Ante la JEP, silencios que matan

Si no mediaran tantos muertos, sería pintoresca paradoja. El general Montoya y dirigentes de la Farc, jefes que fueron de ejércitos rivales durante medio siglo, confluyen ahora sin pestañear en el mismo atajo: callan la verdad o la dicen a medias –forma menos honrosa todavía de callar– sobre secuestro y falsos positivos, ignominias de la guerra. Manes de la historia. Hace ya casi un siglo autoritarismos de signo político contrario entre Alemania y Rusia acudieron a idénticos métodos de fuerza bruta. Métodos comunes a Ortega y Bolsonaro.

Se presenta Montoya ante la JEP, tribunal creado para ventilar la verdad, pero decide enmudecer y evadir señalamientos de once militares en esos estrados, antes que esclarecer responsabilidades si las tuviere. En pequeñez que ultraja a las víctimas, deposita la culpa de los falsos positivos en soldados que le resultan ignorantes, pobres, sin maneras en la mesa. ¿Serían por eso proclives a actos horripilantes que repugnan a la serenísima alta oficialidad? Pero ¿no ejecutaban órdenes? ¿De quién? ¿Nada sabe Montoya, su comandante en jefe entre 2006 y 2008, cuando se registró la mayoría de los 5.000 asesinatos de inocentes para presentarlos como bajas en combate?

Según informe de este diario, la JEP exhumó hace dos semanas 54 cadáveres en el cementerio de Dabeiba que serían víctimas de falsos positivos, pues a ellos se llegó por confesión de uniformados. Ese pueblo sería “un tapete de muertos”, dijo un  defensor de víctimas, y varios militares le confesaron a la JEP haber convertido su cementerio en una fosa común. Miles de víctimas se encontrarían en cementerios regados por todo el país. Para la Fiscalía, en el de Valledupar habría más de 500 víctimas, muchas de ellas falsos positivos del Batallón La Popa.

Por su parte, miembros del antiguo secretariado de las Farc ofrecen un pronunciamiento exculpatorio del secuestro. Reconocen su “equivocación” al “retener” civiles por el grave daño que pudieron causarles; pero esta declaración naufraga como un desliz en la mar de justificaciones que convierte a esa comandancia en víctima del destino que le impuso medios heterodoxos para financiar su guerra, su guerra heroica, y la redujo a la impotencia para controlar abusos de la guerrillerada. Otra vez el soldado raso. De los 27.023 secuestros asociados al conflicto entre 1970 y 2010, las guerrillas perpetraron 24.482, el 90%. Inhumanidad extrema de un crimen que los exfarc edulcoran trivializando la crueldad, naturalizando la humillación y la sempiterna amenaza de muerte contra sus plagiados. Para El Espectador, las Farc embolatan con “retazos de verdad”.

A esta versión responde Ingrid Betancur con un primer reclamo: no deberían las Farc hablar de “errores”, “equivocaciones” y “retenciones” para referirse al crimen del secuestro. Dice que el suyo fue un acto de venganza contra un ser humano. Que buscan justificar castigos como su encadenamiento de años, no para protegerla sino para castigarla. “El mayor peligro que yo corría (eran) ellos, su violencia, su decisión de matarme […] Su ensañamiento fue producto de un sadismo personal combinado con fanatismo ideológico en un espacio humano donde la arbitrariedad de los fusiles hacía oficio de ley […] El secretariado (encubría) sistemáticamente los desmanes de su tropa, así como lo hace hoy…”.

La justicia transicional exige verdad plena y a nadie exime. Los de  Montoya y   la Farc son silencios que matan porque revictimizan a las víctimas. Así el senador Uribe, excomandante Supremo de las FF MM durante el periplo más negro de los falsos positivos, eleve a Montoya a héroe de la patria. También  elevó a Rito Alejo del Río, y éste se desplomó a la cárcel.

 

 

 

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Manos a la obra de la paz

Un dramático llamado a defender la paz, hoy sometida a su más grave crisis por el regreso a las armas de “Márquez y su banda”, emitió esta semana Sergio Jaramillo. El camino, una tregua política para la paz. Fortín (con Humberto de la Calle) del acuerdo con las Farc que clausuró una guerra de medio siglo, para Jaramillo la crisis podrá revertirse si se adoptan con serenidad, rapidez, inteligencia y determinación medidas concretas que nos convoquen a todos: a funcionarios del Gobierno, congresistas, estudiantes, gobernadores y alcaldes; a víctimas, empresarios, sindicatos e iglesias; a periodistas, organizaciones de la sociedad civil, agricultores, excombatientes, comunidades en los territorios y ciudadanos del común. El ligamento, un rechazo sin atenuantes a las armas en la vida pública. Las cartas están sobre la mesa, escribe: si el Gobierno sabe jugarlas, todos lo apoyaremos; la paz y la seguridad saldrán fortalecidas.

Pese a precedentes como el de la acción unificada contra la corrupción que el presidente recogió tras pronunciamiento de casi 12 millones de colombianos y dejó escapar entre sus dedos. Pese a la jubilosa reanimación del extremismo de derechas a la sola idea de volver a la guerra, propone Jaramillo  poner en salmuera divergencias ideológicas y electorales para concentrarse en obras tangibles de posconflicto, algunas en marcha.

En su sentir, el foco de la paz debe orientarse hacia tres conglomerados. Primero, hacia los reincorporados de la guerrilla. Urge un plan de choque de acompañamiento y apoyo activo a los proyectos productivos. Que los rodeen los empresarios con asistencia técnica y canales de comercialización de productos. El suministro de tierra para reinsertados no da espera. El segundo foco son las víctimas. De todas las traiciones de Márquez y Santrich, afirma, esta es “la más repugnante”. Los deudos de la guerra deben movilizarse para exigir sus derechos. Y la justicia transicional, fortalecerse en los territorios. En tercer lugar, las comunidades. Gracias a que el Gobierno finalizó ya el proceso de planeación participativa en los 16 Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial, se trata ahora de formular los programas concretos. El ministro de Hacienda habrá de tratar esta crisis como el equivalente de un enorme desastre natural: no podrá mezquinar los recursos.

Es en los territorios, concluye, donde se va a jugar el futuro de la paz y de la seguridad. Si a la población le cumplen, ésta se convierte en formidable muro de contención contra la violencia. Para el analista Alejandro Reyes, cuidar el Acuerdo de Paz es el mejor antídoto contra la guerra. Y la responsabilidad primera recae en el Estado.

Escollos abundan. ¿Cómo conquistar a la derecha ultramontana, no digamos todavía para la modernización democrática del campo todo y de la política, sino para que no sabotee este programa mínimo de  paz? ¿Cómo conseguir  que embozale, o atenúe su vocinglería de guerra, savia del neolaureanismo renaciente que la anima y da sentido a su proyecto estratégico? ¿Cómo lograr que los empresarios saquen un duro de su obesa faltriquera para el desarrollo territorial? ¿Cómo alinear a la Fuerza Pública en el respeto a los Derechos Humanos y al tratado de paz inscrito en la Constitución? ¿Cómo neutralizar la pertinaz ofensiva legislativa del Gobierno y su partido contra el Acuerdo? Con  movilización en masa por la paz. Movilización de los partidos independientes y de oposición; de las organizaciones sociales y populares; de la ciudadanía, que adoptó la paz como derecho. Movilización de las comunidades que llevan lustros reconstruyéndose solas, enjugando una lágrima aquí, abrazando a un niño allá. Las primeras en poner manos a la obra de la paz.

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¿Pacto secreto entre el uribismo y Márquez?

No parece descabellada la conjetura. El salvavidas que Iván Márquez le tiende a Uribe con su regreso a las armas no es sólo el disparate que mereció el repudio de un país hecho ya al valor de la paz. Sugiere también acuerdo tácito entre enemigos que se necesitan en la arena de la propaganda: el disidente, para presumir de héroe de la revolución (que busca por decreto y sin uribistas faltones en el camino), aunque rodeado de maleantes que alternarán narcotráfico y golpes contra la oligarquía. En la otra orilla, el senador recupera al enemigo providencial: Lafar. Enana ahora, temible otrora, pero Lafar, al fin, vocablo de probada eficacia para aconductar rebaños en el miedo, a cuya sombra se forjó Uribe como adalid de una guerra atroz en gobiernos de mano dura y corazón de piedra. Dos vanidades, miles de muertos.

Le llega el salvavidas a un mes de su comparecencia ante los jueces que lo investigan por presunta manipulación de testigos en un caso de creación de  grupo paramilitar. Podrá alegar el indagado que aquella disidencia prueba la inoperancia de la justicia y derivar de allí un intento para deslegitimar a la Corte Suprema. A dos meses de elecciones en las que el expresidente aspira a reducir su impopularidad conspirando contra la JEP, alcahueta de guerrilleros; y proponiendo “sacar” de la Constitución el tratado de paz, libelo maldito de la trinca Santos-Farc. E incitando a la guerra en arengas incendiarias, como la del pasado sábado en Medellín. Con voz segunda del Presidente que así desnaturalizaba su inicial respaldo a los 11.000 reinsertados, mientras cientos de miles de colombianos contienen en los territorios el aliento ante un eventual regreso del horror. Verbo de fuego que interpreta a una minoría agazapada en su caverna, en trance permanente de defender patrimonios de dudoso origen mandando al frente de batalla a los hijos del pueblo, no a los suyos.

Justificó Márquez su involución en la traición del Estado a los acuerdos de paz. No le falta razón. Humberto de la Calle, jefe de la Comisión negociadora, apunta: “una y otra vez le dijimos al Gobierno que sus ataques permanentes al proceso y los riesgos de desestabilización jurídica que conllevaban podían llevar a varios comandantes a tomar decisiones equivocadas”. Recordó las objeciones que el mismísimo presidente hizo a la Ley Estatutaria de la JEP y la ofensiva del Centro Democrático para reformar los acuerdos, hasta llegar a la coyuntura perfecta en que pudiera el uribismo disparar contra ellos.

Asegurar la reintegración de los guerrilleros es apenas la cuota inicial de las reformas acordadas para la sociedad colombiana. Lentitud hay aquí, pero en reformas rural y política, en sustitución de cultivos y curules para las víctimas, el balance es nulo. Mas, sin los cambios de posconflicto queda la paz a tiro de fusil. Márquez debutó en respuesta desesperada que amenaza con transformar la discusión sobre el desarrollo de los acuerdos en debate sobre su conveniencia o inconveniencia. Volveríamos al punto cero, edén de Uribe.

A la torpeza que informa la decisión de volver a la guerra, hay que agregar la inducción de este desenlace por la ultraderecha y su gobierno. Aunque Colombia es otra. La paz se ha naturalizado como derecho en una ciudadanía hastiada de violencia, corrupción y líderes con prontuario. La disidencia de Márquez es remedo de las viejas Farc: carece de capacidad militar, unidad de mando y control de  territorio. Tampoco Uribe es el que fue: su rechazo en la opinión alcanza el 61% y su partido, que es caudillista, resiente el golpe. Convergentes en la debilidad, Uribe y Márquez no ofrecen el peligro que un día representaron. Pero ambos empollan el huevo de la serpiente.

 

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¿Mano dura o Mano Negra?

Gracias al eje Duque-ELN, vuelve la guerra a mostrar sus fauces a la vuelta de la esquina. Siniestro coqueteo de la Peluda tras el desmonte de la mesa de negociación con esa guerrilla. Mas, como a la espera del primer pretexto, se envalentonan acezantes los viudos de la violencia en la izquierda y en la derecha para resucitar la guerra sucia; la que prevaleció siempre en Colombia y cuya apoteosis se registró en el Gobierno de la seguridad democrática, hoy de regreso al poder. Guerra de sevicia y brutalidades que repugna a la humanidad, viola todos los principios de la ética y del derecho y sacrifica diez veces más civiles inocentes que combatientes. Guerra que se salta la frontera entre la mano dura y la Mano Negra. Entre la aplicación de la fuerza toda del Estado contra el terrorismo, como ha de ser, y la transmutación de un conflicto armado en tierra arrasada y degradación patológica de la contienda.

A la monstruosidad del ataque eleno contra la escuela de Policía se suman otras señales de alarma. Como el decreto que flexibiliza la entrega de armas a civiles y la repetida invocación oficial a las redes de cooperantes creadas por la Administración Uribe. De donde podrán reactivarse las Convivir, germen de paramilitarismo, y nuestra copia de los comités de defensa de la revolución (cubana y bolivariana) o los de defensa del Estado fascista en la Alemania de Hitler. Lo que allá y acá sirvió para matar, sembrar miedo y forzar adhesión al régimen. En Colombia, para ejecutar crímenes que rayan en exterminio, como los falsos positivos; y asesinatos selectivos como el del catedrático Correa de Andreis en Barranquilla, 2004. En ambos casos jugaron papel preponderante las redes de cooperantes, que señalaban arbitrariamente o por conveniencias de poder a sus víctimas, y luego actuaba la Fuerza Pública o los paramilitares. El Consejo de Estado acaba de condenar a la Nación por la detención arbitraria de Correa D’Andreis, que desembocó en su asesinato mediante alianza del DAS con paramilitares.

El senador Uribe instaba no ha mucho a la ciudadanía a vincularse a las redes cívicas de cooperantes. Y el presidente Duque las mencionó en su segunda intervención televisada tras el ataque del ELN, como fórmula de trabajo mancomunado entre la ciudadanía y la Fuerza Pública para vencer el terrorismo. Lo que no se sabía es que ya en septiembre del año pasado se habían reestructurado estas redes en nueve departamentos. Sólo en Medellín reunían 40.000 miembros. Tampoco se han recordado revelaciones de wikileaks y la embajada estadounidense en 2007 según las cuales los jefes paramilitares Macaco, el Alemán y Jorge 40 confirmaban que “había un acuerdo con el Gobierno para que sus redes de informantes se incorporaran a las redes de cooperantes del Ejército” (El Espectador, 4,3,11).

“Con terroristas no se negocia”, declaró lapidariamente el comisionado Ceballos. Así recogía el guante que providencialmente le brindaba el ELN, para taponar cualquier solución negociada. Se sentirá el Gobierno en su salsa con sus redes de informantes. Pero haría bien en percatarse de que la de hoy no es la Colombia de la seguridad democrática. No, después de desarmar a la mayor guerrilla del Continente. No, tras el despertar de fuerzas alternativas que hace unos meses arañaron la presidencia. No, con casi 12 millones de colombianos que votaron contra la corrupción. No, cuando cientos de comunidades se reconstruyen, piedra a piedra, sanando heridas que supuran todavía tras la guerra y dispuestas a defender la paz contra viento y marea. Allá el ELN y la ultraderecha si deciden compartir todavía su gusto por la muerte en contienda signada por los mismos métodos fascistas: los de la Mano Negra. La gente no se dejará ya arrebatar el nicho de paz que está construyendo.

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Rodear la paz

Sí, se avecina una segunda fase de la guerra que se creyó clausurada con el Acuerdo de La Habana. Faltaba el coletazo de la otra guerrilla. Cuando nadie lo esperaba, la villanía del ataque terrorista a la escuela de cadetes adjudicado al ELN descorrió las compuertas de la lucha contrainsurgente. Un acto de suprema estupidez que el senador Uribe saludó, se diría jubiloso, con el retorcido argumento de que obedecía a la paz de Santos; y acaso también porque excitara sus fantasías de inmortalizarse en una guerra perpetua. No contaba, empero, con la general reprobación de su baladronada; ni con la ciudadanía que se volcó este domingo a protestar en las calles sin miedo contra la violencia y para pedirle al presidente no cerrar la ventana que le dejaba abierta a la paz. Ningún Popeye desfiló esta vez al lado del Centro Democrático pidiendo sangre.

Por su parte, otro factor coronaba la violencia: el asesinato sistemático de 426 líderes sociales en dos años ha obrado como obstáculo poderoso al cambio incorporado en los programas que apuntan a la paz en las regiones más martirizadas por el conflicto. Revivirá, pues, la guerra antisubversiva, allí donde más se ansía la construcción de paz; donde sigue el Estado ausente, y las élites se imponen a sangre y fuego. Donde, mal que bien, se incuba la paz. Grande es el riesgo de volver a involucrar a la ciudadanía inerme porque el ELN no son las Farc, cuyos campamentos podían identificarse y bombardearse. El ELN, en cambio, se mimetiza entre la población civil y toda ella resultará objetivo militar. Si no se privilegia el trabajo de inteligencia, renacerá la justificación profiláctica de la derecha que aprovecha el conflicto para desaparecer a sus contradictores políticos calificándolos de guerrilleros vestidos de civil. Invaluable favor de las guerrillas para acorralar al movimiento social, a las fuerzas alternativas de la política, y petrificar el país en estadios de abominación.
Camilo Bonilla, coordinador de un estudio que revela la sistematicidad en el asesinato de líderes sociales, afirma que “sectores del Estado han sido cómplices de la estrategia paramilitar […] principal victimario de líderes”. Es que “la cabal implementación del acuerdo supone transformaciones sociales que ponen en riesgo la hegemonía de ciertos grupos de poder que transitan entre la legalidad y la ilegalidad […] y acuden a estructuras armadas para neutralizar los intentos de cambio. Personas y familias emparentadas con el poder político y económico y que sienten amenazados sus privilegios acuden a los grupos armados”. (Cecilia Orozco, El Espectador, enero 20).

De reanudarse el conflicto armado donde más pesa el ELN —en Arauca, Chocó y Norte de Santander—, el impacto sobre la población civil podrá ser brutal. Se ha levantado en esas comunidades un clamor por reanudar conversaciones con esa guerrilla. Advierte una lideresa del Chocó que, si el Gobierno levanta la mesa, su comunidad las retoma, pues no quiere padecer de nuevo los golpes de la guerra. De lo contrario, se dispararán los asesinatos de líderes sociales. La misma angustia crece en el Catatumbo, en Cauca, en Nariño.

A tal drama podrá el sentido común ofrecer soluciones al canto: uno, que el ELN se allane a la exigencia del presidente de liberar a los 16 secuestrados en su poder y declare cese unilateral del fuego y las hostilidades, para reabrir la negociación política. Dos, que el Gobierno se decida, por fin, a implementar con el vigor necesario el Acuerdo, avanzando en reforma rural, planes de desarrollo territorial y proyectos productivos. Tres: aplicar de inmediato medidas eficaces de seguridad y protección de todos los líderes sociales, empezando por los amenazados. Sólo con decisiones de este tenor podrán combatirse el terrorismo y la violencia, y salvar la paz.

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