El uribismo embrollado

En su búsqueda incesante de pretextos para malograr la paz, va el uribismo saltando matones. El reto de la hora, preservar el barniz moralizante que encubre su predilección por la guerra, en un plebiscito que decidirá si pararla o prolongarla. Si promueve el No o la abstención y gana la partida, quedará en evidencia como adalid de la conflagración armada; si la pierde, será derrota letal para un partido en ciernes. Frente a tal fatalidad, querrá convertir la insensata venta de Isagén en comodín contra el mentor de la paz, como se insinúa ya en redes del Centro Democrático: que Santos, el “traidor”, no sólo entrega el país al terrorismo sino los bienes de la nación al extranjero. Mensaje subliminal: quien así vende la patria y sus bienes, no podrá engendrar sino una paz deforme. Mas este intento de apropiarse el descontento con la operación de marras se estrella contra las ejecutorias del propio Uribe, privatizador estrella entre todos los presidentes desde los años noventa y vendedor frustrado de la propia Isagén.

De tanto vociferar contra el proceso de La Habana, esta derecha montaraz desgastó hasta la inopia su recurso a la mentira, a la tergiversación. Dijo verbigracia que, en tributo al castrochavismo, el acuerdo agrario apuntaba a la colectivización de la propiedad en el campo, con expropiación de tierras y extinción de dominio. Que “ninguna propiedad legal (tendría) seguridad ni garantía jurídica de permanencia”, escribió Alfredo Rangel, con ímpetu propio del recién llegado desde la orilla opuesta. Se demostró al punto la falsedad de tales acusaciones. Nada de lo acordado violaba la Constitución o la ley. En suma, no apuntaban las objeciones a lo firmado sino a la legislación liberal vigente de tiempo atrás.

Pero en punto a justicia y participación política, no miente el uribismo. Auténtico anatema le parece salvar de cárcel a la cúpula de las Farc, abrirle las puertas de la política y juzgar a soldados sindicados de atrocidades con el mismo rasero que a la subversión. Su “paz sin impunidad” equivale a rendición de una guerrilla a la que el mismísimo Uribe no pudo derrotar. Pide a sabiendas lo imposible, pues querer mandarla a prisión y negarle el canje de armas por votos es reventar la negociación. Reactivar la guerra y sus montañas de muertos. Ni siquiera reconoce los sapos de la contraparte. Que las Farc renuncian al alzamiento armado; se acogen a la democracia liberal y a la justicia burguesa, con proceso integral de investigación, juicio, sentencia y sanción.

De otro lado, más le valdrá a Uribe no menear el estropicio de Isagén (que ya él había intentado en 2008), pues vienen a la memoria los bienes públicos que en su gobierno vendió por más de $13 billones. Las2orillas incluye a Bancafé, Telecom, Ecogas, Granahorrar, centrales eléctricas de los Santanderes y Cundinamarca. Liquidó las electrificadoras de toda la Costa Atlántica y la del Chocó. Aparte, vendió el 10% de Ecopetrol. Cerró hospitales públicos y la Caja Nacional de Previsión. Y, montado sobre su Ley 100, convirtió la privatización de la salud en movimiento envolvente que ha cobrado más vidas que la guerra. Impresentable esto de usurpar la indignación general por la venta de Isagén, viniendo él de feriar decenas de bienes públicos.

No tendría Uribe autoridad para trocar el rechazo a este descalabro en bandera personal de sus rencores, contra la paz, que es anhelo y derecho de los colombianos. Como la potestad indelegable de protestar por ello, más allá de la megalomanía de ningún héroe vengador. Menos autoridad aún tendrá Uribe para exigir paz sin impunidad, tras la laxitud de su negociación con los paramilitares. Anda embrollado el uribismo.

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Legitimar el conflicto

Terminada la guerra, acarician algunos la utopía de un consenso absoluto entre los partidos, como panacea de paz y democracia. Fantasean con abrazo de reconciliación entre Vargas Lleras, Petro, De la Calle, Uribe, Claudia López y Timochenko desarmado, en acto de renuncia a sus diferencias ideológicas. Pues estas sólo traducirían codicias de grupo y serían fuente de la pasión política que sume a Colombia en crisis crónica, y sacrifica la razón al grosero instinto de la masa. Pero se engañan. Deponer las diferencias, reprimir su confrontación es negar la pluralidad, la legítima expresión del conflicto, sustancia de la democracia. Escribe Chantal Mouffe en su libro En torno a lo político que consenso debe haber sobre los valores de libertad e igualdad para todos que la democracia liberal consagra; sobre las reglas que ella impone para tramitar las discrepancias sin matarse. A ello se han sujetado las Farc tras medio siglo de subversión contra el orden constitucional. Mas debe haber disenso en la interpretación de esos valores, cada colectividad a su manera, de izquierda a derecha, según sus particulares visiones de sociedad. Un haz variopinto de demandas y programas de gobierno.

El mérito del Acuerdo de paz no estriba apenas en permitirles a las Farc batirse  ahora desde la civilidad por la expropiación del latifundio improductivo. Es que aquel prohíja reformas que forzarán a los partidos a definir ideas y propuestas para suscribirlas, desbordarlas, o bien, para mantener las taras y vallas del pasado. El momento invita a “democratizar la democracia”, expresión de nuestra autora que hoy a las 10am pronuncia conferencia en el Gran Auditorio de la Universidad de Antioquia.

Intentamos aquí rescatar nociones de Mouffe útiles al debate, hoy crucial en Colombia. Concibe ella la democracia como enfrentamiento apasionado de adversarios que, en lucha por el poder, se legitiman recíprocamente; no de enemigos destinados a eliminarse al primer lance. Pan comido en democracias maduras, el postulado subvierte, empero, nuestro modo consuetudinario de hacer política: a tiros. Porque, diría nuestra filósofa, allí donde se suprime la confrontación entre adversarios –el agonismo– surge el antagonismo violento, que la democracia no tolera porque atenta contra la asociación política misma. Lejos de amenazar la democracia, la confrontación entre adversarios es la condición de su existencia. Precisamente la democracia moderna reconoce el conflicto y lo legitima; se niega a suprimirlo imponiendo un orden autoritario. Se trata de transformar el antagonismo en agonismo.

En su horror al abuso populista de las emociones, el racionalismo liberal se afirma en el mito de la superioridad moral de la razón sobre el sentimiento. Como si toda movilización política ignorara los deseos y fantasías de la gente. Propone deliberación “civilizada” entre contendores en busca del consenso, con victoria final del argumento más racional. Además de utópico, este fin mata la democracia.

Pero diálogo y deliberación suponen alternativas diferenciadas. ¿A qué puerto quiere llegar Claudia López con su cruzada para suplantar a la clase política corrupta? ¿Qué diferencia su troika Estado-ciudadanía-mercado de la de Tony Blair? ¿Querrá Vargas Lleras la presidencia para desmontar la justicia de paz? ¿La busca Petro para reeditar a escala del país su modelo de Bogotá? Y en cuanto a Uribe, ¿es núcleo de su programa agrario el proyecto de ley que frustra la recuperación de los baldíos malhabidos, y legaliza el mayor despojo de tierras en el país? Buen augurio: a lo menos cuatro opciones políticas van adquiriendo fisonomía propia. Que choquen en sana ley será paso decisivo para legitimar el conflicto.

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Las sobrevivientes de Orión

En la mar de civiles violentados por la Operación Orión de 2002 contra la Comuna 13 de Medellín, cuatro liderezas de la comunidad sobrevivieron para contarlo. No así Ana Teresa Yarce, que murió acribillada por un sicario en el comedor de su casa mientras apuraba un cigarrillo. 14 años después, testifican ellas al amparo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que, en fallo sin precedentes, condena al Estado colombiano por el asesinato de Yarce y por vulnerar derechos de las otras dirigentes. Socorro Mosquera y Mery Naranjo, entre ellas, restauran el cuadro de infierno desatado aquel día de octubre por fuerzas combinadas de Ejército, Policía y paramilitares. Confabulación que avergüenza. La incursión con tanques y bombas y fusiles cobró centenares de encarcelados sin motivo; hubo torturados, desaparecidos enterrados a hurtadillas en La Escombrera –mayor fosa común del mundo– y 4.196 desplazados. Se hablaba de 300 sepultados en aquel camposanto;  casi todos, civiles inermes. Uno más entre los 200 cementerios clandestinos que albergan, según autoridades, unos 105.000 NN. Así debutaba el Gobierno de la Seguridad Democrática, Álvaro Uribe en la Presidencia, Luis Pérez en la Alcaldía de Medellín.

Propósito publicitario de la operación, limpiar la zona de milicianos. Propósito enmascarado, recuperar ese territorio en disputa entre Farc-ELN y paramilitares, de inmenso valor estratégico, pues la Comuna es puerta de entrada a la cadena de montañas que abre corredor al tráfico de armas y de drogas hacia Urabá. Al frente de la operación, sobre las famélicas calles de la localidad, se vieron hombres del Bloque Cacique Nutibara (comandado por Don Berna) ataviados de camuflado, pasamontañas y botas pantaneras. Jesús Abad inmortalizó en celuloide la escena. Hombro a hombro con 1.500 uniformados de la Fuerza Pública, desplegaron 800 paramilitares toda su fuerza hasta cantar victoria. Y fue Don Berna quien tomó posesión del  territorio recuperado, sin que autoridad alguna dijera esta boca es mía. Antes bien, extendió aquel su poder a Medellín entera, donde instauró su “donbernabilidad”. Declaró el general Gallego, entonces comandante de Policía de la ciudad, que la Operación Orión fue legítima: se desarrolló “por disposición del Gobierno Nacional, con apoyo de la Alcaldía de Medellín y de la Gobernación de Antioquia”.

Apresadas ese día Mosquera y Naranjo por miembros de la Cuarta Brigada, les oyeron a éstos pedir que avisaran “a los primos” que ya llevaban su presa. ¿Quiénes son los primos?, preguntó Mosquera a su compañera. “Son los paramilitares”, repuso la otra. “Querían desaparecernos”, le dijeron a la periodista Diana Durán (El Espectador, enero 14). Pero nos salvó que los familiares siguieron a la patrulla y ésta terminó por entregarnos a la Sijín. Naranjo afirmó que vio morir a su amiga Yarce de 4 tiros que le disparó un sicario el 6 de octubre de 2006. Cuando quiso dispararme a mí –dijo– “me escondí detrás de un árbol y él salió corriendo […] Hacia la una de la tarde me llamaron a decirme que en la terminal de San Javier estaban celebrando el asesinato de Teresa […] Ahí funciona (un) grupo de paramilitares”.

María Victoria Fallon, directora del Grupo Interdisciplinario de Derechos Humanos que representó a las víctimas ante la Corte Interamericana, afirmó: “A pesar de que Diego Fernando Murillo alias Don Berna declaró que el Ejército y la Policía actuaron con ellos (en la Operación Orión), las investigaciones no avanzan. (Pero) queremos una investigación integral para llegar a la verdad”. Que se establezca –agregó– la responsabilidad, no sólo de quienes ejecutaron la Operación, sino de quienes la ordenaron desde la cumbre.

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Reforma ya en la Policía

El abuso de poder para prostituir alféreces es apenas la punta del iceberg en la degradación de la Policía, otro de cuyos expedientes deshonrosos la vincula con el narcotráfico. Pero la corrupción es, a su turno, sólo uno de los componentes que postran a esa institución en su peor crisis. Como la ausencia de toda vigilancia externa e independiente; y el abandono de su originaria condición civil para derivar en cuerpo armado de corte militar, a la manera del Ejército. Al punto que desprotegió la Policía al ciudadano, para darse a la guerra. Y transformó la solidaridad de cuerpo en encubrimiento generalizado de irregularidades, delitos y hasta asesinatos. Como el presumible de la cadete Lina Zapata en la Escuela General Santander, porque “sabía demasiado” sobre la Comunidad del Anillo, organización que el propio general Palomino habría tolerado. Para no mencionar el enriquecimiento ilícito del que se le sindica también.

Como si no bastara con la deshonra que mandos suyos le han infligido a la institución, la inminencia del posconflicto empieza a desnudar rivalidades entre el Ejército y la Policía. Si volviera ésta por sus fueros de cuna –seguridad ciudadana y lucha contra el crimen–; y si aquel se contrajera a los suyos –defensa del Estado y de las fronteras– pronto veríamos restablecerse la deseable división de funciones entre fuerzas que se había perdido. De las Bacrim, organización criminal del narcotráfico que opera en 491 municipios, se encargaría la Policía. Por el ELN, único remanente de insurgencia si no se allanara a la paz; y por una improbable guerra con Venezuela respondería el Ejército: poca cosa para tanto presupuesto y tantos hombres. He aquí una consecuencia del replanteamiento en doctrina y organización que la crisis y el posconflicto le demandan a la Policía Nacional.

Hoy cobra vigencia renovada  estudio de la Comisión para la reestructuración de la Policía, creada en 1993, y cuyas directrices reconstruye su coautor Álvaro Camacho (Violencia y conflicto en Colombia, Obra selecta, Univ. del Valle y de Los Andes). La comisión propende a devolverle a la Policía su carácter civil; a desprenderla de las Fuerzas Militares y del ministerio de Defensa; a eximirla de la lucha contrainsurgente y concentrarla en seguridad ciudadana; a despojarla del perfil militar que la incita a violar los derechos humanos y la aleja de la ciudadanía, en un país donde la permanente alteración del orden público convirtió a la Policía en agente de represión política.

Para Camacho, en la ambigüedad entre defensa del Estado y seguridad ciudadana terminó ésta avasallada por la guerra contrainsurgente, en la que proliferaron alianzas de policías con paramilitares que oficiaban como contraparte de la guerrilla. Resultó así la Policía involucrada en el conflicto armado, más allá de su función como agente del orden público. El Plan Colombia fundió en uno el ataque al narcotráfico y a la guerrilla: las Farc condensaron ambos objetivos.

Pero ahora, desaparecido el grupo armado, deberá la Policía sacudirse cometidos que la desnaturalizan. Además, si la paz ha de ser territorial, que se pliegue a la autoridad civil en las localidades, como lo ordena la Constitución. Y que se someta, como toda institución en una democracia, a control y vigilancia civil y ciudadana. El solo control interno, liviano y de yo con yo, ha probado su perversidad: casi siempre terminó por alimentar complicidades non-sanctas. Llegue pronto el día en que la ominosa Comunidad del Anillo y la noticia recurrente de policías sorprendidos en tráfico de cocaína sean vergüenzas del pasado. El día  en que la protección del ciudadano prevalezca sobre la guerra. Colombia lo reclama.

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¿Paz sin partidos?

Absurdo imaginar que un demócrata como el padre Francisco de Roux quisiera favorecer la causa uribista. Pero su propuesta de marginar a los partidos políticos del poder local en el posconflicto, entregando los recursos de la paz a etnias, líderes, universidades y empresarios podrá ser un salto al vacío que sólo sirva al autoritarismo. Como al autoritarismo sirvió la ficción de democracia directa que la Carta del 91 introdujo, y cuyo único beneficiario fue Álvaro Uribe, en sus ocho años de caudillismo, corrupción, violencia, persecución a las Cortes y al disidente político. Llegado al poder con la bandera de la antipolítica, gobernó él a sus anchas sobre una sociedad desorganizada, aborregada en su debilidad y en el miedo, pasto de demagogia. Y, pese a que ella se expresa ahora con más ímpetu, frágiles son sus organizaciones, cuando no cooptadas por la contraparte. Peor aún, aquello de marginar a los partidos para reconstituir el poder territorial alrededor de intereses gremiales es reminiscencia del corporativismo fascista de Mussolini y Oliveira Salazar.

Claro que De Roux interpreta el hastío de los colombianos con partidos que proceden como salteadores de caminos y vehículo de criminales hacia las posiciones de mando y control de los recursos públicos. Malestar manifiesto en foro sobre construcción de la paz territorial, donde arrancó aplausos el sacerdote. Pero no es suprimiendo los partidos como se camina mejor hacia la democracia, ni negando, de paso, el advenimiento de nuevas asociaciones políticas llamadas a renovar las elites del poder.

Será una reforma política la que les imponga democracia interna y controles; abra el abanico del sistema; limpie de delitos las elecciones; y reglamente un estatuto de oposición que dé carta de ciudadanía a la idea liberal, a la idea conservadora, a la idea socialista, al conservadurismo ultramontano. Al pluralismo. Que les permita a las Farc trocarse en partido, no bien abandonen las armas. Que le permita al Centro Democrático consolidarse como partido no bien rompa su ambigüedad entre la legalidad y su llamado a la rebelión, cuyo destinatario natural sería, entre otros, el paramilitarismo revitalizado y andante. Y será el primer interpelado por Paloma Valencia, pues ya él había canalizado mares de votos, motosierra en mano, para la elección de Álvaro Uribe y de los cien parapolíticos que fueron su bancada en el Congreso y hoy pagan cárcel.

Destaca Humberto de la Calle dos elementos del cambio que se avecina. Primero, la apertura cobijará a todas las fuerzas políticas. Segundo, la  comunidad concurrirá al poder local mediante democracia directa que le garantice a la vez participación y capacidad decisoria; singularmente en mesas de concertación de los planes de desarrollo. Se trata de permitir la expresión de los movimientos sociales, no sólo de los partidos políticos. Para Sergio Jaramillo, el modelo de paz territorial dará voz a la gente y fortalecerá las instituciones del gobierno local, incorporando el nuevo ingrediente de la participación, con procesos y reglas del juego formalizados.

Ricas enseñanzas deja este modelo socialdemocrático que concierta políticas  y planes entre el mandatario elegido democráticamente por un partido y los grupos de interés y organizaciones de la comunidad. Mas lo primero será fortalecer las organizaciones sociales, protegerlas, rodearlas de garantías; depurar los partidos, democratizarlos, reformar el sistema electoral y lograr el sueño de la paz: que ningún político vuelva a disparar contra su adversario. Riesgo a la vista si al poder torna un Mesías por el camino de una institucionalidad territorial “no política”, como lo pregona el padre de Roux.

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