Aflige la comparación. Tras el aplauso al buen éxito del Presidente Santos en Corea se agazapan diferencias colosales entre dos países que hace 50 años compartían el mismo estadio de subdesarrollo y hoy se sitúan en los extremos opuestos del desarrollo: mientras una dirigencia voraz y sin patria mantiene a Colombia detenida en el atraso y la desigualdad, Corea se codea con los países que les compiten a las multinacionales gringas y europeas. Aquí abandonamos en el huevo la industrialización y la rematamos con el Consenso de Washington; allá se porfió en ella, a la manera de las grandes potencias: con proteccionismo, apoyo del Estado y despliegue exportador de sus manufacturas.

Ambos países se abocaron en los 60 a idéntico desafío modernizador, bajo la enseña de la CEPAL. Corea se lanzó en seguidilla de planes estratégicos cada vez más ambiciosos. Colombia avanzó con el Plan Decenal bajo los Lleras hacia una manufactura más compleja, puesta la mira en una unión aduanera con los países andinos. Pero desde los 70 se saboteó este esfuerzo y se fue matando al Grupo Andino por inanición. Por su parte, el país asiático no daba tregua a su avance industrializador. Se concentró primero en fibras sintéticas, petroquímica y equipamiento eléctrico. A la par que aumentaba exportaciones protegía con celo su mercado interno. Avanzó a nuevos territorios en siderurgia, electrodomésticos, construcción naval. Y aterrizó por fin en grandes conglomerados automotrices, producto de inventiva privada con soporte condicionado del Estado. Éste puso casi toda la banca al servicio del desarrollo; dio crédito fácil a las industrias; obligó al capital extranjero a asociarse con capitales nacionales o programas del Estado; y montó un sistema de protección aduanera selectiva, en armonía con el plan de desarrollo, limitado en el tiempo y bajo el compromiso perentorio de exportar.

 Pinochet en Chile y sus compinches de sable y casaca en la región protagonizaban el viraje neoliberal. Se impuso por doquier la nueva fe, hasta culminar en el Consenso de Washington que distinguió con todos sus blasones la involución hacia el modelo de mercado puro. En él se embarcó Colombia, hasta apuntarse un éxito clamoroso en la estrategia de desindutrialización. Gabriel Misas demuestra que la participación de nuestra industria en el PIB decreció y algunas ramas desaparecieron. La proeza se afirmó sobre la apertura comercial de César Gaviria, que el TLC con Estados Unidos magnificará. Golpeado el arancel, no pudo nuestra incipiente industria competir. De eso se trataba. Y a eso se prestó humillando la cerviz nuestra clase dirigente. Entonces se nos dijo que, negados por Dios y por natura para producir bienes industriales, debíamos aplicarnos sólo a aquello con lo que pudiéramos competir: minerales, florecitas, bananitos. A una economía primaria, de riqueza engañosa y empleo irrisorio. El tan ponderado boom minero será apenas una economía de enclave.

Dos “insignificancias” separan a estos países, que oteaban el mismo horizonte pero emprendieron caminos opuestos: primero, Corea sustituyó importaciones y coronó el proceso con  ímpetu exportador; Colombia sucumbió al embate del conservadurismo económico. Segundo, tiene Corea una clase dirigente con sentido de patria; la nuestra, ay, es una dirigencia siempre lista a golpear a los más débiles entre los suyos y a doblar la rodilla ante los monos. No obstante el ruidoso fracaso de sus ejecutorias, los gestores de la debacle quieren seguir mandando y no rinden cuentas. Desde su prepotencia inmarcesible, esta secta va dando baculazos a diestra y siniestra, bien acomodada como anda en la locomotora minera, cuyo estrépito no logra, sin embargo, ocultar la ausencia de aquella que ellos jamás echarían a andar: la de la industria.

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