Venezuela: ecos del uribe-chavismo

Chávez acudió al Estado comunitario acaso para potenciar la dictadura comunista que se abre paso en Venezuela. Uribe, para alardear de benefactor del pueblo mientras atornillaba el retorno al modelo de capitalismo que agudizaba la desigualdad y la pobreza. Si antagónicos en economía, se avinieron en el recurso al populismo atávico de estos trópicos. Instrumentaron ambos la democracia directa para fabricarse aureola de caudillo. Y Maduro, llegado el declive, para burlar la democracia representativa que le propinaría en las urnas una derrota colosal. Ante un 70% de venezolanos que vetaba su Constituyente, impuso un Estado comunitario asimilado al minoritario partido de gobierno.

Ataviado de poncho y carriel, suplantaba Uribe cada semana en consejos comunales de 12 horas, transmitidos por televisión, a partidos, organizaciones sociales, órganos de representación popular y a las autoridades del municipio. Brincándose jerarquías y competencias, volvía añicos las instituciones de la democracia. Repartía, como dádiva suya, chequecitos de chequera oficial: pero eran partidas ya asignadas en el presupuesto y negociadas palmo a palmo con todos los Ñoños que en Colombia han sido. Media Colombia lo adoraba. Chávez protagonizaba, a su turno, alocuciones de 12 horas, transmitidas por televisión: vendía, entre gracejos, injurias y arengas, su revolución bolivariana, guitarra en mano, transpirando petrodólares bajo su espesa sudadera tricolor. Y ganaba todas las elecciones.

Inspiración del coronel, los soviets; sus koljoz y sovjoz, cooperativas de jornaleros y campesinos medios, en la Rusia revolucionaria. La de Uribe, más próxima al comunitarismo de Oliveira Salazar, denunciaba impronta feudal. Se veía al presidente colombiano exultante en ejercicio de la autoridad vertical de tiempos idos, ahora a caballo entre la demagogia y el pragmatismo. Entre autoritarismo y nostalgias localistas. Mas aquel poder vertical debió ceder, siglos ha, al poder horizontal, republicano, de los municipios. La ancestral rivalidad entre comunas y municipios marca con Mussolini un hito dramático, cuando el dictador elimina el autogobierno de los municipios. Le seguiría la prohibición de los partidos y la instauración del Estado totalitario, corporativo, de raigambre comunal.

También la Venezuela revolucionaria acabará el municipio. En 2010 se depuró allí el perfil del Estado comunal, con leyes que desairaban la propia Constitución y dibujaban otra visión de país: la del socialismo a la cubana. La Ley Orgánica de Comunas consagra el autogobierno del pueblo mediante la democracia directa. Elimina este estatuto la división político-territorial vigente y suprime el municipio. Es decir, el poder descentralizado, para reemplazarlo por el de una jerarquía central inapelable que coopta a todas las corporaciones, mata su autonomía y su capacidad decisoria: el Ministerio de las Comunas.
Se precipita Venezuela en una dictadura mal disimulada por esta imagen de la voluntad general convertida en fetiche, del bien común reducido al interés de la nomenklatura. Es la antítesis del pluralismo democrático moderno. Y éste incorpora también a las comunidades organizadas, con capacidad deliberativa, electiva y decisoria, cuyos mentores ostentan representatividad política. No son simples voceros de necesidades en una masa amorfa, presa del primer caudillito de cartón que quiera devorársela para hacerse con el poder. No lo serán, verbigracia, nuestras comunidades indígenas y afrodescendientes legalmente constituidas para defender derechos ancestrales y acceder al poder político. Es hora de vencer la premodernidad y de contrarrestar esta vuelta inusitada a dictaduras revaluadas por la historia: ¡no más uribe-chavismo!

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El Patrón

Como luchando contra el tiempo y el olvido, en Colombia parecería reinventarse a cada paso la figura del señor del siglo XIX. Por lo general un hacendado-militar que disponía de la peonada para librar sus guerras, como fuerza de trabajo y cauda electoral, rasgos suyos perviven en “el Patrón” que hoy prevalece como autoridad política: a veces dirigente de partido; otras, capo de mafia o socio de paramilitar y, no pocas, todo ello a la vez. No es gemelo de su antecesor, pero sí pariente en un sistema de poder que el más acendrado conservadurismo preservó, ahogando en sangre las reformas liberales que rompían con el pasado y se extendían por doquier. No hubo aquí ruptura sino solución de continuidad entre el siglo XIX y el XXI. A Rafael Núñez, a Laureano Gómez, a monseñor Builes, a Nacho Vives, a Salvatore Mancuso, a Álvaro Uribe y Viviane Morales les debemos el humillante honor de fungir como el país más conservador del continente.

Pero el paradigma de hacienda decimonónica, paternalista y despótica no se contentó con mangonear a la clientela. Se proyectó como estructura del Estado, y éste fue patrimonio privado de la dirigencia que se hacía con el poder. Poco ha cambiado. También hoy se ganan elecciones para saquear el erario. Ayer, como derecho natural de una casta cargada de privilegios; hoy, como derecho natural de la misma casta que deglute la pulpa de la contratación pública, y de élites emergentes que reclaman su parte. Una y otras sobreenriquecidas, por añadidura, en la economía del narcotráfico. Y todas ellas (la clase gobernante) catapultadas por la misma red de caciques que siglo y medio atrás cultivaba los feudos electorales que persisten como cimiento y nervio del poder político en Colombia. Mañana debate el Congreso una reforma que quisiéramos capaz de cambiar la manera de hacer política. Que a lo menos disuelva el matrimonio entre políticos y contratistas del Estado, factor que ha trocado la corrupción en ADN del sistema.

En busca de nuestra idiosincrasia política, se remonta Fernando Guillén a la hacienda del siglo XIX, edificada sobre la adhesión servil y hereditaria de peones y arrendatarios a un patrón. El cacique que se rindió al encomendero y después al hacendado obró como intermediario que aseguraba la lealtad del grupo. Salvo en Antioquia y Santander, encomienda y hacienda funcionaron consecutivamente como sistema de adhesión autoritaria y sumisión paternalista al patrón. Términos de Guillén que definirían con exactitud el clientelismo que así campeó, hasta cuando el narcotráfico, la crisis de los partidos y su atomización minaron la obediencia en la base de la clientela electoral. Entonces se concedió ésta la autonomía necesaria para empezar a negociar su propio ascenso en política, sus mordidas y contratos con el Estado. Sin alterar la estructura del vetusto modelo de poder ni desafiar el espíritu de casta, se democratiza por los laditos la corrupción. El sistema político. Aunque sólo para quienes profesan las ideas más conservadoras y lealtad al viejo-nuevo patrón.

Turbios atavismos se divulgan ahora por Tweeter. Otra paradoja en un país de leyes con 95% de impunidad; en la democracia admirable de América que ingresa apenas en la extravagancia de respetar la vida del adversario y vive en régimen agrario colonial. Donde la caverna se disputa el poder para instaurar un régimen de fuerza bajo la égida de Dios. Pero es también el país de hombres sin par, como Sergio Jaramillo, estratega del proceso que clausuró una guerra de medio siglo y trazó las líneas del cambio que traerá la paz. Y ese cambio principiará por enterrar herencias que nos encadenan al atraso y la violencia. La primera, esta saga exasperante del Patrón.

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CARTA DEL 91: LAS SOMBRAS

Plena de buenas intenciones, la Constitución del 91 se equivocó, sin embargo, en materia grave. Atribuyendo al clientelismo el origen de todos nuestros males, convirtió en religión la erradicación de esta forma de intermediación en nuestra democracia representativa, que “bloqueaba la participación genuina del ciudadano” en política. El argumento pegó en su blanco natural: los partidos. Como el Estado había devenido propiedad de rentistas y políticos; como, además, sus funciones sociales y económicas dizque hacían agua, el otro blanco natural fueron las entidades del Estado que redistribuían bienes públicos. La democracia habría de ser, de preferencia, directa, sin intermediarios. Y sólo podría desplegarse a plenitud en la descentralización, pues el poder local devolvería a los ciudadanos su verdadera identidad. Contra el Estado burocrático y corrupto se alzaría la sociedad civil, dueña, por fin, de su destino. Ríos de tinta corrieron en panegíricos a este salto de la tradición a la modernidad, del clientelismo a la ciudadanía. Dos figuras simbolizaron el antagonismo entre buenos y malos: el ciudadano y el cacique clientelista.

Pero la democracia directa se resolvió en el “Estado de opinión” que algún cacique de caciques montó sobre la ficción del poder ciudadano. Y éste fue apenas versión vicaria del populismo puesto al servicio de un proyecto autoritario. Por su parte, la autonomía municipal abrió cancha a nuevos sectores. Mas pronto derivó en la toma armada del poder regional por fuerzas ilegales. Lejos de desaparecer, el clientelismo se reinventó en la alianza de gamonales y paramilitares. El Estado Central había perdido influencia en la periferia. La elección popular de alcaldes había fracturado el mando central de los partidos. La fractura se tradujo, en 2002, en una polvareda de microempresas electorales. Y hoy, en dos corrientes tradicionales reconstituidas sobre baronías regionales en disputa permanente con el poder central.

Pero el clientelismo era hijo putativo del Estado de bienestar que el neoconservadurismo en boga se propuso demoler. Izquierda y derecha pescaron al unísono en el torbellino “democratizador” que homogenizó a la intelligentsia latinoamericana. Lo mismo se habló de libertad política que de libertad económica. La democracia participativa, sin partidos y en un Estado famélico, fue el corolario político de la economía de mercado. Arquetipo redondo que dio nuevo impulso a los grandes poderes económicos, dueños ya de un mundo globalizado. Casual no parecía esta coincidencia de las extremas políticas, que aquí se hizo carne en el abrazo entre Alvaro Gómez y Navarro Wolf en la Constituyente del 91. Ni sería puro gesto de liberalidad. Identidad habría en el común desdén hacia el Estado: neoconservadores y marxianos lo tienen por aparato que oprime a la sociedad; por parásito que ceba a una burocracia inútil y sirve en todo caso a camarillas privilegiadas. Ambos preferirían que el Estado simplemente desapareciera. O musitara apenas.

Verdad es que con el entierro del Frente Nacional la Carta del 91 abrió puertas al pluripartidismo. La tutela ha sido mecanismo eficaz de democratización de la justicia. La proclamación de los derechos económicos y sociales de la población hizo honor al Estado social que la Constitución del 36 había entronizado. Pero la del 91 borraba con el codo lo escrito con la mano: en homenaje a la privatización de las funciones públicas y a la libertad de mercados, entre muchas medidas, le retiró al Banco Central todos los fondos de fomento al desarrollo. Si el modelo de mercado reinó sobre el cadáver del Estado intervencionista y redistributivo, tampoco puede decirse que en política hubiera avanzado la democracia. ¿Qué pensarán los dirigentes de izquierda que proponen la Constitución del 91 como programa de gobierno?

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DESPOTISMO DESLUSTRADO

No faltará a quién le ofenda la comparación. Exagerada le parecerá, arbitraria. Pero, guardadas proporciones, ella alude a fenómenos del mismo orden. En su escalada sibilina hacia la dictadura, Uribe se ampara en la aritmética de una supuesta mayoría. También a Hitler lo llevó al poder un movimiento de masas y en él lo mantuvo 12 años. Muchos matices separan a estos dos hombres, claro: si el alemán fue genio del mal, el nuestro será simple aprendiz de caudillo para república bananera. Y, en punto al pueblo, destaca otra diferencia de bulto. Hitler lo usó para legitimarse, pero lo redimió en la crisis de los 30: le dio empleo y elevó su nivel de vida, aunque nunca ocultó su desprecio por las muchedumbres. Uribe, por su parte, halaga la soberanía popular, los voticos, y los envuelve en miel para feriar, de golpe, 200 años de una democracia en construcción. Pero, no bien apoltronado en la silla presidencial, gobierna para los ricos: desdeña el desempleo, ignora a los desplazados y el hambre de 8 millones de miserables que se preguntan cuándo los incluirá este Salvador en su categoría de patria. Uribe convierte al pueblo en trampolín para adjudicarse la torta entera del poder y no soltarla. También Hitler avasalló a su pueblo, pero no le mintió y en algo retribuyó su lealtad. Aquí y allá, dondequiera que impera un megalómano, el argumento de la mayoría le da a su egocracia cariz de democracia.

 Cuando en 1933 Hitler ganó las elecciones, destruyó las instituciones de la democracia liberal. Cerró el Parlamento, maniató a la Justicia, liquidó a la oposición, degradó el voto a puro repentismo plebiscitario y se declaró dictador-salvador de la patria. Montó un Estado policivo cuya consigna fue el asesinato.

Abunda “Mi Lucha”, su autobiografía, en hipérboles que parecerían inspirar cuanto el uribato dice en exaltación del jefe y su Estado de opinión. Veamos. Hitler injuria a los partidos por carecer de “aquella singular y magnética atracción a la cual las muchedumbres responden sólo apremiadas por una fe indiscutible combinada con un fanático brío combativo. (Ellas serán) las murallas vivientes de hombres y mujeres henchidos de amor a la patria y de fanático entusiasmo nacionalista”. El líder es “la suma viviente de todas las almas anónimas que tienden al mismo fin”. Mas éste sólo existe como corolario de una masa homogenizada en un afecto rudimentario y ciego, la adoración del caudillo. Si Hitler afirmaba en la masa su poder, no ocultaba su desprecio hacia ella. Ni inteligencia ni vocación de heroísmo le concedía, condenada como le parecía a obrar siempre por miedo a lo desconocido y a refugiarse en un líder. La autoridad no podía emanar de la mayoría, ni el Estado sucumbir “bajo el peso abrumador del número”.

Acaso a Uribe le parezca menos inelegante presumirse encarnación de la voluntad general, como en su hora el déspota ilustrado creyó encarnar el Estado. Pero hace siglo y medio advirtió Tocqueville  sobre el desenlace que registramos hoy: la tiranía de las mayorías deriva en totalitarismo. Por eso las democracias maduras imponen controles y límites lo mismo al gobernante que a los gobernados.

 A fuer de caudillo,  Uribe va acaparando todo el poder. Así, de golpe, violentando la ética y las leyes, ahora querrá reducir, de golpe, el censo electoral, y alcanzar el umbral que valide su reelección. Despotismo deslustrado el suyo, que una camarilla sin escrúpulos acolita, para configurar un fenómeno inédito en la  historia de Colombia: nunca nadie había concentrado tanto poder en su persona. Ni siquiera el dictador Rojas Pinilla.

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LA ROSCA DE GALILEO

Hay roscas de roscas; y clientelas de clientelas. Una cosa es el clientelismo como medio de integración social y política; otra, la corrupción administrativa que puede aparejar, con su carga de nepotismo y abuso del patrimonio público; y otra, de reciente factura, la colonización del clientelismo por los bandidos y sus amigos, hoy dueños y señores de la tercera parte del Estado.

Otro es, también, el clientelismo que tuvo su cuna en la Antigua Roma y se proyectó a la modernidad en ámbitos inesperados. Tras siglos de tropezones con la magia, la religión, el dogmatismo y los intereses creados, la ciencia ha logrado brillar con luz propia y convertirse en pivote de sociedades deseables. Mas, para lograrlo, los científicos debieron flirtear con príncipes y mecenas en busca de apoyo, de reconocimiento.

Galileo Galilei es paradigma del recurso desesperado al clientelismo, a la etiqueta cortesana de su época, sin la cual hubieran brillado menos los monarcas y la ciencia hubiera retardado largamente su alumbramiento, apabulladada como andaba por las tinieblas. El profesor Guillermo Pineda rescata este perfil del genio que sobrevivió mediante favores y honores de los poderosos, para caer en desgracia al final, a manos de la Inquisición.

Merced al sistema de patronazgo que imperaba, muy joven y sin título fue nombrado profesor de matemáticas, gracias al influyente Guidobaldo del Monte, amigo y protector de su familia. Cargo gris, por sueldo y escalafón, pues la matemática no gozaba entonces del prestigio de la filosofía o de la teología, la reina de las ciencias.

A la búsqueda de coloca menos ingrata, fue a dar a Padua como protegido del notablato local. Allí entronizó Galileo el telescopio en la astronomía, innovación trascendental que lo elevaría al estrellato de la ciencia. Escribe Pineda que, en virtud de la generosa y oportuna donación de su instrumento a la Serenísima República de Venecia, logró el científico una pensión vitalicia. El perfeccionamiento del instrumento y sus descubrimientos le dieron, por contera, una valiosa carta de triunfo que se resolvió en ascenso social y le valió el nombramiento como filósofo y matemático de Cosimo de Medicis, Gran Duque de Toscana.

Los hallazgos de Galileo desmitificaban la perfección idílica que la cosmología escolástica les atribuía a los planetas, comprendida la centralidad indiscutible de la tierra. El descubrimiento de los satélites de Júpiter, tan semejantes a un sistema solar en miniatura, le significó a Galileo fortuna y reconocimiento pleno. Sobre todo cuando se le ocurrió bautizarlos como Astros Medíceos, en honor de su protector, el Medici, que acababa de ascender al trono de Florencia.

Bien librado salió Galileo de la primera acusación de herejía que la Inquisición le formuló en 1616, gracias a los buenos oficios del Cadenal Barberini, recién elegido Papa. Esta vez se salvó de la hoguera. En adelante, moderaría su lenguaje copernicano y, bien afirmado en la tierra, tendría el buen sentido de dedicar su última obra al Soberano Pontífice. Pero después, en 1632, a la compilación final, el Papa montó en cólera porque Galileo había puesto en boca de su más deslucido personaje la defensa del pensamiento escolástico. Juzgado y condenado de antemano por el Santo Oficio, en prisión perpetua completó Galileo su obra: sentó las bases de la mecánica, que Newton convertiría, por fin, en el sistema heliocéntrico, hito de la ciencia moderna.

Algo va de este antihéroe, granito de arena en la historia de la ciencia, a los superhéroes de dudosas credenciales que pueblan nuestras oficinas públicas en doce departamentos; y a la chalanería del paso-fino que recibe las preseas de la Cultura y no sabe si echárselas al cuello, montar negocio con ellas, o colgárselas al caballo.

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EL CLIENTELÍSMO AYER Y HOY

Al calor del clientelismo armado se formaron nuestros partidos en el siglo XIX. Entonces los hacendados lucían charreteras y subordinaban a la peonada tendiéndole una mano paternal mientras le apretaban el cuello con la otra. Los labriegos de aquellos ubérrimos y sus familias obraban a la vez como fuerza laboral, cauda electoral y contingente armado para librar las guerras del patrón que así afirmaba su hegemonía en provincia y apuntaba al poder del Estado central.

Ahora los señores de la guerra, en alianza con políticos y narcotraficantes, rescataron de sus cenizas el modelo. Si en estas elecciones no exhibieron sus fierros y permitieron que las FARC monopolizaran el asesinato de candidatos, no fue por un acto de contrición. Es que ya no lo necesitaban. Dueños del poder en la tercera parte del país, de los contratos oficiales y los fondos públicos, dueños del miedo de las gentes, les bastaba consolidar con votos comprados o arrancados mediante amenazas las posiciones conquistadas por las armas; máxime si sabían que los cinco mil hombres que se han rearmado de los paras desmovilizados configuran una retaguardia bien avisada y atenta al negocio de la droga y al de la política.

La involución al siglo XIX que presenciamos hoy tiende un manto de olvido sobre la evolución del clientelismo en el siglo XX. Este recogió de sus entrañas las relaciones de lealtad, el sentido de reciprocidad que animaba el intercambio de favores entre patronos y clientes. Suministraban aquéllos los servicios que el Estado por ineficiencia no prestaba o prestaba mal, y los segundos aportaban su voto. Lejos se estaba de las democracias liberales que acompañaban a los capitalismos de Occidente. Y de los populismos redistributivos  de América Latina. El clientelismo fue nuestro modelo político. Mecanismo eficiente de integración a la política, de cooptación del descontento, de cierta promoción social y reconocimiento cultural en un país que mezquina el ascenso de los menos pudientes.

Con el desarrollo económico y el Frente Nacional, el clientelismo de lealtades políticas y personales se vio suplantado por un espíritu pragmático y utilitario que empezó a emparejar a jefes con “tenientes” políticos de barrio. Conforme ganaban éstos independencia  frente a sus superiores en la pirámide clientelista, perdía eficacia la cooptación como medio para apaciguar a los rivales. Ascendieron los tenientes a capitanes y, luego, a coroneles. Dueños ya de su propio electorado, podían negociar posiciones de poder con el notablato local o con el mejor postor. Naufragaban las lealtades de partido y se esfumaba, así, el factor que le daba al clientelismo estructura y permanencia. La fusión de los partidos  en los sucesivos gobiernos del Frente Nacional borró las fronteras que los separaban, lo que alegró la feria de deslealtades políticas, entronizó la filosofía del sálvese quien pueda en el mercado electoral,  y comenzó a sacar la cabeza el principio de limitar la corrupción a sus justas proporciones. El eclipse de las jefaturas naturales marcaría el principio del fin de los partidos políticos.

Con el individualismo “moderno” que inspiró la Carta de 1991; con su crítica aristocratizante del clientelismo, de la clase política y la democracia representativa; con su exaltación de la democracia directa que en nuestro caso no podía resultar sino refrendaria; con su demagogia descentralizadora  que asignó recursos a las regiones pero descuidó el control central de los mismos, los partidos se atomizaron, entraron en agonía y el clientelismo derivó en veleta de los nuevos vientos que soplaban. Dejó de ser eje de partidos, canal de ascenso social y de rotación de elites políticas. El narcotráfico y las mafias lo colonizaron, para convertirlo en plataforma de asalto de la economía y la política local, regional y nacional. Fue subsidiario del poder  militar de nuevas elites, que no pecan por nuevas, sino por gestarse lo mismo en la compra de votos que en el fraude electoral o el asesinato en masa.

Seguimos a la espera de que el presidente Uribe rechace de viva voz y con la pasión que le es propia, no ya los cincuenta votos comprados que quiso endilgarle a Samuel Moreno, sino los varios millones de votos con los que el nuevo clientelismo armado ha contribuido a llevarlo dos veces al solio de Bolívar.

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