Con el secuestro de los periodistas Salud Hernández, D’Pablos y Melo, parece hundirse sin remedio el ELN en la trampa de su torpeza. La sociedad en pleno le ha gritado a la cara que no tolera un plagio más. Pero se ignora si esa guerrilla pueda registrar, tras la coraza de su inmodestia, el repudio general. Si persista en la insultante justificación del secuestro como “política normal” para financiar su guerra, con la que zahirió hace dos meses el trascendental anuncio de dejar las armas, una invitación a soñar con la paz integral. O si entienda que renunciar al secuestro no es ya apenas condición del Gobierno para dialogar sino exigencia de un país que se levanta contra la infamia. El Centro de Memoria Histórica le adjudica al ELN la presunta comisión de 7.362 secuestros; otros la tasan en 10.411. Y el único que sufre no es el plagiado, a quien se deshumaniza con frecuencia hasta matarle el alma. Por víctimas directas asociadas al secuestro se tiene también a otras 200.000 personas, los familiares. Caso al canto, hace un mes debió entregarse Odín Sánchez a esa guerrilla, en canje por su hermano, el exgobernador del Chocó Patrocinio Sánchez, que llevaba dos años y medio secuestrado.

En doctrina y en programa, poco ha cambiado el grupo armado desde su creación. Contra el vértigo de la historia, porfía el ELN en el estatuto que lo vio nacer. Salvo en el referente ético. Si proclamó en la cuna el respeto a la libertad de pensamiento y de culto, fue su primer jefe quien entronizó la violación de ese principio, con el ajusticiamiento por “traición” de todos sus contradictores ideológicos. Y la saga siguió. El 3 de octubre de 1989, secuestró el ELN en Arauca a monseñor Jesús Emilio Jaramillo, de 72 años. Lo torturó y le incrustó cuatro balas en la cabeza. Fue “ajusticiado… por delitos contra la revolución; (por formar parte) del sector más reaccionario de la jerarquía eclesiástica”. Por pronunciarse contra la revolución y contra el comunismo.

Como si no bastara con el secuestro, otras señales levantan dudas sobre la viabilidad de paz con el ELN: el lenguaje de la agenda pactada con el Gobierno, abstracto, hiperbólico sugiere la pretensión de esa guerrilla de alcanzar en la mesa la revolución que  no logró en su trasegar de medio siglo. A tono con su ideario, el punto de Transformaciones para la paz no augura concesiones al reformismo. Respira también aquella agenda la tácita ambición de oficiar como vocero legítimo de la sociedad civil. ¿De la sociedad que deplora sus métodos de guerra? ¿De alguna comunidad campesina –en Catatumbo o en Arauca– que resiente el puño de hierro con que el ELN le impone su dominación? Mas el grupo persevera en la ilusión de ser vanguardia político-militar del pueblo, el núcleo armado que “genera y canaliza la conciencia revolucionaria”. Así, el tercer punto invoca la Participación de la sociedad en la construcción de la paz (¿y la implícita autoproclamación del ELN como su líder y vocero?). Años de conversaciones, acaso décadas tendrían que pasar para que las condiciones del país se adaptaran al anhelo mesiánico de este grupo reducido de insurgentes.

Se impone lo contrario: que la agenda sea negociable, no sólo conversable; que aterrice sobre la realidad. Que se reconcilie el ELN con los colombianos devolviendo a los plagiados y renunciando públicamente al secuestro. Sólo así podrá revalorizar la esencia del viraje cardinal que tuvo la valentía de anunciar el 30 de marzo: pasar de la lucha armada a la política. He aquí el camino para que el ELN no tenga que inmolarse en su propia trampa. Para que derive, más bien, en artífice de la paz integral que Colombia reclama.

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