Duele la verdad

De la mano del presidente Petro, amagó vuelo el expresidente Uribe desde sus cenizas. Tal vez abrumado bajo el peso de la derrota en las urnas; de su impopularidad; del juicio penal que le respira en la nuca; acaso confrontado por el informe de la Comisión de la Verdad –historia-tragedia de la Colombia reciente en la cual jugó él papel protagónico– se allanó a dialogar con el rival de sus pesadillas. Pero ofreció una salida decorosa: oposición civilizada. Opción que la democracia agradece, refuerza la legitimidad del Gobierno entrante, le devuelve al expresidente espacio político y lo exime de la deshonra que enloda a los partidos que quisieron venderse en su ocaso por cualquier gabela. Derecha logrera, sepulta sus programas para suscribir los del hostilizado demonio, y su paz, proyectada sobre el mismo diagnóstico de la Comisión de la Verdad. Mas el Centro Democrático parece dividir hostilidades contra la Verdad desde dos flancos: desde Uribe (el policía bueno, por ahora) y desde Duque (el policía malo, rol que desempeña sin esfuerzo).

En desplante a las víctimas propio de villanos, faltó Duque a la presentación del Informe de la Comisión de la Verdad. Remachó con su desdén la inveterada tesis de la derecha según la cual no hubo aquí conflicto armado sino cruzada de una democracia pulquérrima contra terroristas. Terrorista pudo serlo cualquiera que pensara a su manera, y en ello le iba la vida. El enemigo interno. “La verdad -dijo Duque- no puede tener sesgos ni ideologías, ni prejuicios… En Colombia hemos tenido unas fuerzas legales y del orden que defienden la Constitución y la Ley y hemos tenido terrorismo que ha pretendido acallar y silenciar la voz de un pueblo en democracia”. El propio Uribe había acusado a la Comisión de obrar con sesgo político. 

Para el comisionado Saúl Franco, no obstante, “este conflicto es político porque se desarrolla en la lucha por el poder. La verdad no es sólo lo que acontece, hay que analizar sus porqués y eso es lo que a veces llaman carga ideológica. Los informes señalan responsabilidades colectivas de todos: de guerrillas, paramilitares y Fuerza Pública”. Los hechos abruman: 700.000 muertos desde 1958, la mayoría civiles; 121.000 desaparecidos; 50.777 secuestrados sólo en los últimos 30 años. Por el 45% de los muertos responden paramilitares, por el 21% guerrillas, y por el 12% agentes del Estado. La desaparición forzada debutó en el Gobierno de Turbay como práctica contra insurgente de las Fuerzas Armadas. En los 90 la cooptaron los paramilitares y en la primera década del 2000 fue ejercicio masivo. Los falsos positivos alcanzaron su apoteosis en el Gobierno de Uribe: 6.402 casos.

Las ofensas de Duque son catedralicias. No va al acto oficial de la Verdad y sí, en cambio, a otro de sus convites de autobombo con los amigos, cámara, luces y acción: en intercambio de preseas con Barbosa, distinguió al fiscal Jaimes con la condecoración más preciada, la Enrique Low Murtra, magistrado asesinado por la mafia. Su nombre engalana ahora la solapa del hombrecillo que, humillando la testa ante Uribe (imputado por presunta manipulación de testigos en un caso asociado a paramilitares) levitó sobre mil pruebas y pidió archivar su caso. Y el presidente, copietas de los napoleoncitos que desfilan sobre alfombras rojas por las páginas de la novelística latinoamericana, lo cubrió de flores. De altisonancias que convierten la cicuta en agua de rosas.

Bienvenida la oposición “razonable” de Uribe, aunque le permita a su pupilo pervertirla. Millones de colombianos esperan con ansia el cambio, y éste empieza por la verdad que conduce a la paz. Por la verdad que duele en el sufrimiento inenarrable de las víctimas, y por el peso moral que ella siembre en los responsables de esta tragedia nacional.

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Colombia se juega su democracia

No es el miedo como recurso al uso para restarle votos. Es que la inclinación de Rodolfo Hernández a la violencia, su aversión a la ley, su confesa pasión por el paladín del fascismo, revelan una vocación toreada en larga vida de político y negociante con pocos escrúpulos, que se decanta ahora como amenaza al Estado de derecho. Casado con los mandamases de la derecha, convertiría en ejecutorias de gobierno sus arrebatos de ningunear al Congreso, descalificar a los jueces, abofetear a sus críticos, agredir a la prensa y a los funcionarios públicos y “limpiarse el c… con la ley”. Tiene ya redactado un decreto de conmoción interior para mandar a sus anchas –como Maduro o Bolsonaro– mientras obran (ha dicho con picardía) los controles de la Corte Constitucional. Serían medidas de lego en asuntos de Estado y de país, emitidas en el deslumbramiento del voto de opinión. Al amparo de la soberanía de un pueblo hastiado de la podredumbre de sus dirigentes que, sin el filtro de las instituciones de la democracia liberal, sin el control de los poderes públicos al poder del gobernante, podrá terminar como materia maleable en manos de un líder en carrera sin freno hacia la autocracia. Casos abundan.

No se ha curado todavía Colombia del Estado de opinión de Álvaro Uribe, escuela que Hernández recoge para que en él recupere su resuello el uribismo. Manipulación de masas en favor de Fujimoris y Chávez y Bukeles y Uribes, forjada en la suplantación de la realidad por la propaganda; en trampas de alto vuelo, como la del referendo que negó la paz porque sus defensores dizque querían convertir en gais a los niños del país. Es que no le basta a la democracia con la soberanía popular que el voto expresa. Este principio de igualdad en la voluntad general ha de complementarse con el de libertad, en las instituciones y dispositivos de la democracia liberal: con la separación de poderes; el imperio de la ley; los derechos individuales; el respeto a la vida, a la libertad y la propiedad, el pluralismo (social y de partidos) y la rotación pacífica del poder. Hernández parece justificarse en el solo apoyo electoral y desestimar el componente institucional de la democracia liberal.

Expediente capaz de trocar la crispación del país en explosión social. Con buen tino invita Petro a pactar entre el gobierno y la oposición venideros –sean cuales fueren– reformas en modelo productivo, en consolidación de la paz y en respeto pleno de los derechos humanos; sin las cuales mostraría la revuelta sus orejas a la vuelta de la esquina. Se suma Humberto de la Calle a la iniciativa para aceptar el resultado electoral; respetar la Constitución y los fundamentos de la democracia, desechando todo camino extraconstitucional; preservar el modelo de economía abierta con intervención del Estado hasta donde la Carta lo autorice. Y conformar una bancada parlamentaria que permita aplicación íntegra del proceso de paz, disminución de la crisis social, reforma tributaria progresiva y una política de eliminación de combustibles fósiles. 

Acuerdo trascendental si de evitar la violencia se trata. Pero sin eliminar la libre expresión de los partidos y de la sociedad sobre estas u otras iniciativas. Tan deseable será propender a un acuerdo sobre lo fundamental como legitimar el conflicto ideológico y político dándole curso por los canales de la democracia. Tan legítimo deberá ser el consenso en los principios medulares de la democracia, libertad e igualdad, como el disenso en los formatos que se les puedan dar. En la esperanza de que Hernández termine por suscribir en un todo los principios e instituciones de la democracia, sugiero votar por el candidato que propone desde ya este pacto histórico, el verdadero cambio: Gustavo Petro. El 19 de junio nos jugamos la democracia.

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En Hernández reencarna el uribismo

Ni desaparecieron los partidos tradicionales y sus maquinarias; ni se desplomó la hegemonía de las élites que gobernaron siempre para sí; ni culminó la era de Uribe, líder indiscutido de la derecha más recalcitrante y violenta que hoy se suma con toda naturalidad al arrebatado personaje en quien reencarna: Rodolfo Hernández. Claro, no pasaron los partidos y las élites por esta prueba sin sacudirse, y es primera vez que se hunde el candidato del establecimiento. Pero fue un naufragio con salvavidas. Con suplente. Concebido de antemano por Uribe que, mañoso y desleal como suele serlo, puso a la vez un ojo en Gutiérrez y el otro en Hernández. Pero, sobre todo, porque las zonas que habían votado contra la paz y luego por Zuluaga y por Duque se volcaron ahora sobre el santandereano. 

En pos de la flauta que más sonó, la identidad ideológica al mando, marchan triunfales Uribe, Pastrana, César Gaviria, los Char y los Géneco y los 45 clanes políticos anclados en alianzas non-sanctas y en la robadera, cierran filas, digo, con el héroe de la gesta anticorrupción, que enfrenta sin embargo juicio por corrupción. Acaso por tácito acuerdo entre las partes, en aras de la discreción y la decencia, les pusieron sordina a las trompetas en esta marcha de la victoria: el triunfo definitivo de Hernández se cifra en mantener la ficción de que “yo les recibo los votos pero no les cambio el discurso”. Diferencias de programa no habrá porque programa de este candidato no hay. Como no sea el de ocasión, para llenar formalidades, que le redactaron a la hora de nona usurpando el muy elaborado de Petro. Un programa abiertamente contrario la los dichos y a los hechos del susodicho. Tampoco se verán diferencias en el lenguaje, que todo lo dice de la política: no media mucho entre “le rompo la cara, marica” y “le pego su tiro, malparido”.

Por interés indebido en la celebración de contratos, delito de corrupción en la administración pública, fue llamado a juicio el ex alcalde de Bucaramanga. La misma proclividad al enriquecimiento sin escrúpulos se infiere de sus propias confesiones: “yo mismo financio los edificitos que hago y cojo las hipotecas, que esa es la vaca de leche. Imagínese, 15 años un hombrecito pagándome intereses. Eso es una delicia”. Se lee en The Economist que en su campaña por la alcaldía prometió 20.000 casas para pobres y no entregó ni una. De sus ataques a los derechos de la mujer, ni hablar: a ellas les reserva la casa, a ellos, la vida pública.

Si la violencia del lenguaje y de la conducta dicen de su natural autoritario, más elocuente resulta la declaración de que para gobernar no necesitará del Congreso. Voy a declarar conmoción interior –anuncia– y reto a la Corte a contrariarla. Ya tiene preparada la medida, que le permitiría gobernar por decreto, a la manera de las dictaduras: podrá restringir libertades y derechos ciudadanos, intervenir la prensa, detener a personas por sospecha de que alterarían el orden público, suspender alcaldes y gobernadores, modificar el presupuesto nacional, cambiar procedimientos de justicia y de Policía. Se comprenderá su apasionada admiración por Hitler. ¡Qué miedo!

Por lo visto, con Hernández el cambio consistiría en abrazar, sotto voce, a los supuestos náufragos del poder. A la abominable franja de políticos fogueada en mil aventuras de corrupción, de abuso de poder y sabotaje a la paz, que medraría bajo el ala de su presidencia, si llegara a conquistarla. Azarosa apuesta para un “outsider” que funge como candidato del abanico entero de la derecha: del Centro democrático, de los partidos Conservador, Liberal, Cambio Radical. Y de los despojos del Centro Esperanza que, perdido todo decoro, se arriman al aquelarre. Pero si Hernández pierde, sí será un desastre para la política tradicional.

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El legado que Gutiérrez defendería

Un desastre. El candidato de Uribe, de los clanes políticos, de los combos y la derecha en gavilla, prolongaría de buen grado este régimen de Duque, que no sólo ignoró las urgencias de siempre, sino que las agravó, y terminó por desbarrancarlo todo. Degradó el Estado a fiesta de compinches en el Gobierno para robustecer la sociedad del privilegio y atropellar los derechos humanos, la Constitución, la Ley, las instituciones de la democracia. A golpes de fuerza, de estulticia y vanidad, no gobernó para los colombianos sino para figuración de los amigos, que ocuparon todas las posiciones de mando y no vieron (¿no vieron?) el saqueo del erario. En el deslumbramiento del poder inesperado y su complacencia en la arbitrariedad, mutó el aprendiz en autócrata. 

Burló las disposiciones de los jueces; neutralizó por cooptación los órganos de control; supeditó la Fuerza Pública al capricho de sus mentores; permitió avanzar en el aniquilamiento del liderazgo comunitario; su Esmad cobró la vida de 80 manifestantes en protesta social; recibió un país a punto para la paz y lo devolvió en guerra; reanudó los falsos positivos, una infamia que aturdió al mundo; elevó la pobreza consuetudinaria a azotaina del hambre. Y dio alas de águila a la corrupción: última hazaña, derribó el muro de contención al alud de contratos públicos en campaña, acaso para malversar casi cinco billones de pesos, 70 veces los 70 mil millones que la ex ministra Abudinen permitió robarle al Mintic.

No todo es mérito de Duque, claro. En la crisis de hoy pesan la tradicional confluencia de política, abuso y violencia, y décadas del modelo de mercado que extremó las inequidades. Pero sobre este telón de fondo la acción del Gobierno (y sus omisiones) terminaron por jugar papel estelar. Sacando del sombrero Procuraduría, Fiscalía, Contraloría y Defensoría del Pueblo, destruyó Duque los controles sobre su Gobierno e hipertrofió, aún más, el poder presidencial; así hirió de muerte el equilibrio de poderes propio del Estado de derecho, y soltó riendas a la corrupción y la impunidad. Dígalo, si no, la abusiva suspensión de alcaldes por la procuradora que saltó del gabinete del presidente al órgano que debe vigilarlo. O el burdo favorecimiento a un expresidente sub judice, mentor del primer mandatario, por la Fiscalía que su condiscípulo y amigo preside.

Se insubordina el presidente contra la política de paz del Estado, pensada en función del cambio, y la reduce a famélico proyecto de gobierno. Como lo proclamó ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Contrae la construcción de la paz a un militarismo sin reformas. E incurren sus hombres en crímenes de guerra y de lesa humanidad. Lo mismo bombardean “máquinas de guerra” de 14 años de edad que obran apenas contra el asesinato de líderes sociales y firmantes de paz, 97 sólo en los cuatro primeros meses del año. Entre 2020, 2021 y estos meses, se acumulan 223 masacres (Indepaz).

Duque convierte su Gobierno en vaca lechera de los amigos y sus familias. Revelan Noticias UNO y Cambio que la Universidad Sergio Arboleda, claustro del presidente y del fiscal, ha recibido contratos públicos por $90.000 millones. Su exdecano y exfiscal adhoc, Leonardo Espinosa, denuncia manejos irregulares del rector, Rodrigo Noguera. A quien se señaló también de tráfico de influencias. Si, todo queda en familia, nada pasa.

El agudo periodista Santiago Rivas denuesta la codicia de quienes hoy controlan el país. Vampiros los llama, porque “drenan al país de su sustento vital”. Quien llegue a presidente, agrega, tendrá que recoger los escombros de este Gobierno desastroso. Si Gutiérrez, digo yo, sería para rearmar este legado de oprobio. Tal como lo sugiere la afinidad de su historia y su persona con lo más estentóreo del duque-uribismo aquí esbozado.

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Civiles y militares: la historia toma nota

La peligrosa incursión del general Zapateiro en esta campaña electoral no es un exabrupto. Resulta de un proceso intermitente de politización en las Fuerzas Armadas, que transforma su función constitucional de asegurar la integridad del Estado y del conjunto de asociados en instrumento de un gobierno o de un partido. Para apretar con puño de hierro no sólo al insurrecto armado sino a todo el que reclame, aun por las buenas, o discrepe de la camarilla en el poder.  Debuta el engendro con la dictadura de Ospina, que desencadena la Violencia en grande a mediados del siglo pasado; renace con impronta de dictadura del Cono Sur en el Estatuto de Seguridad de Turbay; se viste de epopeya patriótica escrita a dos manos con el paramilitarismo en la Seguridad Democrática de Uribe, y desemboca en la Ley de Seguridad Ciudadana de Duque: protocolo jurídico del régimen que ahoga en sangre la protesta popular, se apaña al exterminio de líderes sociales y sabotea la paz.

Bien ha cumplido su cometido la doctrina del enemigo interno en esta democracia tan ajena al golpe militar como inclinada a excluir y perseguir –aun por las armas– a quien profese ideas distintas de las consagradas en aquellos gobiernos. Hasta señalar al contradictor político como guerrillero vestido de civil, ominosa generalización que matricula a todo librepensador en las filas de la subversión. Y procesa por terrorismo a líderes de la protesta callejera.

No siempre disparan los militares motu proprio sino por orden del poder civil que, en virtud del estado de derecho, prevalece sobre ellos. Pero en Colombia ha usado y abusado el poder político de quienes portan las armas de la república, en defensa de intereses particulares o de secta pintados de cruzada por la democracia. Más allá del general que tolera el espectáculo de sus aliados paramilitares que juegan fútbol con la cabeza de sus víctimas; más allá de quienes ejecutaron la más pavorosa matanza de inocentes, los falsos positivos, medra la crítica de oficiales inconformes con la manipulación de los uniformados por el gobierno de turno.

En agudo libro sobre identidades en la oficialidad, el capitán (r) Samuel Ignacio Rivera resiente el estigma que pesa sobre el Ejército. Por su histórica propensión a fungir como centinela del gamonalato y sus haciendas. Por su pérdida de neutralidad como fuerza del Estado, para transformarse en fuerza de choque de los gobiernos conservadores durante la Violencia. Por su sesgo contra el pueblo, tenido por enemigo interno. Por su condescendencia con políticas de seguridad que se resolvieron en ejecuciones extrajudiciales. Y, digamos, por el pésame del comandante del Ejército, a la muerte de Popeye.

Sí, a Ospina se remonta la historia, pues éste trocó a Ejército y Policía, las fuerzas de seguridad del Estado, en fuerzas de choque al servicio del Gobierno y contra la oposición política. Lleras Restrepo lo acusó de destruir la imparcialidad del Ejército y su condición de árbitro. Fue grave causa de la Violencia. Y en 1.962 señaló el general Ruiz Novoa en debate parlamentario que no fueron las Fuerzas Armadas las que incitaron a los campesinos a matarse para ganar elecciones, sino los políticos. Treinta años después, la seguridad draconiana de Turbay se justificó en el demencial robo de armas al Cantón Norte por el M19. Reaccionó en defensa del Estado, pero proyectó la feroz represión a la oposición legal a su Administración. El uribismo emularía después estos modelos de fuerza.

Dijo Alberto Lleras que tan grave es la indisciplina de un militar contra un gobierno como la indisciplina a favor del mismo, pues siempre redunda en violencia. Dudará Zapateiro entre prestar oídos a los cantos de sirena de la Mano Negra, o bien, restablecer su honor de soldado como guardián de la democracia. La historia toma nota.

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