El centro, un milagro

Sí, es milagro la configuración de una mayoría de centro en esta democracia estrangulada por fuerzas retardatarias que perduran en estado puro o se reeditan al capricho de los tiempos. Heridas reabiertas que supuran y ya hieden en el tercer mandato del uribismo, son recuerdo viviente de la Violencia afilada por la jerarquía católica, de la Guerra Fría, de las guerrillas marxistas y el paramilitarismo, de la religión neoliberal. De todos los fanatismos, que se resolvieron en extremismo político.

A la cabeza de aquellas fuerzas, la violencia entre partidos restaurada para ahogar en sangre las reformas liberales  –Estado y educación laicas, reforma agraria– que triunfaban por doquier y en Colombia intentó López Pumarejo. Hoy se extermina a todo un partido político, la UP; se asesina a los líderes del pueblo que reclaman tierras; se conspira con proyectos contra la libertad de pensamiento; se violenta la vida privada, y se enarbola la maltrecha bandera de la familia patriarcal como modelo único en la abigarrada diversidad de nuestra sociedad. Ángel de la guarda de los promotores de aquella contienda, la hipocresía de algunos obispos y cardenales engalanó como mandato divino su incitación a la violencia política y doméstica. Hoy renace en su voto contra la paz, en el ominoso bozal que impusieron al padre Llano, eminente pensador, por humanizar la figura de Jesús.

Cocinada al calor de la Guerra Fría, la doctrina de seguridad nacional convirtió en enemigo interno al contradictor político: pudo ser objetivo militar el liberal-comunista, como hoy lo sería el opositor señalado de guerrillero vestido de civil. A su vera, el paramilitarismo legalizado por los manuales militares de contrainsurgencia desde 1969, hasta su apoteosis en las Convivir del CD. Por su parte, las guerrillas marxistas invadieron el espacio de la alternativa democrática y legitimaron la tenaza iliberal de una dictablanda que no necesitó del golpe militar para acorralar a la oposición y al movimiento social. La desmovilización de las Farc y su compromiso con la paz dejarían sin bandera (sin el enemigo necesario) a la derecha guerrerista. De allí que se despeluque ella todos los días por volver a la guerra.

Por fin, a esta dinámica autocrática contribuyó en los últimos 30 años la tiranía del pensamiento único en economía: la religión neoliberal que emana en densas ondas desde la más refinada academia y desde los órganos del Estado que trazan la política económica y social. Todos los Carrasquilla en acción.

Todo el conservadurismo en acción contra el Centro político que reclama paz, respeto a los derechos civiles y políticos, genuina democracia liberal en Estado de derecho, capitalismo social garantizado por un Estado que controla los abusos del mercado y redistribuye beneficios del desarrollo. En acción contra este Centro (53% de los colombianos, según Invamer) que amenaza coligarse para ganar la presidencia y una mayoría parlamentaria.

Suculento plato electoral que quieren las extremas asaltar: el presidente, flamante miembro del eje Trump-Duque-Bolsonaro, se declara de “extremo centro”. Y meterá cuchara Uribe, verdugo de la paz, el de los “buenos muertos”, el de las “masacres con sentido social”. Más radical por la ferocidad del lenguaje y por la arbitrariedad de sus antojos que por su programa de reformas, Petro niega la existencia del Centro. Porque sí.

No puede tenerse por tibio a quien demanda democracia y equidad en un país que se sacude a girones la violencia ancestral contra todo el que se sitúe por fuera de la secta en el poder. Probado está: en este edén de águilas y tiburones cualquier desliz reformista puede costar la vida. Por eso la existencia del centro es un milagro.

Coda. Esta columna reaparecerá en enero. Feliz navidad y salud a los amables lectores.

 

 

 

 

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Farc: ¿odio mortal a la crítica de Bejarano?

Uno fue el hijo de Laureano que instigó el bombardeo de “repúblicas independientes” de campesinos que por eso derivaron en insurgentes y, otro, el Álvaro Gómez amigo de la paz que 35 años después murió asesinado por aquellos. Unas fueron las Farc que le cobraron con la vida a Jesús Antonio Bejarano  sus diferencias ideológicas y, otras, las que 17 años después tuvieron el coraje de desmovilizarse, entregar las armas, allanarse a la democracia y protagonizar acto supremo de acatamiento al Acuerdo de Paz: confesarse responsables de aquellas atrocidades.

Ahora tendrá la Farc que honrar su metamorfosis, documentando, para empezar, el asesinato del negociador de paz con la Coordinadora guerrillera en Caracas y Tlaxcala en 1991-92. Este homicidio es pieza vergonzosa en nuestra historia nacional de la infamia, aupada a un tiempo por dos sectarismos: el de la tradición que dirime a bala las diferencias de ideas, imperecedero en Colombia, y el importado de rivalidades entre los centros del comunismo internacional que se disputaba entonces espacios en el mundo universitario. Todos los fascismos al mando: el de la acción intrépida y el atentado personal, y el del estalinismo.

Alfonso Cano, contradictor de Bejarano mientras fueron estudiantes en la Universidad Nacional, le cobró siempre al académico el fracaso de aquellos diálogos de paz. Ya había exhibido hacia él un “odio profundo” que impactó al senador Iván Marulanda, según relató en Semana en vivo, cuando éste se desplazó en comisión con otros constituyentes a la selva para trasladar a Caracas al que sería negociador principal por las Farc. Acaso el empeño de Bejarano en aterrizar los diálogos sobre la prosaica realidad pulverizaba la fantasiosa megalomanía de las guerrillas, y destapaba el juego de buscar de palabra la paz sin abandonar el íntimo propósito de continuar la lucha armada: el diálogo concebido como táctica de una estrategia de guerra. ¿Ahondaría tal franqueza el rencor que condujo a su asesinato?

En su libro Una agenda para la paz, destaca el Consejero el desencuentro de propósitos entre las partes. Si para el Gobierno se trataba de superar el conflicto, de lograr la desmovilización de la guerrilla, ésta apuntaba a “la superación de los problemas del país”. Se erigía ella, así, en vocera gratuita de las reivindicaciones del pueblo. Las demandas de participación civil, escribe el autor, “suelen venir de minorías poco representativas y marginales” que creen encontrar en el proceso de paz el espacio que no conquistaron en 40 años de lucha armada. A diferencia del FMLN de El Salvador, que había logrado empate militar, social y político con el establecimiento, nuestras guerrillas representaban limitadísimos intereses sociales. Pero pretendían igualarse a aquel Frente que, vanguardia de amplias organizaciones de masas, pudo negociar de tú a tú con el gobierno de ese país.

De otra parte, por ahorrarse explicaciones de ética y política ante el mundo sobre sus prácticas de secuestro, extorsión y narcotráfico, boicoteaban la mediación internacional en la negociación. Y, negando  confidencialidad al proceso, lo convirtieron en espectáculo de protagonismo y propaganda. Desacuerdos en delimitación territorial de los alzados, cese el fuego y tregua bilateral que tal vez querrían traicionar –como sucedió con la tregua de Betancur–, dieron al proceso su estocada final.

En este libro criticó el intelectual la tozudez de las guerrillas, causa medular  del naufragio del proceso de paz. Hoy sería referente insoslayable en el esperado esclarecimiento del crimen; una salvajada que evoca el rugido de la falange franquista contra don Miguel de Unamuno, rector de la universidad de Salamanca: “¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!”.

 

 

 

 

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Íngrid y Farc: el camino es la verdad

Pocos testimonios habrán conmocionado el alma de los colombianos como el de Íngrid Betancur sobre su secuestro de casi siete años por las Farc. Y pocas revelaciones habrán sacudido tanto al país como esta de que la cúpula de aquella exguerrilla se asume responsable de los asesinatos de Álvaro Gómez, el excomisionado de paz Jesús Antonio Bejarano y el General Landazábal. Si la mentira –había dicho Ingrid– es el escudo de los poderosos y de los violentos para escribir la historia oficial, la verdad es el camino de la paz. No bien concluyó su exposición ante la Comisión de la Verdad, cuando el secretariado del nuevo partido reconoció su crimen y le pidió perdón. Tres días después, se comprometió aquel con la JEP a ofrecer verdad, esclarecer los hechos y asumir de antemano su responsabilidad en el homicidio del dirigente conservador. Si así fuere, estarían las Farc provocando un huracán en el país que parecía precipitarse al abismo del autoritarismo y la violencia: un paso de gigante hacia la conquista de la verdad y de la paz.

Las víctimas merecen la verdad. Y también cantan la suya, hasta generar resultados inesperados. Para Íngrid, el secuestro es un asesinato, una muerte lenta sin fecha de vencimiento. No termina con la liberación, pues expropia la identidad, descuartiza la dignidad, anula al ser humano y cambia la genética del que fue para trocarlo en otro. El peso del secuestro en el secuestrado es invencible: lo arroja al vacío donde él se pierde, olvida quién es y después luchará toda la vida por  recomponer su ser. El daño es irreparable. El secuestro es el peor de  los crímenes porque los incluye a todos y para siempre.

Y un sufrimiento se erige por encima de todos los demás: la mentira. La mentira para maquillar los hechos y la mentira por omisión. La que oculta el nombre de los homicidas y condena a miles de familias a la desesperación en su estéril búsqueda de responsables.

En su emplazamiento a las Farc, señalaba Ingrid que la aproximación a la conciencia de lo hecho, de lo injustificable, pasaba por la negación. Mas todos los abusos legitimados en la ficción de la lucha por el pueblo se derrumbaban ante la incapacidad para reconocer siquiera la propia verdad. Y el miedo, ay, el miedo de las Farc a bajarse de un pedestal confeccionado de falsos heroísmos,  pues esa guerrilla llevaba décadas controlando su mundo, imponiendo su ley,  contando la historia como ella la quería contar. Ahora podía también mostrarse como el héroe generoso que concede la paz.

Enhorabuena, agregaría, si también ellos hacen el recorrido que a todos se nos impone: escoger quiénes quieren ser en el espacio de país que se ha creado con la paz. Si tienen el coraje para mirarse de frente, sin darse justificaciones, para mirar con asco lo hecho y no querer repetirlo. Arrepentirse. Acercarse con humildad, con dulzura de corazón a los colombianos. Sólo cuando ellos puedan llorar con nosotros se derrumbarán todos los muros que se les interponen. Y se abrirá un verdadero horizonte de paz.

Su admonición pareció precipitar una decisión largamente madurada que sorprendió al país: reconocerse autores de los homicidios señalados. Escribieron en su misiva a la JEP: “Honrando nuestro compromiso con la construcción de una sociedad más justa fundada sobre los cimientos de la verdad, hemos decidido esclarecer los hechos y las razones del homicidio de Álvaro Gómez Hurtado”. Colombia espera que honren su palabra.

Que honren la verdad todos los actores de la guerra: el ELN, la verdad de sus  secuestros; los paras,  la verdad de sus masacres; comandantes de brigada del Ejército, la verdad sobre los “falsos positivos”. Y los empresarios que financiaron a paramilitares para lucrarse de la guerra, ¿qué dirán?

 

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La hora del centro-izquierda

Pocos momentos como éste, tan exigente en definiciones políticas, ha enfrentado Colombia. La catástrofe social y económica que estrangula a millones de familias sin ingresos, sin empleo, sin compasión del gobierno que convirtió la pandemia en negocio de banqueros, acelera la recomposición del cuadro político que surgió con la firma de la paz. El caleidoscopio ideológico que ha florecido en estos años tiende a converger en dos tendencias gruesas. Una, de derecha impenitente, viuda del enemigo armado que por antinomia marcó su identidad; viuda ahora también de jefe, amenaza con despeñarse cuesta abajo. Otra, de centro-izquierda, toma la iniciativa en la tragedia y dibuja un horizonte de cambio.

Mientras descuella la derecha en el poder por su ineptitud para sortear la crisis y perseverar en el modelo que redobló el daño de la pandemia, abunda su contraparte en propuestas para la emergencia, los ojos puestos en un cambio estructural. Menos punzante sería el sufrimiento –y la rabia en ciernes– si  hubiera sido Duque menos avaro y tardo con las masas de víctimas acosadas por el hambre. A anatema le saben las iniciativas de la oposición ampliada: renta básica por seis meses para los más necesitados; plan de choque para crear empleo; impuesto por una vez a los grandes patrimonios, en reciprocidad por las gabelas tributarias recibidas. Y, a mediano plazo, reforma tributaria progresiva para financiar aquella renta y el derecho real a salud y educación para todos, garantizado por el Estado; reforma rural; protección del ambiente; pasos decididos hacia la industrialización perdida y el pleno empleo. Y, claro, un pacto nacional actuante contra la corrupción, por la verdad, la democracia y la paz. Incapaz de soluciones, encogido en su espíritu de secta, prisionero del  notablato que lo rodea, ¿cómo responderá Duque a la protesta callejera que se avecina?

A la par de aquel movimiento de fuerzas, ellas cambian. Derecha e izquierda no son las mismas del pasado. La primera es cada vez menos el tronante buldózer de la Seguridad Democrática en manos del bravucón de la comarca, si bien cientos de sus prosélitos amenazan hoy de muerte al senador Iván Cepeda y, por este camino esperan amedrentar a los magistrados de la Corte. Peligrosa patada de ahogado que el senador Uribe no desautorizará, y que aspira a perpetuar el modo de prevalecer por la violencia. La tara persiste, pero ya desdibujada sin remedio por saturación en la opinión y por el prontuario del caudillo.

Tampoco la izquierda es la misma. Con la desmovilización de las Farc, desapareció la paradoja de Charles Bergquist según la cual Colombia exhibía la izquierda más débil y, a la vez, la guerrilla marxista más fuerte del hemisferio. Para que la izquierda legal y democrática pudiera respirar, digo yo, fue preciso  sacudirse el yugo de aquellos déspotas vociferantes que desconceptuaban, fusil en mano, a todo inconforme que no empuñara las armas. Y al lado de la jerarquía Católica, los partidos tradicionales: cohesionadores que fueron de la sociedad, oscilaron entre la ley y la violencia para prevalecer durante siglo y medio, pero entraron en barrena. Disidentes de toda laya –del centro, de la izquierda– disputan sus espacios electorales y llevan la iniciativa programática. Hace un año le propinaron a la derecha una colosal derrota electoral.

El acercamiento al centro político ha disuelto prejuicios en ambas partes. Urge ahora convertir afinidades en programa común de una coalición de corte socialdemócrata para las elecciones de 2022 y el gobierno que les siga. Acaba de revelar Invamer que la intención de voto sumada por Petro, Fajardo y De la Calle alcanzaría el 65% de sufragios. Es la hora del centro-izquierda.

 

 

 

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Apologistas y detractores de la lucha armada

 No es la censura de siempre a quienes se alzaron en armas; es cuestionamiento a los intelectuales que movieron las ideas y el imaginario de la revolución violenta: unos, dando la cara y hasta portando el fusil; otros, solapando en el idealismo su bendición a una guerra infame. Avanzada de políticos, curas y académicos que nunca respondieron por su contribución a la violencia ni aventuran todavía una autocrítica. Y ante ellos, los “profetas”, que blandieron su discrepancia aún con sacrificio de la propia vida: Jaime Arenas, decenas de obispos y sacerdotes, a los que sumamos guerrilleros ajusticiados por la enfermiza vanidad de Fabio Vásquez, jefe del ELN; Replanteamiento, la CRS. Y, claro, Ricardo Lara, cofundador y segundo al mando de esa guerrilla, asesinado  por renunciar a ella. La crítica hecha carne y martirio.

Sin adjetivar ni especular, mediante rigurosa asociación de los hechos con la teoría política que los propulsó, sorprende Iván Garzón Vallejo con un libro que confronta a buena parte de la izquierda en este país: Rebeldes, románticos y profetas. Cuestiona en él la ideología justificatoria de la lucha armada como único camino posible del cambio. Y el toque mágico de la religión en la política, acusado en el ELN y, en otras guerrillas, menos ostentoso. En su apresurada asimilación de nuestra quebradiza democracia a las dictaduras del Cono Sur, se creyeron estos aventureros condenados al heroísmo. Otra vez la guerra santa de la violencia liberal-conservadora acicateada, se diría, por el dogma comunista de Stalin-dios para las Farc, de Mao-dios para el EPL, del Che y Fidel-dioses para el ELN, de sandinistas y tupamaros-dioses para el M-19. Al blasón de la espada y la cruz sumaron el de la hoz y el martillo.

Epopeya enana, diré aquí, fue la infancia de las guerrillas. Mas, con el advenimiento del narcotráfico se enriquecieron ellas, se expandieron y emularon al enemigo en vejámenes de guerra sucia. De héroes infantilizados pasaron a mafiosos disfrazados de insurgentes. La pasión revolucionaria que florecía en esta atmósfera de subversión político-religiosa bebió de la Teología de la Liberación, señala el autor. Terminaron por prevalecer la fe y la lealtad sobre sobre la duda y la crítica. Si les faltara un mártir, Fabio Vásquez se encargaría de crearlo, precipitando la muerte en combate de Camilo, el cura guerrillero.

El marxismo es una religión política, recava nuestro autor, y en su diálogo con el cristianismo convergieron no pocos sacerdotes. Fueron los rebeldes y los románticos. Mientras sacralizaron éstos la violencia y pregonaron la ruptura, los profetas criticaron y predicaron la reforma, viable en la democracia existente, por vacíos que tuviera. Parte de nuestra tragedia –apunta– se explica porque con marcada frecuencia sectores de derecha invocaron el “sagrado derecho a defenderse” y sectores de izquierda, el derecho de rebelión y la guerra justa de Santo Tomás. Ambos encontraron así justificación moral e intelectual para la violencia política. El Concilio Vaticano II y el Celam de Medellín en 1968, en su empeño por modernizar la Iglesia, indujeron la ruptura. Unos se refugiaron en su intransigencia doctrinal, otros abrazaron la utopía armada.

“Por poner (los rebeldes) en primer plano sus ideales, no tuvieron conciencia de las potencias diabólicas que estaban en juego. Honraron la ética de la convicción, pero no la ética de la responsabilidad”, concluye Garzón. Ya  hace años clamara Jorge Orlando Melo porque las Farc reconocieran el error histórico de haberse lanzado a la guerra. De hacerlo guerrillas y Estado,  crearían el hecho político indispensable para alcanzar la paz. Dígalo, si no, la potente obra de Iván Garzón.

 

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