvidados de la población. Vencer el abismo de la desigualdad. Y eso sólo se logra repartiendo conforme se crece. Gabriel Gonzalo Gómez, profesor de Eafit, sostiene que la pobreza en Colombia obedece más a la inequidad en la distribución que a la incapacidad para producir riqueza.

“Quiero ser recordado, declaró Santos, por haber conseguido la prosperidad, no para unos pocos sino para todos los colombianos”. Sea. Mas con reformas tributarias como la que el gobierno cocina, la prosperidad seguirá siendo prerrogativa de los menos, olvido de los más. Con este codo borraría el Presidente la página gloriosa que se propuso escribir con la restitución de tierras.

Comparte esta información:
Share

LA IZQUIERDA SE LA JUEGA

En esta Colombia conservadora y violenta, la elección popular de un exguerrillero como alcalde de la capital conmueve los cimientos de su tradición política. La Mano Negra y la Mano Roja parecen cerrarse en puño de hierro para golpear, una, al intruso; la otra, al hereje. Y es que Gustavo Petro encarna una fuerza que por vez primera gobernará a Bogotá con demócratas de izquierda decididos a operar el tránsito hacia otra idea de ciudad. No con Anapo ni con la U. Ni con carteles de ladrones que pasan por contratistas. Dos trazos gruesos empiezan a dibujar el perfil de su movimiento Progresistas. Primero, una vocación de paz que sepulta para siempre toda veleidad con la táctica comunista de la combinación de formas de lucha. Segundo, el rescate de la Constitución del 91 que Petro ha erigido en plataforma ideológica suya. En particular, de mecanismos de participación e inclusión social como el cabildo abierto para decidir porción sustancial del presupuesto de la ciudad de consuno con la gente. Sería ésta, según Navarro Wolf, una genuina marca de fábrica de la izquierda. Mas no será fácil diferenciar estas audiencias populares de los consejos comunales que Álvaro Uribe convirtió en punta de lanza de su “gobierno de opinión”, tributario de la democracia plebiscitaria que llevó a Colombia al borde la dictadura.

Ni fácil será suplantar con tales mecanismos de democracia directa la democracia representativa, donde el pueblo refrenda con su voto el programa que su candidato ofreció en campaña y lo autoriza a ejecutarlo. Si no, ¿para qué elegir, para qué la competencia de ideas y programas que se ventilan en campaña electoral? Papel distinto (y crucial) desempeñarían estos cabildos como escenario de rendición de cuentas del gobierno y medio de control político de partidos y organizaciones civiles. Pero empeñar la iniciativa y el poder decisorio del gobierno a la volubilidad de una ciudadanía sacralizada y sin norte puede ser camino expedito hacia la demagogia y el desmadre de las políticas públicas. Salvo que la experiencia demuestre lo contrario.

Un flanco que sí resulta decisivo para desahogar a la izquierda es la ruptura sin atenuantes con la combinación de formas de lucha. La glorificación excluyente de la lucha armada le había hurtado a la izquierda por décadas el derecho de hacer política, y cercenado el ya reducido espacio de la tolerancia.  La táctica de marras contribuyó a su manera al exterminio de la Unión Patriótica en los años 80 y 90: muchos militantes de ese partido legal cayeron inermes como carne de cañón en una guerra ajena, mientras el grupo armado se refugiaba heroicamente con sus fierros monte adentro. Diablillo que se insinuaba de tanto en tanto en el seno del Polo, las “sieteluchas” pusieron su grano de arena en las disensiones que terminaron por polarizarlo en polos irreconciliables hasta la ruptura final.

Capítulo aparte merecerá la capacidad de Progresistas para retomar la disposición constitucional de trazar planes indicativos de desarrollo que armonicen crecimiento con política social y ambiental. Ya Petro lo sugiere con su apelación reiterada a las alianzas público-privadas. Perspectiva de verdadera intervención del Estado que le devolvería al Primer Mandatario la orientación del ahorro nacional, y podría moderar los poderes ilimitados que se le han otorgado a la Junta del Banco de la República. Cabrían entonces, otra vez, una estrategia de industrialización y mecanismos eficaces de inserción en la economía mundial sin caer en la miseria.

De la madurez y el coraje con que Petro y su equipo aborden asuntos de tanta enjundia dependerá que Bogotá salga del pantano. Y que Progresistas florezca como alternativa de izquierda democrática capaz de romper las cadenas con que los extremistas de todos los colores han querido siempre estrangularla.

Comparte esta información:
Share
Share