La presunta participación de Álvaro Uribe en la creación del Bloque Metro, a testigos de cuya formación habría manipulado el expresidente, no sorprende: es otro eslabón en la larga cadena de eventos comprometedores que ponen en entredicho su “repudio” al narcoparamilitarismo. El alud de pruebas contra Uribe que la Corte Suprema tuvo por “claras, inequívocas y concluyentes” vino a complementar una sentencia proferida en 2013 por Rubén Darío Pinilla, magistrado del Tribunal Superior de Medellín. Censura ella el papel del Estado en la organización expansión del paramilitarismo en Antioquia y Córdoba, con acción decidida de militares, agentes privados, políticos y narcotraficantes; y ordena investigar a Álvaro Uribe por presunta promoción y apoyo a grupos paramilitares. Se amplificaba por entonces el eco de las masacres de El Aro y La Granja.

Por el vigor de su liderazgo (ya como figura destacada del notablato regional o como personero del Estado), aquellos pecadillos de ética procaz pesan toneladas en la legitimación del delito que en la sociedad y en el poder público se expanden. Cómo no recelar de la honradez del jefe cuando innumerables amigos y funcionarios suyos pagan cárcel por narcoparamilitarismo. La pagan sus dos jefes de seguridad en Palacio, generales Buitrago y Santoyo; el general Rito Alejo del Río, a quien rindió Uribe homenaje público para elevarlo de homicida a héroe de la patria; su director del DAS, Jorge Noguera, quien puso la entidad al servicio de Jorge 40; los 89 congresistas procesados por parapolítica, miembros casi todos de su bancada parlamentaria.

El Gobierno de Uribe rediseñó las Convivir como aparato estatal de seguridad que terminó adscrito al paramilitarismo y encabezó la lucha contrainsurgente con la venia del Ejército. Lucha que éste debió librar sin aliados maleantes, sin atropellar a la población civil, en ejercicio de la legitimidad del Estado contra la arrogante criminalidad de las Farc. Guerrilla a la que no pudo Uribe vencer militarmente; pero sí en el terreno de la política, hasta dejarla sin opción distinta de la de negociar la paz.

La toma militar de la Comuna 13 de Medellín fue una masacre de pobladores urbanos planificada y ejecutada a dos manos entre la Fuerza Pública y el Bloque Cacique Nutibara. Organización criminal al mando de alias don Berna, a resultas de la cual pasó el poder en la Comuna, de milicianos y guerrilleros a la Oficina de Envigado. Con la operación Orión, la brutalidad hecha carne, debutó en octubre de 2002 el Gobierno de la Seguridad Democrática. Prueba de fuego y pauta del replanteamiento armado del conflicto, ahora en modo tierra arrasada, que cae sobre la población civil y registra escasas bajas de combatientes.

Si en Colombia dejó la guerra medio millón de muertos y desaparecidos, su experimento urbano de la Comuna arrojó decenas de asesinados, centenas de desaparecidos y miles de desplazados que deambulan por la ciudad en la indiferencia de su gente. Gente acaso complacida con el gobierno de don Berna en aquella colmena de inmigrantes abandonados a su suerte. Herencia macabra del modelo mixto Estado-paras: en media urbe suplantan al Estado pandillas de facinerosos, instrumento del narco, y la mitad de la gente las tolera. La cooptación mafiosa del Estado y de la política degradó sus referentes éticos, y a ello contribuyeron prohombres de la élite que se permitieron revolver todo con todo.

Hubo en el espectáculo de Orión miles de paras y soldados, ametralladoras, fusiles, francotiradores, tanques de guerra y helicópteros artillados. Teatro pánico. Recurso al miedo como eje del gobierno “de opinión” que así debutaba y alcanzó su clímax con los 6.402 falsos positivos. Este horror evoca la imagen de la tiranía que Valle-Inclán pinta: una calavera con antiparras negras y corbatín de clérigo.

 

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