Los hilos de la mordaza

Pelando todo el cobre, sorprende este Gobierno cada día con alguna iniciativa para llevar el pensamiento libre al paredón. Ya apunta contra la libertad de prensa; ya contra la libertad de cátedra y la pluralidad de miras en historia, en memoria, en sociedad; ya instala Torquemadas en tu biblioteca y en tu alcoba; ya entrampa la libre profesión de ideas políticas en una telaraña de informantes (¿cuántos armados?), a manera de policía política, cuyos 800.000 miembros son apenas el huevo de un aparato en expansión,  probado ya. Pan comido en los gobiernos fascistas y comunistas, son bípedos erguidos a un tiempo sobre la violencia física y la violencia ideológica. Y éstas sostienen los regímenes de fuerza para que prevalezca el pensamiento del jefe, por simple eliminación de toda disensión. Aplanada por la propaganda hasta reducirse a groseras simplificaciones y mentiras, su ideología deriva en dogma afilado para la acción intrépida, profiláctica, que Stalin, Hitler, Mussolini, Fidel, Maduro, Bolsonaro y Trump esgrimieron a su paso por el poder. Lo terrible es que el modelo pega con naturalidad en esta Colombia acostumbrada a dirimir  diferencias a puño limpio. O a bala.

En seis meses se ha tejido aquí un dechado de esperpentos. Mientras se amenaza a periodistas independientes, se quiere estrangular a Noticias UNO  y se lanza proyecto de vigilancia oficial y censura de prensa, un plumífero le cuelga desde su poder una lápida a la columnista Ana Cristina Restrepo: la sindica de oficiar como activista política de las Farc. Para embolatar las memorias de la guerra, se nombra director de la entidad encargada a un amigo de responsables del horror que necesitan escurrírsele a la verdad y a la justicia. Ahora se escribirá una historia oficial contra el terrorismo, látigo de la democracia ejemplar que aquellos representan. En esta cruzada envolvente contra el pluralismo y la libertad de pensamiento no podía faltar la incursión en la moral privada. Cursa proyecto para crear un Ministerio de la Familia (nuclear), no de la gran diversidad de familias existente, dizque para proteger su moral, armonía y funcionalidad. El ente activará programas de formación ética y rehabilitación espiritual y formulará denuncias penales para salvar a la familia y a los niños.

Se radicó proyecto que sanciona también, aun penalmente, a educadores  que hagan en las aulas proselitismo político, “que inciten a discusiones políticas” o influyan en la ideología política de los estudiantes. ¿Cómo enseñar historia si el registro de los hechos, de sus protagonistas e ideas, remite al azaroso movimiento del poder? ¿Y las mil disputas que lo rodean no son, precisamente, la política? Y para justipreciarlas, ¿no se impone la libre evaluación de todas las versiones? Esta sicopatía de querer salvar a la juventud de la aventura de pensar por neurona propia sacrifica su derecho a la educación: a explorar, a razonar, a comparar, a imaginar, a criticar, a hablar de política.

Proyecto éste para un Estado confesional, constriñe la libertad y es idéntico al del filofascista Bolsonaro, cuyo ministro de educación suspira por preservar con él la familia, la religión, la ciudadanía, el patriotismo. El Gobierno de Duque ha adoptado el mismo tono inquisitorial para idéntico principio de censura que ya Monseñor Builes respiraba en 1945, aunque sólo en materia de religión: denostaba el prelado “la corrupción de las mentes por las doctrinas erróneas”, la masonería y el comunismo. Educar en todas las religiones, escribe, es “moldear a la juventud en troqueles de impiedad […] como si las religiones falsas basadas en el error tuvieran derechos…”.

He aquí, apenas entresacados, hilos de la mordaza que el extremismo de derechas ha vuelto a tejer. Menos fácil le será imponerla que jugarse, como se juega, una invasión militar a Venezuela.

 

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La Internacional Socialdemócrata

Conforme el neoliberalismo ensancha desigualdades hasta la obscenidad, florece en el mundo su corolario político: gobiernos de derecha, satrapías comprendidas como las de Erdogan, Bolsonaro y Trump (con su rendido ayudante de cámara, el presidente Duque). Pero a este edén de los tribillonarios sustentado en regímenes de dios, patria y bayoneta le ha salido su contrapartida: una socialdemocracia preparada para los desafíos del mundo postindustrial y afincada en lo suyo, el principio de solidaridad en lugar de la avara, humillante caridad. ADN del capitalismo social que se instauró en Europa tras la guerra y en EE.UU. con el New Deal. Mas vendría en los 80 el modelo de Estado eunuco y mercado sin control a cercenar cuatro décadas de prosperidad como el occidente industrializado no viera jamás.
Años lleva la contrapropuesta madurando como respuesta global a la dominación sin fronteras de la banca mundial, y lanzada ahora a tres manos por Bernie Sanders, dirigente del Partido Demócrata remozado hacia la izquierda; Jeremy Corbyn, líder del Partido Laborista inglés que recupera al sindicalismo y podría volver al poder, y Yanis Varoufakis, adalid de la rebelión griega contra las políticas de choque de la banca multilateral. A su lado, el movimiento Primavera Europea, pone también el dedo en la llaga de la desigualdad, para reclamar equidad y democracia. Tienden ellos lazos entre la tradición socialdemócrata con su Estado de bienestar y la herencia del New Deal con su programa de acción económica desde el poder público. Se comprobó entonces que la economía no se corrige sola, y, ahora, que tampoco cabe redistribución de la riqueza por goteo.

Y es que la desigualdad no es cosa baladí. Según Oxfam, sólo 26 personas acumulan más dinero en el mundo que los 3.800 millones de personas más pobres. Media humanidad. Y la riqueza de aquella minoría crece a ritmo endemoniado, mientras baja sin pausa el poder adquisitivo de los más. Porque se mezquinó la inversión pública en salud, educación y seguridad social, se eliminó el impuesto progresivo, cundió la corrupción en las altas esferas y el Estado dejó de controlar los mercados. Desigualdad hay por falta de bienes y servicios básicos y por concentración del ingreso y la riqueza.

Contra todo lo esperado, con Sanders renace en EE.UU. el viejo socialismo, pero tocado del intervencionismo de Roosevelt y del Estado de bienestar escandinavo: redistribución, sí, y regulación de la economía, pero con respeto de la libre empresa. Al igual que Corbyn y Varoufakis, propone devolverle su poder al sindicalismo, renacionalizar los servicios públicos y universalizar salud y educación gratuitas. Fustiga Sanders la paradoja de que los beneficios empresariales crezcan mientras se comprimen los salarios, desaparece la clase media y aumenta la brecha entre los ricos y el resto de la sociedad. Corbyn, por su parte, ataca los recortes a la inversión social y, con el griego, las draconianas políticas de austeridad que golpean a la sociedad.

Peligrosa debe de resultarle esta alianza al modelo de mercado, pues su propuesta es reformista, se ha llevado ya a la práctica y queda al alcance de la mano. Es viable. Apunta a cambios de fondo, pero dentro del sistema capitalista. No propone una revolución burguesa para dar al traste con el sistema feudal; ni una revolución proletaria contra el sistema capitalista. Reforma el régimen, no el sistema, con transformaciones de beneficio común que salvan, sin embargo, al capitalismo de su propia incontinencia: lo hizo el New Deal, lo hizo el Estado de bienestar. ¿En qué consistirá el “pacto por la equidad” que el presidente le propone a Colombia si no menciona siquiera la afrentosa concentración del ingreso y la riqueza, baluarte del neoliberalismo que aquí se mima y reverencia?

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Seguridad: ¿con soplones y civiles en armas?

No sorprende, pero verlo confirmado en hechos, dispara las alarmas; o al menos suscita preguntas nacidas del miedo a lo conocido: ¿volverán los horrores de la seguridad democrática? Con sus redes de cooperantes y el estamento ganadero en armas, místicos todos de la fe que niega el conflicto armado y lo reduce a amenaza terrorista, ¿se inicia otra escalada de la guerra? También la nueva norma de seguridad crea su red de informantes para alertar sobre “situaciones que los ciudadanos consideren potencialmente peligrosas”. En el Gobierno de Uribe resultaba peligroso, por definición, quien no hincaba la rodilla ante el caudillo o reclamaba algún derecho o, si togado, juzgaba en derecho. Entonces convergieron los sectores más reaccionarios del campo para perseguir y aún apretar el gatillo contra ellos; o para mandarlo apretar desde las Convivir, refugio que fueron de paramilitares a cuyo amparo acaecieron el despojo y el desplazamiento en masa. ¿Hoy se recompone aquel modelo de seguridad?

Saca sus uñas la guerra, mientras el Gobierno y su partido van liquidando los instrumentos de paz. Como la JEP, en capilla mientras el presidente decide si objeta la ley que la reglamenta o la cercena hasta dejarla manca. Por su parte, Rafael Guarín asegura que el Gobierno no quiere armar a nadie sino, al contrario, desarmar. Será retórica, pues el copresidente Uribe viene de avivar la presión de los ganaderos del Cesar para rearmarse. Y su palabra es la ley. Bloque de acero interpuesto además al primer amago de controlar las dinámicas perversas de la Red –si lo hubiera–. O de justipreciar el peligro de entregar tareas de inteligencia y seguridad a particulares. O de medir el riego de repetir “errores” del pasado. Casos al canto, las detenciones masivas y sin pruebas de ciudadanos inermes; y la abominación de los falsos positivos. Todo lo cual apunta a sabotear las reformas que la paz conlleva.

Dos innovaciones trae la nueva política: primero, eleva la protección del agua, la biodiversidad y el medio ambiente a problema de seguridad nacional, por tratarse de preciados bienes estratégicos. Enhorabuena. Segundo, monta una inmensa plataforma tecnológica al servicio de la Red de informantes. Para bien o para mal, esta será infinitamente más eficaz que la de Uribe. Establecerán ellos contacto anónimo con el Ejército y en el primer año serán un millón, prestos a señalar ciudadanos “potencialmente peligrosos”.

Espectro tan amplio e indeterminado dará para cualquier cosa: para prevenir un asalto a la Caja Agraria o el linchamiento de un atracador; pero también para señalar a líderes sociales como potencialmente peligrosos, terroristas, e inducir su asesinato. O la ejecución de miles de jóvenes potencialmente peligrosos porque no andarán cogiendo café, y estirar con ellos la lista de los 10.000 falsos positivos. Es que el anonimato podrá amparar desde abusos y cobardías y venganzas, hasta el linchamiento político originado en sospechas de algún ardoroso vengador que quiere hacer justicia por mano propia. Especulo, sí, pero desde un referente poderoso: es ésta una experiencia ya vivida cuyo mentor recompone ahora con los trazos inconfundibles de su mano de hierro y corazón de hielo. Ojalá me equivoque.

Mas, así formulada, esta política de seguridad desafía al Estado de derecho y al país que busca la paz por medio de la democracia. Desarmando a la sociedad civil, no armándola. Ni cooptando a la ciudadanía en un ciclópeo aparato de espionaje, copia fiel de los comités de defensa de la revolución cubana. La gobernabilidad del presidente no depende sólo de la mermelada que derrame sobre la manzanilla. Ahora depende, sobre todo, del respeto que le profese al movimiento social, activo inconforme contra un modelo de seguridad que no podrá pelechar sino en la guerra.

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Acoso sexual

Colombia, país campeón en feminicidio, registra tres casos de abuso sexual por hora, y 97 por ciento de impunidad en los denunciados. Pandemia desbocada, no perdona clase social, edad ni estatus de poder. De idéntica calaña, lo mismo abusa y viola el habitante de calle que el encumbrado hombre público ―hasta la cima del Estado― doblemente expuesto al escrutinio de la sociedad sobre su vida privada por encarnar la dignidad del liderazgo que se le confía. El concejal y aspirante a Alcalde de Bogotá Hollman Morris carga con demanda penal de su esposa, Patricia Casas, por delitos de violencia intrafamiliar que al parecer ofenden el más primario sentido de decencia. A su querella se suman ahora denuncias de tres víctimas de acoso sexual.

“Doy fe de que Hollman Morris sí ha acosado sexualmente a una mujer. La víctima fui yo”. Esto escribió María Antonia García de la Torre en su columna de El Tiempo el 1 de febrero, pese al difícil proceso que debió surtir para hablar, venciendo “el miedo a represalias que me paralizaba”. Ante la denuncia de su esposa, no podía seguir callando. Hace 8 años, dice, trabajaba ella en el periódico El Mundo (de Madrid). Como preparaba un artículo sobre el documental Impunity de Morris, se reunió con él para hablar sobre el tema, pero inopinadamente “me agarró a la fuerza, me manoseó y me besó en la boca. Mi reacción fue de asco y sorpresa y lo separé de mí como pude”. Conocidos de Morris presenciaron la escena. Decidió irse de inmediato, pero antes de salir “me besó otra vez por la fuerza. Hoy hablo de ese humillante episodio”, escribe, “en un país donde muchos hombres que se consideran de izquierda todavía se comportan y piensan como hombres de la más rancia derecha patriarcal”. En entrevista de Vicky Dávila por la W, admitiría Morris el 24 de enero la veracidad de esta denuncia.

Viene a la memoria la columna de opinión de García de la Torre sobre el tema, publicado hace un año en el New York Times, a raíz de la denuncia de violación de Claudia Morales por “Él”, intocable cuyo nombre se reservaba ella el derecho de callar. Por su aporte a la comprensión del fenómeno, me permito glosarlo aquí, a la letra: Un dedo en la boca ―símbolo universal del silencio― fue lo único que necesitó el violador de Claudia Morales para que no lo denunciara. Morales escribió que había sido abusada sexualmente por un antiguo jefe. No dio su nombre. Desde ese momento, ha promovido ella el silencio como refugio frente a las leyes colombianas, incapaces de lidiar con la violencia de género y el acoso.

Denunciar a un violador en países machistas como Colombia, sostiene García, condena a la víctima al ostracismo. El silencio se convierte en única defensa de las mujeres atacadas. Pero esta estrategia debe cambiar. El debate público ha de dirigirse a la administración de justicia, pues su inoperancia condena a mujeres por legiones. Mujeres que han soportado el dolor del abuso con estoicismo, como si no nombrar el mal lo erradicara. Mas, quien calla les otorga poder a jefes, maridos, taxistas que abusan de ellas amparados en la impunidad. El abuso sexual se alimenta del miedo femenino a denunciarlo.

Es hora de desenmascarar, en particular, a personajes públicos como Morris, que atropellan porque monopolizan injustamente el doble poder que reciben de la cultura y de la política. Es hora de exigirles un sentido ético en su esfera privada, indisociable de su rol público, como se hace de oficio con políticos en EE.UU. Es hora de respaldar a Juliana Pungiluppi, directora del ICBF, en su empeño por aplicar sin concesiones la ley contra el abuso sexual de niñas, niños y adolescentes, víctimas de sus propios familiares y vecinos. A sabiendas de que no basta con fortalecer la justicia. Tendrá que obrar también la corresponsabilidad de las instituciones del Estado y de la sociedad.

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