Habemus jueces

Bajo una espesa nata de venalidad e impunidad, florecen procesos emblemáticos que sacan la cara por la justicia y exaltan el valor de un número en aumento de jueces y fiscales. Apenas ayer, los magistrados de la Corte Suprema juzgaron, contra viento y marea, la parapolítica. Un hito contra la alianza de criminales y políticos. Hoy, el juicio a Samuel Moreno, capo di tutti capi en la billonaria defraudación de Bogotá, condenado a 18 años de prisión e inhabilitado a perpetuidad para desempeñar cargos públicos. Y el proceso  de falsos positivos eleva por fin pesquisas hasta la cúpula militar que habría propiciado el asesinato de 4.800 civiles inocentes para presentarlos como bajas guerrilleras, e involucra al mismísimo general Mario Montoya, excomandante del Ejército.

Casos de igual trascendencia anteceden a éstos de la hora. Como la sentencia histórica de Rubén Darío Pinilla, magistrado del Tribunal Superior de Medellín, proferida en mayo 2015. Se reconstruye en ella la historia del despojo y la lucha por la tierra en Córdoba, marcada por la brutalidad del narcoparamilitarismo y la guerrilla. Y exhorta al Estado, por vez primera, a identificar y exigir cuentas a los empresarios, comerciantes, ganaderos, políticos y miembros de la Fuerza Pública que patrocinaron la expansión del paramilitarismo y su dominio absoluto en ese departamento.

 A 22 generales de la República investiga la Fiscalía por falsos positivos, 12 de los cuales concurrirán este mes a indagatoria. Al general Montoya se le imputarán cargos por posible responsabilidad en 1.205 de aquellas ejecuciones de civiles cuando, entre 2006 y 2007, pedía “ríos de sangre” en la guerra contrainsurgente. Tras estudiar miles de folios y testimonios, concluyó la Fiscalía que se había diseñado “un proyecto para hacerle creer al país que la guerra contra la subversión estaba ganándose cuando, en realidad, miles de civiles inocentes resultaron ser víctimas de esta empresa criminal […] y quienes los ultimaron terminaron llenos de medallas” (Juan David Laverde, El Espectador, 4, 16). Pero ahora viene a saberse que el general Jorge Arturo Salgado paró en seco al coronel William Peña, comandante en 2007 de la Brigada XI con sede en Montería, entonces estrella de la infamia: 296 “positivos” se contaron allí ese año. Digno precedente sienta el general Salgado, que honra al Ejército  y el sacrificio de la mayoría de soldados.

Así mismo, le devuelven credibilidad a la justicia fiscales de la talla moral de Claudia Patricia Vanegas y Juan Vicente Valbuena. No sólo por desafiar el poder de altos mandos militares que parecían intocables, sino el de la Casa Rojas que cifraba en su último vástago toda esperanza de volver al solio de Bolívar. Pero el ungido se convirtió en cabeza de la mayor defraudación cometida en la historia contra la capital, mediante contratos multimillonarios en malla vial, hospitales, movilidad, vigilancia, y la dolosa adjudicación del sistema integrado de transporte por la fruslería de $64 billones a 25 años vista. El juez 14 recriminó indignado a Moreno en plena audiencia: por abusar de su investidura para repartirse con funcionarios y particulares, “como en una feria”, los recursos públicos, y lo llamó “ladrón de cuello blanco”. Desapacible evocación del abuelo-presidente, general Rojas Pinilla, quien resultó también condenado y despojado de sus derechos políticos. Por indignidad. Por abusar de su investidura para enriquecerse.

Reconforta verificar que la justicia no apunta ya únicamente a los de ruana.  Que empieza a concentrarse en crímenes de guerra y de lesa humanidad. Y en la faraónica corrupción de las altas esferas, con cuyo monto bien podría financiarse el posconflicto.

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¡No más guerra!

A la inminente finalización del conflicto armado opone Álvaro Uribe una resistencia que, librada a su suerte, podría derivar en baño de sangre. En tan extrema reacción contra la paz menos imperfecta negociada en 20 años en el mundo, parecen presionar, sobre todo, tres factores no cantados. Primero, sin guerra se marchita el poder del notablato más beligerante en las regiones,  autoproclamado uribista. Segundo, la reforma rural pactada daría tierra y apoyos al campesinado, restitución comprendida. Anatema para especuladores con tierras, despojadores de predios, latifundistas y ganaderos improductivos, impetuosa avanzada de la extrema derecha. Tercero, el Acuerdo Especial que brinda seguridad y estabilidad a la agenda pactada en La Habana descarta la convocatoria de una constituyente y, con ello, la posibilidad de revivir la reelección del expresidente. Golpe cruel al delirio de poder.

El llamado del uribismo a resistencia civil ―primera en la historia concebida contra un anhelo mayoritario de paz después de 300 mil muertos y 30 mil desaparecidos en la guerra más prolongada de Occidente― interpela a una gama variada de colombianos. A una porción sustantiva de la sociedad que sigue con fervor las tesis ultraconservadoras del senador y su versión infantilizada -manes de la propaganda- del proceso de paz: éste sería la entrega de la patria a la guerrilla. Convoca a las víctimas de las Farc que cabalgan todavía en el odio legítimo del caudillo hacia ese grupo armado. Mas, si no circunscribe con celo sus acciones a la legalidad, podría esa resistencia interpelar también al neoparamilitarismo, brazo armado de las mafias de narcotraficantes, ganaderos, empresarios, funcionarios y políticos que medran en la guerra, no en la paz. Aguerridos conmilitones de la ultraderecha, extienden ahora su apoyo a los ejércitos antirrestitución de tierras.

El alegato contra el margen de impunidad que la justicia transicional concede pinta más como pretexto movilizador del que siendo presidente se excedió en larguezas con los miles de paramilitares “desmovilizados”. Si extraditó a sus jefes fue porque empezaban éstos a comprometer en sus confesiones a prestantes autores intelectuales y responsables políticos de sus crímenes. Tampoco convence su coartada de fungir como enemigo de la negociación de paz, mas no de la paz: querer imponerle rendición a una guerrilla con la que se negocia justamente porque no fue derrotada es dinamitar la mesa de diálogo; y lograr, por esta vía, que vuelvan todos a las andadas de la guerra.

Empotrado en el infundio de la entrega del país a las Farc, escribe el ganadero y dirigente uribista Lafaurie: “La reforma Rural Integral de La Habana deja ver las expectativas de control territorial político de las Farc en el posconflicto, que dé continuidad al control territorial armado que hoy ostentan. La restitución ha sido permeada por esas expectativas” (El Tiempo, 4, 25). Pero sabe, como lo recuerda el exministro Juan Camilo Restrepo, que el acuerdo rural busca profundizar el desarrollo agrario y los mecanismos de acceso a la tierra; que “no entraña peligro para la propiedad privada, el Estado de derecho o las tierras bien habidas”. ¿Habrá también resistencia contra un cambio mínimo en el campo? ¿Será cívica, desarmada?

Uribe está en su derecho de oponerse a la paz. Pero también en el deber de preservar su resistencia civil de cualquier incursión en ella de la derecha armada, chispa que podrá encender la pradera. Y ojalá entienda que la mayoría de colombianos  reivindica el derecho a la  paz que la Constitución consagra y ya reclama a voz en cuello: ¡no más secuestrados, no más desplazados, no más desaparecidos, no más muertos, no más guerra!

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Novartis, farmacéutica tiburón

Sin siervos no hay yugo que valga. Si la multinacional Novartis vende en Colombia su Imatinib contra el cáncer seis veces  por encima de lo que valdría el genérico es porque en 2012 nuestro flamante Consejo de Estado le otorgó, hincada la rodilla, patente de exclusividad a la farmacéutica suiza. Y porque la Superintendencia de Industria y Comercio, que nueve años atrás se la había negado, enmudeció. Entonces salieron los genéricos del mercado y Novartis navegó a sus anchas con precios astronómicos que atentan contra la vida de los pacientes y contra las finanzas de nuestro sistema de salud. Se propone ahora el ministro Alejandro Gaviria romper el monopolio que a ese tiburón le permite devorarse a los más débiles; triturarlos bajo el peso de su obesidad. Colombia sometería la patente de su fármaco a licencia obligatoria, y lo declararía de interés público, pues se trata de un medicamento esencial. Enhorabuena.

Manes de la soberbia extranjera, le han llovido al país advertencias, amenazas, chantajes desde todos los poderes habituados a imponerse a coces sobre pueblos vulnerables: vociferan en el mundo (y en Colombia)  los gremios de las multinacionales farmacéuticas, agentes del congreso estadounidense que velan por los intereses comerciales de ese país, y hasta su propio gobierno. Porque para ellos, escribe nuestra embajada en Washington, “regular el precio de ese fármaco […] puede desembocar en disputas relacionadas con lo pactado en el TLC o crear inconvenientes en la aprobación de los recursos para ‘Paz Colombia’”.

Pero no será el nuestro el primer país que libre en su suelo esta batalla planetaria contra la gula de la gran industria farmacéutica. Ya Tailandia, Brasil, Suráfrica y la India la dieron. Y cobraron victoria. En la India, la Corte Suprema de Justicia tomó en 2013 la histórica decisión de negarle la patente al Imatinib. Privilegió el principio de brindarle a su población acceso  a medicamentos genéricos sobre la supuesta mayor eficacia terapéutica del fármaco de Novartis. Su precio se redujo a la dieciochoava parte: pasó de 2600 dólares a 145. Estos países han montado toda una industria nacional de genéricos incentivada por el Estado, vía expedita para democratizar la salud reduciendo drásticamente  los precios de las drogas. Y Colombia sufre ahora una segunda embestida: hace dos años arremetieron las farmacéuticas gringas contra el proyecto del ministro Gaviria de optar por medicamentos biotecnológicos y de producirlos en el país.

Pero conforme pujan los tiburones por apretar la encerrona contra Colombia, surgen apoyos acá y allá, de quienes saben que nuestro país es el escenario de la hora donde tiene lugar esta disputa global contra los muy civilizados mercachifles de la salud. Ciento veinte oncólogos del mundo entero le dirigieron al Gobierno una misiva donde protestan por la desmesura de Novartis. Para la Federación Médica Colombiana, entre otras muchas, al país le asiste pleno derecho a priorizar la salud de sus ciudadanos, a defender el interés público de atropellos como éste.

En búsqueda de competencia equilibrada, jugará papel crucial la aplicación Click Salud que el Gobierno prepara, donde aparecerá el precio de cada droga, comparado por laboratorios. Divulgará, por ejemplo, tres valores distintos del omeprazol: $36, $138 y $11.249. El consumidor decide. Mas no debería el Estado limitarse a controlar precios y a apoyar la industria nacional de genéricos. Debería, también él, producirlos. Inyectar recursos abundantes en ciencia, tecnología e innovación.  Y pedir dignidad a quienes, como en el caso que nos ocupa, regalan el país desde el Consejo de Estado. Como si el alto tribunal pudiera degradarse a guarida de la servidumbre del déspota extranjero.

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ELN: ¿en su propia trampa?

Con el secuestro de los periodistas Salud Hernández, D’Pablos y Melo, parece hundirse sin remedio el ELN en la trampa de su torpeza. La sociedad en pleno le ha gritado a la cara que no tolera un plagio más. Pero se ignora si esa guerrilla pueda registrar, tras la coraza de su inmodestia, el repudio general. Si persista en la insultante justificación del secuestro como “política normal” para financiar su guerra, con la que zahirió hace dos meses el trascendental anuncio de dejar las armas, una invitación a soñar con la paz integral. O si entienda que renunciar al secuestro no es ya apenas condición del Gobierno para dialogar sino exigencia de un país que se levanta contra la infamia. El Centro de Memoria Histórica le adjudica al ELN la presunta comisión de 7.362 secuestros; otros la tasan en 10.411. Y el único que sufre no es el plagiado, a quien se deshumaniza con frecuencia hasta matarle el alma. Por víctimas directas asociadas al secuestro se tiene también a otras 200.000 personas, los familiares. Caso al canto, hace un mes debió entregarse Odín Sánchez a esa guerrilla, en canje por su hermano, el exgobernador del Chocó Patrocinio Sánchez, que llevaba dos años y medio secuestrado.

En doctrina y en programa, poco ha cambiado el grupo armado desde su creación. Contra el vértigo de la historia, porfía el ELN en el estatuto que lo vio nacer. Salvo en el referente ético. Si proclamó en la cuna el respeto a la libertad de pensamiento y de culto, fue su primer jefe quien entronizó la violación de ese principio, con el ajusticiamiento por “traición” de todos sus contradictores ideológicos. Y la saga siguió. El 3 de octubre de 1989, secuestró el ELN en Arauca a monseñor Jesús Emilio Jaramillo, de 72 años. Lo torturó y le incrustó cuatro balas en la cabeza. Fue “ajusticiado… por delitos contra la revolución; (por formar parte) del sector más reaccionario de la jerarquía eclesiástica”. Por pronunciarse contra la revolución y contra el comunismo.

Como si no bastara con el secuestro, otras señales levantan dudas sobre la viabilidad de paz con el ELN: el lenguaje de la agenda pactada con el Gobierno, abstracto, hiperbólico sugiere la pretensión de esa guerrilla de alcanzar en la mesa la revolución que  no logró en su trasegar de medio siglo. A tono con su ideario, el punto de Transformaciones para la paz no augura concesiones al reformismo. Respira también aquella agenda la tácita ambición de oficiar como vocero legítimo de la sociedad civil. ¿De la sociedad que deplora sus métodos de guerra? ¿De alguna comunidad campesina –en Catatumbo o en Arauca– que resiente el puño de hierro con que el ELN le impone su dominación? Mas el grupo persevera en la ilusión de ser vanguardia político-militar del pueblo, el núcleo armado que “genera y canaliza la conciencia revolucionaria”. Así, el tercer punto invoca la Participación de la sociedad en la construcción de la paz (¿y la implícita autoproclamación del ELN como su líder y vocero?). Años de conversaciones, acaso décadas tendrían que pasar para que las condiciones del país se adaptaran al anhelo mesiánico de este grupo reducido de insurgentes.

Se impone lo contrario: que la agenda sea negociable, no sólo conversable; que aterrice sobre la realidad. Que se reconcilie el ELN con los colombianos devolviendo a los plagiados y renunciando públicamente al secuestro. Sólo así podrá revalorizar la esencia del viraje cardinal que tuvo la valentía de anunciar el 30 de marzo: pasar de la lucha armada a la política. He aquí el camino para que el ELN no tenga que inmolarse en su propia trampa. Para que derive, más bien, en artífice de la paz integral que Colombia reclama.

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