Petro: unas de cal, otras de arena

 

Se descalifica por “chavista” la propuesta económica de Petro, cuando ella difícilmente emula el reformismo liberal de un Carlos Lleras. Preocupa, en cambio, la blandura de su “pudo haber sido un error” en respuesta a Vicky Dávila sobre responsabilidad del M19 en el holocausto del Palacio de Justicia que esa guerrilla provocó. Invoca el candidato el derecho de rebelión. También lo hace Timochenko en proceso público que reconocerá verdades del conflicto. Pero éste declara que “el derecho de rebelión no es patente de corso para ejecutar crímenes de guerra o no asumir nuestras responsabilidades”. Sí. Algo va de muertos habidos en combate con el enemigo a los muertos inocentes que resultan de una acción terrorista.

Por lo que toca al modelo económico, si no sirviera a causa tan deleznable como la sociedad del privilegio, daría risa el patetismo de la derecha. Ha desatado ella un alud de propaganda antediluviana contra el restablecimiento del rol del Estado, insoslayable ya como organizador del desarrollo que el neoliberalismo aniquiló. Denuncia Juan Lozano “una peligrosa artillería orientada a socavar la iniciativa privada, la libre empresa y la libre competencia que pasa por volver pecaminoso el éxito empresarial”. Y, en alusión a Petro, el infaltable comodín del chavismo.

Pero la propuesta económica del líder de la Colombia Humana –impulsar un capitalismo productivo de generación de riqueza y su redistribución– no trasciende la del expresidente de marras cifrada en reforma agraria, control de capitales, integración andina y tatequieto a la banca multilateral. Reformismo liberal anclado en la industrialización y en la modernización del campo, es escuela emparentada con el capitalismo social que hoy promueve toda la centro izquierda. A Petro alcalde le cobraron como embuchado comunista su intento de devolver al sector púbico el servicio de acueducto. Mas, antes de que los idólatras del mercado liquidaran la iniciativa económica del Estado y su función social, ya Colombia había experimentado durante medio siglo el modelo que confiaba al Estado servicios públicos e infraestructura del desarrollo. Derechos ciudadanos y bienes de beneficio común fueron indelegables al sector privado. Taca burro la derecha.

Por otro lado, aunque Petro no estuviese personalmente involucrado en los hechos del Palacio y pese a que el Eme fue indultado, debería el candidato   sumarse a la autocrítica de Antonio Navarro, más necesaria hoy que nunca. Para el dirigente, aquella acción armada fue “el peor error del M19, [pues] marcó con fuego la historia de Colombia. Difícilmente ha pasado en este país algo más terrible… una terrible equivocación de la cual nunca nos arrepentiremos lo suficiente […] Aunque no tuve responsabilidad en la toma, soy el superviviente del Eme y a nombre de todos mis compañeros he pedido perdón por lo sucedido”.

Más de un pensador ha legitimado la rebelión contra el tirano. La justificó Santo Tomás como resistencia contra él, aun, hasta eliminarlo. Hobbes la considera inevitable cuando no garantiza el soberano la vida y la seguridad de los asociados. En el legítimo alzamiento contra una dictadura oprobiosa, será crucial establecer, primero, si se configura tal régimen de fuerza; y segundo, si  la rebelión tiene licencia para derivar en guerra sucia. El Che Guevara condenó la lucha armada contra el autoritarismo que abrigara resquicios de democracia. Y el derecho internacional regla el conflicto armado: condena los crímenes de guerra y de lesa humanidad. En un país abocado a la prueba ácida de la verdad, a demandar claridad sobre acontecimientos que lo marcaron con sangre, no deberían sus líderes callar o guarecerse en la ambigüedad. Aquí puede faltarle a Petro la coherencia que su programa económico respira. Unas de cal, otras de arena.

 

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El dictador

Que la ultraderecha de este país justifique tanto cadáver, mal menor si de la patria se trata, sugiere preguntas que pueden ofender su prestada dignidad: ¿se está guisando en Colombia un autoritarismo, estadio débil de la dictadura, o habrá quien apunte aun a su extremo de régimen de fuerza declarado? ¿Qué dice la desafiante naturalidad que la Seguridad Democrática adopta frente al bombardeo de niños-“máquina de guerra”; frente al asesinato a bala de trece manifestantes por la policía en Bogotá; frente al exterminio de líderes sociales, frente a los 6.402 falsos positivos que ninguna dictadura registra en su haber? ¿Se sumará Colombia a la nueva ola reformista que en América Latina suplanta al modelo de Cuba y Venezuela, o caerá en satrapías como las de Ortega y Bolsonaro? Versión a la mano del dictador renacido que bañó en sangre al subcontinente. Dómine coronado de bayonetas, concentra en su persona y su camarilla el poder absoluto, para mandar sin control, sin ley, sin límite de tiempo y con puño de hierro sobre un pueblo aborregado en el miedo, despojado de su humanidad.

ADN del dictador es el personalismo político, recuerda Blas Zubiría Mutis, como expresión de una voluntad de dominio en bruto, sin arbitrio distinto del propio, que florece en la debilidad de las instituciones. O en su manipulación, se diría, cuando el golpe quiere ahorrarse el espectáculo de tanques y bombas; como se estila hoy, desde el pedestal de la voluntad general vuelta ficción. No suscriben ya los dictadores la idea desnuda del gendarme necesario que Vallenilla Lanz propuso. Pero todos pertenecen a la estirpe del tirano rodeado de aduladores fermentados en el miedo, acomplejados hasta el ridículo, arribistas hasta el deshonor.

De caudillos y dictadores está empedrada la historia latinoamericana.  Hacendado o valentón en las guerras civiles del siglo XIX o, después, el que responde lo mismo a costumbres y valores de parroquia, premodernos, que a las prácticas más agresivas del liberalismo económico. Trocado en dictador, ocupa el viejo caudillo el vértice de la moderna pirámide clientelista. Conectó él la modernidad política con el mundo rural de provincia, todavía dominado por jerarquías tradicionales y relaciones de dependencia personal que el dictador trueca en mecanismo de manipulación de masas. El más reciente tipo de dictador es el adiestrado en guerra contrainsurgente, que tuerce la ley a su antojo, se rodea de paramilitares y potentados y pasa por patriota modernizador.

Ningún cincel tan afilado como la literatura para penetrar en el carácter moral del dictador. Para entresacar el esqueleto que da estructura al símbolo del tirano en sus muchas variantes y colores. Ya marioneta, ya bufón, ya el esperpento de Valle-Inclán, cuyo Tirano Banderas fue la novela madre de cuantas se escribieron en Hispanoamérica sobre el dictador. No le ahorra puñaladas a su pluma el español, para pintarlo como calavera con antiparras negras y corbatín de clérigo, o como el negro garabato de un lechuzo. Es éste el dictador de pistola y fusta, tirano ilustrado y austero de largas astucias que encubren una crueldad esencial. “Ante aquel temor tenebroso, invisible y en vela –escribe– la plebe cobriza revivía en terror teológico una fatalidad religiosa poblada de espantos”. Y al final, en la hora de la derrota, “para que no te gocen los enemigos de tu padre, sacó del pecho un puñal, tomó a la hija de los cabellos y cerró los ojos… la cosió con quince puñaladas”.

La prolija gama de los regímenes de fuerza y el contexto que los rodea no aconsejan analogías mecánicas. Pero entre una dictadura que asesina a 10.000 haitianos y una democracia que ejecuta 6.402 falsos positivos se crea un lazo de parentesco político difícil de ocultar. Sabrán los colombianos qué nombre dar al régimen que su extrema derecha cultiva.

 

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La oscura saga del uribismo

La presunta participación de Álvaro Uribe en la creación del Bloque Metro, a testigos de cuya formación habría manipulado el expresidente, no sorprende: es otro eslabón en la larga cadena de eventos comprometedores que ponen en entredicho su “repudio” al narcoparamilitarismo. El alud de pruebas contra Uribe que la Corte Suprema tuvo por “claras, inequívocas y concluyentes” vino a complementar una sentencia proferida en 2013 por Rubén Darío Pinilla, magistrado del Tribunal Superior de Medellín. Censura ella el papel del Estado en la organización expansión del paramilitarismo en Antioquia y Córdoba, con acción decidida de militares, agentes privados, políticos y narcotraficantes; y ordena investigar a Álvaro Uribe por presunta promoción y apoyo a grupos paramilitares. Se amplificaba por entonces el eco de las masacres de El Aro y La Granja.

Por el vigor de su liderazgo (ya como figura destacada del notablato regional o como personero del Estado), aquellos pecadillos de ética procaz pesan toneladas en la legitimación del delito que en la sociedad y en el poder público se expanden. Cómo no recelar de la honradez del jefe cuando innumerables amigos y funcionarios suyos pagan cárcel por narcoparamilitarismo. La pagan sus dos jefes de seguridad en Palacio, generales Buitrago y Santoyo; el general Rito Alejo del Río, a quien rindió Uribe homenaje público para elevarlo de homicida a héroe de la patria; su director del DAS, Jorge Noguera, quien puso la entidad al servicio de Jorge 40; los 89 congresistas procesados por parapolítica, miembros casi todos de su bancada parlamentaria.

El Gobierno de Uribe rediseñó las Convivir como aparato estatal de seguridad que terminó adscrito al paramilitarismo y encabezó la lucha contrainsurgente con la venia del Ejército. Lucha que éste debió librar sin aliados maleantes, sin atropellar a la población civil, en ejercicio de la legitimidad del Estado contra la arrogante criminalidad de las Farc. Guerrilla a la que no pudo Uribe vencer militarmente; pero sí en el terreno de la política, hasta dejarla sin opción distinta de la de negociar la paz.

La toma militar de la Comuna 13 de Medellín fue una masacre de pobladores urbanos planificada y ejecutada a dos manos entre la Fuerza Pública y el Bloque Cacique Nutibara. Organización criminal al mando de alias don Berna, a resultas de la cual pasó el poder en la Comuna, de milicianos y guerrilleros a la Oficina de Envigado. Con la operación Orión, la brutalidad hecha carne, debutó en octubre de 2002 el Gobierno de la Seguridad Democrática. Prueba de fuego y pauta del replanteamiento armado del conflicto, ahora en modo tierra arrasada, que cae sobre la población civil y registra escasas bajas de combatientes.

Si en Colombia dejó la guerra medio millón de muertos y desaparecidos, su experimento urbano de la Comuna arrojó decenas de asesinados, centenas de desaparecidos y miles de desplazados que deambulan por la ciudad en la indiferencia de su gente. Gente acaso complacida con el gobierno de don Berna en aquella colmena de inmigrantes abandonados a su suerte. Herencia macabra del modelo mixto Estado-paras: en media urbe suplantan al Estado pandillas de facinerosos, instrumento del narco, y la mitad de la gente las tolera. La cooptación mafiosa del Estado y de la política degradó sus referentes éticos, y a ello contribuyeron prohombres de la élite que se permitieron revolver todo con todo.

Hubo en el espectáculo de Orión miles de paras y soldados, ametralladoras, fusiles, francotiradores, tanques de guerra y helicópteros artillados. Teatro pánico. Recurso al miedo como eje del gobierno “de opinión” que así debutaba y alcanzó su clímax con los 6.402 falsos positivos. Este horror evoca la imagen de la tiranía que Valle-Inclán pinta: una calavera con antiparras negras y corbatín de clérigo.

 

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Combos: los de arriba y los de abajo

No es novedad, pero exaspera la complaciente liviandad de los mandamases para capear el fenómeno. El asedio al Estado en Colombia resulta del desgobierno, sí, pero procede desde flancos sociales opuestos, si bien signados por un propósito común: el asalto al poder. A él concurren el crimen organizado en combos y pandillas que suplantan las funciones del Estado en territorios remotos y en ciudades como Buenaventura y Medellín; y combos de grandes empresarios organizados en grupos económicos que colonizan el poder público y lo ordeñan para su propio peculio. En los de abajo se respira abiertamente la impronta de hegemonías mafiosas (de narcos y paras a menudo al servicio del notablato local, y de guerrillos) impuestas a sangre y fuego en medio siglo de guerra sucia, y de armados ilegales que llenaron el vacío del Estado ausente.

Por su parte, los grandes empresarios practican un capitalismo de compinches; arcaico, dirá el versátil profesor Diego Guevara: proclives al monopolio, desdeñan la sana competencia, no arriesgan un duro a la inversión y cifran su buena estrella en los favores del Gobierno; siempre dispuesto a privilegiar a los tiburones más voraces en desmedro de millones de sardinas desamparadas. Invaluable aquí la puerta giratoria para personajes que alternan puesto de mando en el Gobierno con sus negocios particulares. Que así se lucran con información privilegiada (del Estado) o, en voltereta olímpica, abrazan al compadre que vienen de vigilar. Combos de arriba que cogobiernan, la mira puesta sólo en la faltriquera, en veces a despecho del cuello blanco que podrá convivir con la corrupción y el abuso.

En este capitalismo de compinches, derivan los empresarios todas las ventajas y gabelas del poder público, las tributarias en particular. En 2020, el sector financiero pagó 1,9% de impuestos sobre $121 billones de utilidades,  las petroleras 7% sobre $92 billones y las mineras 6%, cuando por ley debieron pagar el 33%. Por estos tres sectores, dejó el fisco de recibir $80 billones. Declara Hacienda que dará “tranquilidad a los mercados y a los inversionistas”, mientras prepara generalización del IVA; una puñalada al ya mísero ingreso de los pobres y vulnerables que suman 71,2% de la población. Logros del gran poder empresarial en el Ejecutivo que, gracias a una ley de Duque, se extenderá ahora al Legislativo: la norma exime a los congresistas de impedimentos para votar leyes en favor de las empresas que financian sus campañas electorales. Se redondea, pues, la captura corporativa del Estado.

Si exprimen al Estado los combos de arriba, los de abajo lo suplantan. Una investigación adelantada por las universidades de Chicago y EAFIT, en cabeza de Gustavo Duncan y Santiago Tobón, demuestra que las pandillas desempeñan las funciones del Estado, prácticamente en todos los barrios de ingreso medio y bajo de Medellín. En media ciudad. La delincuencia vigila, cobra impuestos, administra justicia, controla la disciplina social. En ella manda la sofisticada estructura criminal de 350 combos reagrupados en 15 o 20 pandillas y goza de alguna legitimidad. Aunque también presta servicios de sicariato y protección de su negocio al narcotráfico.

En amplias regiones del país se replica la acción de estos poderes fácticos. Muchas veces en el campo al tenor de empresarios que así perpetúan su vieja alianza con el paramilitarismo: combos de los dos niveles resultan cerrando aquí un círculo de cooperación. El Estado, por su parte, manoseando su propia legalidad, podrá cerrar otro círculo de cooperación con delincuentes, hasta consagrar, verbigracia, la dictadura de un don Berna en la Comuna 13 de Medellín. ¿No será la cooptación de este homicida por el Estado en la Operación Orión, referente legitimador de los combos criminales que mandan en Medellín?

 

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