CARLOS LLERAS: EL PASADO EN PRESENTE

Carlos Lleras no es el personaje del año. Es nuestro hombre en el último medio siglo. Ajeno a la demagogia y al teflón, fue estadista capaz de ofrecerle a su país un proyecto histórico, sin hacerle concesiones a la popularidad construida en el vacío. Sin la reacción que se le interpuso, sus estrategias de desarrollo tendrían hoy a Colombia por émulo de Corea. El desplome del modelo que vino a reemplazar su propuesta de industrialización permite sospechar que no todo pasado fue peor. Pero en su indigencia programática, los partidos –el Polo comprendido- no querrán siquiera ensayar un balance del Estatuto de capitales y comercio exterior de Lleras Restrepo, por ver si algo sirviera de allí para vencer nuestra pobreza vernácula y recuperar la esperanza.

Cuando en 1967 se expidió el Decreto 444, la industria nacional parecía estancada y, para expandirse, necesitaba nuevos compradores. En términos de los especialistas, el modelo de sustitución de importaciones debía saltar hacia la promoción de exportaciones. Para ensanchar mercados e integrarse al mundo, había que exportar, atraer inversión extranjera para sectores productivos, y ordenar el manejo de la política cambiaria y comercial.  Lleras señaló un desequilibrio permanente entre importaciones y exportaciones. Y se propuso equilibrar la balanza de pagos. En sintonía con la CEPAL, dibujó tres estrategias de fondo: ampliar y diversificar exportaciones para no seguir dependiendo del café; controlar el movimiento de divisas y las importaciones; y promover la sustitución de importaciones. A ello agregó el control de capitales y de la inversión extranjera.

Acostumbrado a imponer medidas de choque como la devaluación masiva que había desencadenado aguda crisis en Colombia, no le gustaron al Fondo Monetario Internacional aquellas políticas. Pero el Presidente se le enfrentó. Reclamó el derecho del país a regir sus destinos, pues “creemos que el manejo de la patria se nos confió a nosotros y no a los organismos internacionales”. Consideraba él que no se podía seguir cediendo al chantaje de Estados Unidos de condicionar el crédito externo a la libre importación de sus productos.

Con todo, el salto a las exportaciones debía acompañarse de mayor estímulo a la inversión extranjera, de preferencia en asociación con capitales nativos en grandes empresas productivas. Propugnaba la formación de capitales mixtos, no la preeminencia del capital foráneo, que le daría a nuestra economía “caracteres colonialistas”. Reglamentaba el mercado de capitales, poniendo cortapisa a aquellos que quisieran especular. Por lo visto, Todo aquello parece un mal recuerdo. La balanza cambiaria del Banco de la República muestra un déficit creciente, asustador. Y el endeudamiento crece en forma exponencial.

Idea original de Lleras, el Grupo Andino buscaba ampliar el mercado para darle salida a la producción estancada por la saturación del mercado local. Pero la zaga de tropiezos que frustraron la integración andina culminó con el golpe de gracia de tratados de comercio bilaterales que aniquilan la capacidad negociadora de la región con el mundo desarrollado. Y con las multinacionales, poco dadas a invertir en mercados liliputienses, si se los compara con los de China o el Brasil.

Ceguera imperdonable la de menospreciar tal esquema de integración. Entre tanto, el presidente de Colombia parece más interesado en disputarse el podio del populismo con otros pares andinos; y el expresidente Lleras acaricia desde su tumba la ilusión de que tanta insensatez toque a su fin.

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TEOLOGIA DE LA RIQUEZA FACIL

Una plaga se tomó a Colombia: la teología de la prosperidad. Justificación religiosa del enriquecimiento repentino, a como dé lugar, ha contribuido a crear un clima que perdona tanto indelicadezas candorosas como el crimen. Hace metástasis ahora con la inversión masiva de dineros en empresas asociadas al narcotráfico  para doblar réditos de un día para otro, y con ejecuciones extrajudiciales que se hacían por la paga. Porque no se trata ya de la riqueza amasada con esfuerzo, fruto y síntoma del favor divino, según algunas doctrinas. El nuevo credo introduce un matiz perverso: al buen cristiano la opulencia le llegará por generación espontánea de su comunión con Dios, sin necesidad de trabajar. El obispo norteamericano E. Bernard Jordan escribe: “Si abres tu mente a la palabra y al propósito de Dios… atraes fácilmente la prosperidad… el dinero y las oportunidades llegarán a tus manos sin esfuerzo (Pero) nadie ha alcanzado la prosperidad empujando una cortadora de césped o haciendo trabajos de plomería (…) El dinero es la fuerza del cambio en este mundo, y nunca tendrás suficiente dinero para cambiar las cosas si eres esclavo de un sueldo”.

Esta filosofía ha invadido predios de todas las iglesias en Colombia. Combinada con el espíritu del mercado sin control, en una sociedad excluyente que lleva años de guerra sucia, se volvió una bomba. Más letal aún si el motivo religioso incursionaba en la política  y terminaba por acomodarse en el discurso del mandatario más popular de los últimos tiempos, que mezcla órdenes de acción militar con avemarías. Versión criolla de la lucha contra el Mal de Bush en Iraq, cuyo antecedente data de las asambleas de fieles que en la Norteamérica profunda  entraban en éxtasis colectivo azuzadas por  pastores que lanzaban anatemas a diestra y siniestra y convocaban a la guerra santa. Ronald Reagan introdujo, a la vez, el neoliberalismo con su libertad de mercado y un sitio de honor para la religión en el manejo del Estado. El gobierno fue también de las sectas fundamentalistas. Estas apoyaban a los lobbies de las armas y, en reciprocidad, el Presidente les designaba jueces enemigos del evolucionismo y del aborto en la Corte Suprema. Como si se tratara del magistrado Ordóñez, hoy candidato del Presidente Uribe a la Procuraduría y quien, a no dudarlo, aplicará justicia con arreglo a sus convicciones religiosas.

Entre nosotros, los antecedentes se remontan al narcotráfico. Para no hablar de la alianza de la jerarquía católica con el partido Conservador en tiempos de la Violencia. Hace 20 años, los sicarios de Pablo Escobar se encomendaban a María Auxiliadora para acertar en sus misiones asesinas. Alonso Salazar, alcalde de Medellín, escribe que el narcotráfico afianzó la cultura del consumo, popularizó un fetichismo religioso que violentaba la ética, elevó el dinero y la fuerza a categoría de valores supremos, socavó las instituciones y los controles naturales de la sociedad contra el delito.

Si obispos y pastores bendicen el enriquecimiento fácil de los fieles, no les tiembla la mano para exigirles contribuciones y diezmos. Con ellos  aseguran los primeros su prosperidad sin trabajar y los crédulos invierten en salvación eterna, que no terrenal. Pirámide divina de captación ilegal de fondos que el Estado no toca, pues es su aliada. Indigna en todo esto la manipulación política y la explotación económica del más caro sentimiento humano: el sentimiento religioso.

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PUTUMAYO: ¿VUELTA A LA COCA?

El levantamiento del Putumayo señala el fracaso del Plan Colombia. Abonada la incierta derrota de las Farc, éste no logró erradicar los cultivos ilícitos, ni acabó con el paramilitarismo, ni ofreció un desarrollo alternativo al de la economía de la droga. Antes bien, en la cadena del negocio, se avanzó del cultivo de la coca al estadio de la especulación financiera que DMG ofreció. Cuando Mucia sentó sus reales en el Putumayo, la pobreza rural alcanzaba el 79%, y las plantaciones de coca, 80 mil hectáreas en el Departamento; hoy son 2 mil. La reducción sólo es mérito de la rentabilidad que DMG ofrecía. Pero bastó un toque de diana para devolver a la gente del común a su cruda realidad: el enriquecimiento, lícito o ilícito, le será siempre esquivo, prerrogativa de los más astutos en toda la escala social. Uribe querrá apagar el incendio  abriéndoles los bancos a menesterosos que nada tendrán para depositar en ellos y reforzando Familias en Acción para no tener que idear soluciones de fondo. Y por ver si así recupera la popularidad perdida. Veintiun puntos hoy. Se teme que la gente torne al viejo cultivo en tierra de nadie. Menguada la ayuda militar norteamericana, narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros volverían a pasearse por esos territorios como Job por la Casa de Nariño.

Acaso por entender la dimensión del fiasco, el gobierno norteamericano reformula el financiamiento del Plan Colombia reduciendo  montos e invirtiendo énfasis: debilitar la inversión militar, en favor de los programas de desarrollo alternativo que se habían propuesto  como complemento a la erradicación de cultivos ilícitos y a la guerra contra los grupos armados. En informe de 2008 a Joe Biden, entonces director del Comité de Relaciones Exteriores del Senado norteamericano, la GAO (Govermente Accountability Office) reconoce que con el Plan Colombia el gobierno de nuestro país “mejoró la seguridad”, pero no logró las metas de reducción de cultivos ilícitos. En consecuencia, propone mermar la ayuda militar e iniciar el proceso de “nacionalización” del Plan. Vale decir, que Colombia termine por asumir la responsabilidad operativa, administrativa y financiera del mismo.

Aportes como los seis billones de dólares de Estados Unidos para estos fines serán cosa del pasado. Con más veras si, como lo dice el informe, el gobierno colombiano decidió negar la ejecución de todo proyecto de desarrollo alternativo allí donde se encontrara algún cultivo de coca o de amapola. O sea que no hubo iniciativa económica  y social precisamente donde más se requería, y sí, en cambio, señuelos electoreros como Familias en Acción. Por añadidura, el propio Departamento de Estado notificaba el mismo cambio de prioridades en la ayuda: reducir programas de erradicación de cultivos, interdicción y ayuda militar en favor de programas de desarrollo económico y social y preservación de los Derechos Humanos.

No hay que hacerse ilusiones. Primero, porque en esta guerra el desarrollo alternativo del Plan Colombia funge apenas como acólito de la acción militar. Lejos de una Alianza para el Progreso, que incluía reforma agraria, democratización y estrategias de industrialización nacional. Segundo, porque la ruina del Sur desnuda la estolidez milagrera de un mandatario que insiste en reemplazar su nula concepción del desarrollo con los fuegos artificiales del gobierno “de opinión”. Aunque sufra la rebelión de sus más ardorosos prosélitos.

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“Hay en Colombia una realidad espeluznante” Afirma Iván Cepeda, mentor de la lucha por los Derechos Humanos

Cuatro veces se abrió paso su mamá en las estaciones de policía para rescatar al adolescente que allí pernoctaba bajo el ribete de “agitador profesional” cuando oficiaba como dirigente de la Juventud Comunista en el colegio. Pero no era ella una madre como las demás. Mientras todas reconvenían a sus hijos por atravesados, Yira Castro, sincelejana de risa abierta, lo cubría de besos. Y manuel Cepeda, el padre, lo premiaba solemne con un apretón de manos. Niño colado en la generación amordazada del Frente Nacional, tres décadas después la aventura de ocasión había derivado en amenaza diaria de morir baleado por atreverse a gritar a los cuatro vientos que miles de colombianos caen asesinados por paramilitares o por agentes del Estado. Como cayó su padre, el último parlamentario vivo de la Unión Patriótica (UP), en una mañana sin sol de 1994.

Que hubiera tenido divergencias ideológicas con él, en público y en privado, no le impidió al hijo librar una lucha sin atenuantes por preservar la memoria del progenitor, de los que han muerto por desafiar las ideas consagradas y de las víctimas inocentes de los ejércitos de todos los colores. Ni héroe de epopeya, ni poeta maldito, Iván Cepeda evoca más bien al antihéroe de la pelea gris, sin esperanza, contra un Príncipe que parece poseído de su propia imagen de grandeza, apenas deslucida por algún audaz; y, sobre todo, contra José Obdulio Gaviria, el poder detrás del trono. Aunque Cepeda no casa riñas personales, se convirtió en contraparte del asesor presidencial y hoy es ícono de la lucha por preservar los Derechos Humanos en Colombia. Anatema para este gobierno que a menudo la asocia al terrorismo.

En particular con ocasión de la marcha del 6 de marzo que Cepeda promovió para reivindicar a las víctimas del Estado, a desplazados, desaparecidos y ejecutados. El Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado, del cual es portavoz, denunció más de 20 mil desaparecidos, muchos de ellos asesinados, enterrados en fosas comunes o arrojados, ya cadáveres, a los ríos. El asesor de Palacio declaró que la movilización era obra de las Farc y Cepeda lo responsabilizó de cuanto pudiera ocurrirles a los organizadores de la manifestación. Se acentuó el asedio a líderes sindicales, dirigentes sociales y hombres de izquierda, hasta culminar en el asesinato de seis de los promotores de la marcha. Entonces 63 congresistas de los Estados Unidos instaron al Presidente Uribe a desautorizar a Gaviria. Y este último debió retractarse. Obra de las organizaciones de Derechos Humanos, del cambio de brújula en la política norteamericana y del escándalo de los falsos positivos, el mundo empieza a reconocer que en Colombia hay crímenes de Estado. El 14 de noviembre, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por el asesinato del senador Manuel Cepeda.

Como un bálsamo debió caerle la noticia a Iván; mas no para la revancha. Acaso haya desempolvado su viejo tomo de Dostoievski, rescatado de entre cientos de maravillas diminutas, artesanías y recuerdos de países lejanos que subvierten la uniformidad de la biblioteca y han sitiado a los libros contra la pared: “el ser humano no es violento por naturaleza –dice-. Raskólnikov, protagonista de Crimen y Castigo, me enseñó que al hombre se le presenta siempre la opción de ser violento o no serlo. Está más sujeto a un principio ético  que determinado por la fatalidad”. Cuánto contraste, piensa uno, con el sentencioso lugar común de Spiros Stathoulopoulos, el director de la película PVC-1, para quien “la maldad humana siempre es cruda”. Entre las páginas del ruso o las de Thomas Mann, su otro favorito, puede andar Cepeda haciéndole antesala al lanzamiento de su libro, A las puertas del Ubérrimo, que tendrá lugar pasado mañana. Escrita en compañía del director de Codhes, Jorge Rojas, la obra describe el entorno social del nuevo poder que se ha instalado en Colombia,  y augura acalorada controversia.

Iván Cepeda acumula más vida de la que sus 46 años parecen soportar. Vástago de una pareja en exilio intermitente, ha pasado la tercera parte de sus años en el extranjero. Experimentó en carne propia el régimen del socialismo real y su agonía en  países de la órbita soviética. Vivencia privilegiada que le daría razones para romper, a la caída del muro de Berlín, con el Partido Comunista de Colombia e ingresar a la Alianza Democrática M-19 una vez que el grupo armado se hubo legalizado. Hoy es miembro del Polo Democrático. A la edad de 6 años presenció, con ojos muy abiertos y enfundado en un grueso gabán, la Primavera de Praga, rebelión del pueblo checo contra el guante de hierro de Moscú. A los 19 marchó a Bulgaria, donde estudió filosofía y no cejó en el debate académico sobre la capacidad de la dogmática marxista para dar cuenta de la realidad. Ya había sido Cuba, a los dos años, cuando los primeros pasos fueron también incursión inexorable en la política. “El socialismo era democracia en economía, sí, pero autocracia en política”, concluyó.

En 1987, a los 25 años, cuando la Perestroika hacía mella en la izquierda colombiana, regresó al país. Un hombre de cabello ensortijado, tan versado en tangos como brillante en la crítica, condensó la artillería política que hizo tambalear el sólido edificio de la ortodoxia comunista. Era Bernardo Jaramillo. Iván Cepeda se le unió, discutió con la pasión que el momento exigía y proclamó, ya desde entonces, una condena al secuestro, práctica de horror. “Confieso sin modestia que me llena de orgullo el haberlo hecho, una y otra vez, desde hace 20 años”.  Jaramillo siguió liderando la crítica, a distancia sideral de Moscú y de las Farc. Hasta cuando lo mataron, tres años después, en 1990. “Con su muerte se frustró la esperanza de toda una generación –se duele. Jaramillo ofrecía la posibilidad de liderar una transformación de fondo en la izquierda”.

Según Cepeda, en la crisis del Partido Comunista y de la UP no pesó únicamente el periclitar del socialismo soviético. Pesó, sobre todo, el exterminio de toda una organización política de izquierda: “Desaparecieron miles de cuadros y líderes que hoy estarían desempeñando papel de primer orden en la política del país. Desapareció una oportunidad privilegiada de democratización de la izquierda. Si con el exterminio pensaba la derecha que eliminaba la subversión, sacrificó fue la parte más avanzada de la izquierda. Y creo que la suprimieron precisamente por eso. No porque fuera el sector más proclive a un proyecto militar, sino por encarnar una propuesta política, civilizatoria, democrática. Bernardo Jaramillo, José Antequera, Leonardo Posada. Era esa la generación llamada a producir un cambio político”.

Objeto que la doctrina de la combinación de formas de lucha convirtió a muchos miembros de la UP en carne de cañón de las Farc; que esta guerrilla usó a muchos de ellos en tareas de logística y luego los abandonó a su suerte. Con vehemencia apenas contenida retoma Cepeda el hilo de la conversación: “Había ambigüedad, sí, y doble discurso en la tesis del uso simultáneo  de distintas formas de lucha. Pero la UP no era el proyecto político de las Farc. Su propuesta se orientaba a renovar la democracia desde el municipio, a partir de la elección popular de alcaldes, y desde la formulación de una nueva Constitución.”  Pero la propuesta se quedó en el papel –insisto-, pues la dinámica de las Farc y su guerra sucia terminaron por prevalecer. “Eso puede ser cierto, pero sólo en parte. El hecho de bulto es que se apeló al crimen político para eliminar la posibilidad de una izquierda democrática”. También morían liberales y conservadores –apunto. “Si, y esos asesinatos son igualmente horribles. Pero no había razón ética ni política que justificara el genocidio. El secuestro no podía ser excusa para matar líderes sindicales. De haber querido erradicarlo, los paramilitares hubieran buscado a la guerrilla allí donde ella estaba. Pero claro, era más fácil eliminar sindicalistas, líderes sociales, campesinos. Entre otras razones, para acumular tierras y poder político. Los paramilitares no son una autodefensa. No puede serlo una fuerza tan agresiva, tan invasiva, que ha desaparecido a 25 mil personas y monopolizado gigantescas extensiones de tierra. No son un mecanismo de defensa; son un mecanismo de agresión, usurpación y arrasamiento”.

Cepeda piensa que no se ha hecho borrón y cuenta nueva. Los crímenes de Estado, dice, son una constante en nuestra historia contemporánea. Para él, el exterminio de la UP es un genocidio por razones políticas perpetrado por agentes del Estado en colaboración con grupos paramilitares. Los “falsos positivos” serían ejecuciones extrajudiciales precedidas de desapariciones forzadas que se han presentado en el contexto de la política de seguridad democrática. Cree que mientras existan patrones de criminalidad sistemática desde el Estado no se superará el fenómeno. Reconoce Cepeda los logros iniciales de la seguridad democrática; pero cree descubrir tras la retórica de José Obdulio Gaviria “una realidad espeluznante: la corrupción, la desinstitucionalización del país, el enriquecimiento fácil, el empoderamiento de personajes tenebrosos…”

Aseveración que parecería exagerada si no fuera porque la sociedad misma empieza a resentir la que nuestro hombre califica de “catástrofe”. Y entonces declara que “es la hora del Polo”. Con mayor razón si se frustra la reelección del Presidente Uribe. Pero tendría que estar el Polo a la altura del reto, sus dirigentes mirar más allá del ego propio, de sus propias convicciones, y responder al clamor de la sociedad. Y remata: “para ofrecer el cambio social, democrático y pacífico que Colombia requiere hoy, se necesitan generosidad, grandeza, capacidad de decisión y olfato político”. Más de uno se preguntará, no obstante, si el Polo podrá allanar dogmatismos y vencer la inopia programática que pone en entredicho su capacidad para encarar semejante desafío histórico. Si no se dejará arrastrar por clientelismos y tentaciones oprobiosas como la de llevar a la Procuraduría a un inquisidor delirante.

Cepeda coloca la paz en el corazón de sus anhelos. Estima que a ella no puede llegarse sino por medio de la negociación política . Que la guerra no termina con la verdad, la justicia y la reparación a las víctimas del Estado y de los bandos en contienda. Agrega que  “si las Farc aspiran a credibilidad política, tendrán que reparar a la sociedad y liberar, cuanto antes, a todos los secuestrados”.

 ¿Tiene miedo? le pregunto. Y este hombre que se protege con acompañantes desarmados y puebla su apartamento de relojes (docenas de relojes de todos los tamaños, edades y diseños), que parecen recordarle que la vida se cuenta por minutos, responde con sencillez: “Más miedo me daría de no hacer lo que hago”.

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“El ser humano no es violento por naturaleza. Siempre puede escoger entre ser violento y no serlo. Está más sujeto a un principio ético que determinado por la fatalidad”.

“El socialismo de la Unión Soviética era democracia en economía y autocracia en política”.

“Me llena de orgullo el haber condenado el secuestro, una y otra vez, desde hace 20 años”.

“Los paramilitares no son una autodefensa; son un mecanismo de agresión, usurpación y arrasamiento”.

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REPUBLIQUETA TROPICAL

Como en cualquier republiqueta tropical, en Colombia todos los caminos conducen al gobierno unipersonal. Dos pasos de animal grande consolidan hoy la avanzada del jefe de Estado sobre la constelación entera de los poderes públicos: la designación de Alejandro Ordóñez, su candidato, como Procurador; y la suplantación de la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores (CARE) por una comisión suya, sin poder. Salvo el de crear la impresión de que se gobierna de consuno con la sociedad. La verdad es que en seis años el Presidente Uribe ha logrado debilitar la sociedad y las instituciones de la democracia  en grados y modos que recuerdan los paternalismos de sable y charretera. A cambio de partidos, el falso poder del pueblo en consejos comunales montados para lucimiento de un gobernante que pulveriza las políticas del Estado en mil nimiedades de parroquia; o en plebiscitos inducidos de apoyo al Príncipe.

Ni hablar de la supremacía que derivó de su primera reelección, con penetración en las órbitas medulares del Estado, sacrificio de la separación de poderes y un estilo de gobierno a menudo dictado por la arbitrariedad, el rencor y el delirio de poder. El Presidente ha podido colocar a sus hombres en la Corte Constitucional, en el Consejo Superior de la Judicatura y la Junta del Banco de la República; puso el Defensor del Pueblo, el Fiscal y el Procurador; controla al Contralor y la Comisión Nacional de Televisión. La semana pasada sugirió que cerraría el Congreso si éste no tramitaba sus proyectos con la debida celeridad. Si la primera reelección fracturó la estructura del Estado y comprometió la independencia de poderes, la segunda sepultará la democracia, pues no se introdujeron las reformas necesarias para defender el sistema de pesos y contrapesos.

Descontada la idoneidad de sus integrantes, la Misión de relaciones exteriores será, con todo, un órgano de postín, pues nada de cuanto proponga tendrá carácter vinculante. Ni representa a la nación. Tampoco lo ha atenido la CARE, pero los jefes de Estado acogieron sus recomendaciones siempre que el país se vio en impasses de política internacional, negociaciones diplomáticas, suscripción de tratados y seguridad exterior. Porque la CARE representa los intereses del Estado, que prevalecen sobre partidos y gobiernos. Tan delicados son los asuntos que le competen. Desde hace un siglo es cuerpo consultivo de origen constitucional y reglamentado por la ley. Lo integran los expresidentes y delegados del Congreso y del Presidente.

Colombia recuerda con vergüenza la decisión unilateral del presidente conservador Roberto Urdaneta que adoptó a espaldas de la CARE y del Congreso y redundó en la pérdida de la mitad del petróleo que Venezuela extrae y hoy nos tendría por potencia petrolera. Fue la secreta cesión del Archipiélago de Los Monjes, vecino de la Guajira y asentado sobre un mar de oro negro, en canje por Eliseo Velásquez. El gobierno colombiano quería manduquearse al guerrillero liberal refugiado en Venezuela. Y en efecto sucedió. Venezuela recibió Los Monjes y, Colombia, al rebelde llanero: lo apresó, lo torturó y a los dos días lo mató.

¿Habrá consultado el Presidente Uribe a la CARE sobre nuestra maltrecha relación con Ecuador y Venezuela? ¿O repetirá experiencias nefandas  como la de Urdaneta, sea por afinidad ideológica con aquel, o por llevarse el punto de decidirlo todo él solo, zurriago en mano, creyendo que Colombia será por siempre su Patria Boba?

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