La paz, entre el boicot y la esperanza

Pese a los pronunciamientos de la derecha armada y la derecha desarmada contra la paz, la apertura de negociaciones con el ELN podrá acercar dramáticamente un final sin fisuras del conflicto armado. Por vez primera en 25 años de aproximaciones sin fruto, se allana esa guerrilla a la pepa de la negociación: dejar las armas. Pero en desafortunada confluencia con nutridas manifestaciones del uribismo en Medellín y Bogotá, sembraron pánico los paramilitares en 36 municipios y asesinaron a 6 personas. Un atentado fallido se registró contra la senadora Piedad Córdoba en Quibdó, mientras el orador que animaba la movilización paisa exigía libertad para Jorge Noguera. Director del DAS en tiempos de la Seguridad Democrática, hoy paga él cárcel  por asesinato y por poner ese organismo al servicio de narcotraficantes y sus ejércitos. Heredera de aquel paramilitarismo, la sola organización de los Urabeños controla 60% del narcotráfico y 70% de la minería ilegal; provoca todavía el desplazamiento anual de 300 mil campesinos; asesina dirigentes sociales y de izquierda; coloniza el Estado en provincia y se roba sus rentas; cultiva viejos vínculos con empresarios, con uniformados y con la parapolítica, hoy actuante desde las cárceles o por interpuesta parentela. Poder terrorífico capaz de malograr todo acuerdo con las guerrillas y la construcción de un país sin guerra, si no lo disuelve el Estado a tiempo. Que es al calor de la guerra como medran su embestida sobre el Estado y sus negocios.

Pero, torpe, arriesga el ELN borrar con el codo lo que ha escrito con la mano. Y debuta agregando sal a una de las heridas más lacerantes que ha infligido esta guerra a los colombianos: el secuestro. Delito abominable, del cual este grupo armado es campeón. A la condición del Presidente de liberar a todos los secuestrados para iniciar conversaciones, responden sus negociadores que no aceptan condiciones, que el secuestro es “una política normal” con la cual se financian, y que no piensan tratar el tema en la mesa. Vea usted.

No apenas porque el Gobierno lo imponga como condición, sino por ser exigencia clamorosa de la sociedad, el ELN debe liberar a los secuestrados, comprometerse públicamente a cesar esta práctica inhumana y pedir perdón por ella. Llamado insistente de Carlos Arturo Velandia, excomandante desmovilizado del ELN y vocero suyo en procesos de paz adelantados con los gobiernos de Samper, Pastrana y Uribe. Es que las cifras escandalizan. Según el Centro de Memoria Histórica, a las guerrillas se adjudica el 90% de los 27.023 secuestros documentados entre 1970 y 2010 y asociados al conflicto. La mitad de ellos, al ELN. Mancha infame que éste ha de borrar en el acto. No sólo para arribar a la mesa de negociación sino, sobre todo, por respeto a los colombianos.

Parece de suyo sospechar que violentos como los Urabeños puedan sentirse justificados en la procacidad de los ataques del uribismo a la paz. Y tal vez ese temor inspire a Luis Carlos Restrepo para pedirle al CD que apoye las negociaciones de paz. Que acepte públicamente “que es mejor culminar con un acuerdo el proceso en marcha, que exponernos a una ruptura que podría desatar nuevas dinámicas de violencia […] El CD debe complementar sus críticas válidas con una propuesta para manejar la continuidad del diálogo, tendiendo puentes hacia un sector importante de la ciudadanía que de buena fe quiere la paz”.

Apresúrese el Gobierno, por su parte, a parar en seco al monstruo renacido del paramilitarismo. Y el ELN, a entender que renunciar al secuestro no le es ya una opción voluntaria; es imperativo político sin cuya satisfacción podrá quemársele el pan en la puerta del horno. Responda al boicot con una esperanza cierta de paz integral.

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La ultraderecha al desnudo

Aparece cada día un nuevo indicio de que la derecha violenta, paramilitar, se arrima a la ofensiva del uribismo por la reconquista del poder, cuando la paz y una reforma rural asoman la cabeza. En simultánea, ideólogos de esta corriente –Ordóñez y Lafaurie– defienden sin máscaras, sin eufemismos a los despojadores de tierras. Peroran acaloradamente en santuarios del paramilitarismo que ahora incorpora “asociaciones de víctimas de la restitución”; vale decir, ejércitos antirrestitución, autores de 72 asesinatos  de líderes reclamantes de tierra en Urabá. Cazando votos sobre el sufrimiento de las víctimas, despliegan estos patriotas sin mácula energúmeno lenguaje que invitaría a disparar contra los despojados y sus apoderados. Táctica siniestra esta de poner lápida a la contraparte en el debate. De la cual abusó el régimen de la seguridad autocrática y hoy ensaya de nuevo el expresidente Uribe en la persona de dos de sus críticos: Moritz y Yohir Akerman, a quienes acusa, sin fundamento, de militar en el ELN.

Hay en esta incontinencia verbal del uribismo asombrosa afinidad con la terminología que Carlos Castaño empleaba para recubrir sus crímenes con barniz político. Al punto de no saberse quién copió a quién: si Uribe en su persecución a opositores, jueces y periodistas dizque por ser “guerrilleros vestidos de civil”; o el jefe paramilitar al asesinar civiles inermes rugiendo idéntica expresión: en 1997 le dijo Castaño a Cambio 16 que él mataba “guerrilleros fuera de combate, que no son campesinos sino guerrilleros vestidos de civil”. Y Aurelio Morantes, jefe de las autodefensas de Santander y el sur del Cesar, autor de la masacre de Barranca en 1988, declaró: “unos fueron incinerados y otros arrojados a las aguas del río Magdalena […]; hemos declarado objetivo militar a los guerrilleros vestidos de civil” (Espectador, 21, 9, 98).

Pero hay más. La coincidencia de términos parece enraizar en identidad política. En columna memorable (El Colombiano, 2006), abunda Fernando Londoño en elogios al “intelectual” Carlos Castaño, se duele de su muerte y hace votos por la resurrección de su ideario. Pero al temible jefe de las AUC y a sus hermanos se les atribuían ya, entre 1987 y 2002, 18 masacres con centenares de muertos y el asesinato de otros tantos dirigentes políticos. Lo que tampoco a Ordóñez le impidió escribir por esas calendas que “las autodefensas se ajustan a las normas de la moral social, del derecho natural y de nuestra legislación positiva”. Ni inhibió al espadachín del Señor de los Ejércitos para hacerse el distraído esta semana ante la presencia en sus concentraciones políticas  de Tuto Castro, comandante del Bloque Norte de las AUC. Ni para patrocinar virtualmente a los victimarios que habían readjudicado a nuevos campesinos los predios arrebatados, “de listas elaboradas por Jorge 40 que ahora alegan su buena fe”, según revela Alejandro Reyes. Como todo el mundo sabe, a Jorge 40 se le atribuyen 80 masacres en el Magdalena. Mas Lafaurie coopta el argumento del masacrador y espeta: la restitución de tierras es la cuota inicial para que ciertos grupos armados recuperen el control del territorio; “y no se lo vamos a permitir”.

¿Toque a guerra civil, a la acción intrépida y el atentado personal, a hacer invivible la República, como en efecto lo logró Laureano, dios y mentor de los nuevos cruzados de la guerra? Tiempos aciagos de la Violencia que arrojó 300 mil muertos, seguidos de esta otra con otros 300 mil muertos, que el uribismo podría prolongar con el pavoroso efecto de su verbo intrépido sobre el gatillo de la derecha armada; y con su defensa a ultranza del modelo agrario en boga: el de tierra sin hombres y hombres sin tierra.

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ELN: ¿en su propia trampa?

Con el secuestro de los periodistas Salud Hernández, D’Pablos y Melo, parece hundirse sin remedio el ELN en la trampa de su torpeza. La sociedad en pleno le ha gritado a la cara que no tolera un plagio más. Pero se ignora si esa guerrilla pueda registrar, tras la coraza de su inmodestia, el repudio general. Si persista en la insultante justificación del secuestro como “política normal” para financiar su guerra, con la que zahirió hace dos meses el trascendental anuncio de dejar las armas, una invitación a soñar con la paz integral. O si entienda que renunciar al secuestro no es ya apenas condición del Gobierno para dialogar sino exigencia de un país que se levanta contra la infamia. El Centro de Memoria Histórica le adjudica al ELN la presunta comisión de 7.362 secuestros; otros la tasan en 10.411. Y el único que sufre no es el plagiado, a quien se deshumaniza con frecuencia hasta matarle el alma. Por víctimas directas asociadas al secuestro se tiene también a otras 200.000 personas, los familiares. Caso al canto, hace un mes debió entregarse Odín Sánchez a esa guerrilla, en canje por su hermano, el exgobernador del Chocó Patrocinio Sánchez, que llevaba dos años y medio secuestrado.

En doctrina y en programa, poco ha cambiado el grupo armado desde su creación. Contra el vértigo de la historia, porfía el ELN en el estatuto que lo vio nacer. Salvo en el referente ético. Si proclamó en la cuna el respeto a la libertad de pensamiento y de culto, fue su primer jefe quien entronizó la violación de ese principio, con el ajusticiamiento por “traición” de todos sus contradictores ideológicos. Y la saga siguió. El 3 de octubre de 1989, secuestró el ELN en Arauca a monseñor Jesús Emilio Jaramillo, de 72 años. Lo torturó y le incrustó cuatro balas en la cabeza. Fue “ajusticiado… por delitos contra la revolución; (por formar parte) del sector más reaccionario de la jerarquía eclesiástica”. Por pronunciarse contra la revolución y contra el comunismo.

Como si no bastara con el secuestro, otras señales levantan dudas sobre la viabilidad de paz con el ELN: el lenguaje de la agenda pactada con el Gobierno, abstracto, hiperbólico sugiere la pretensión de esa guerrilla de alcanzar en la mesa la revolución que  no logró en su trasegar de medio siglo. A tono con su ideario, el punto de Transformaciones para la paz no augura concesiones al reformismo. Respira también aquella agenda la tácita ambición de oficiar como vocero legítimo de la sociedad civil. ¿De la sociedad que deplora sus métodos de guerra? ¿De alguna comunidad campesina –en Catatumbo o en Arauca– que resiente el puño de hierro con que el ELN le impone su dominación? Mas el grupo persevera en la ilusión de ser vanguardia político-militar del pueblo, el núcleo armado que “genera y canaliza la conciencia revolucionaria”. Así, el tercer punto invoca la Participación de la sociedad en la construcción de la paz (¿y la implícita autoproclamación del ELN como su líder y vocero?). Años de conversaciones, acaso décadas tendrían que pasar para que las condiciones del país se adaptaran al anhelo mesiánico de este grupo reducido de insurgentes.

Se impone lo contrario: que la agenda sea negociable, no sólo conversable; que aterrice sobre la realidad. Que se reconcilie el ELN con los colombianos devolviendo a los plagiados y renunciando públicamente al secuestro. Sólo así podrá revalorizar la esencia del viraje cardinal que tuvo la valentía de anunciar el 30 de marzo: pasar de la lucha armada a la política. He aquí el camino para que el ELN no tenga que inmolarse en su propia trampa. Para que derive, más bien, en artífice de la paz integral que Colombia reclama.

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Campesinos: posconflicto a la vista

Gobierno tardo, desganado cuando de campesinos se trata, lo sorprende el posconflicto sin instrumentos acondicionados para saldar una deuda histórica con la población del campo sojuzgada, ahogada en sangre por cuarteleros de todos los colores. En la otra orilla, resucita la organización campesina que bajo la enseña de Anuc protagonizara hace cuarenta años la más pujante movilización por la tierra en América Latina. Y  restaura ahora, como Cumbre Agraria, su estatura política: se impone como interlocutor legítimo del Gobierno para contraponerle –en la mesa de negociación o en la protesta– un modelo económico alternativo al del ignominioso privilegio del gran capital. Debuta, pues, con libre juego de ideas en un posconflicto que augura más democracia. Exige, sí, el cumplimiento de lo acordado en 2013. Como los fondos para vías, escuelas, acueductos y puestos de salud en zonas olvidadas. Pero han dicho los líderes que es la estructura del modelo rural la que concentra su interés. En perspectiva de reforma agraria integral y de participación política, cooptan,  a su manera, los acuerdos de La Habana y apuntan a los problemas de tierra, territorio y soberanía; del modelo minero-energético, y de sustitución de cultivos.

Marcadas ayer y hoy por el despojo violento de la tierra, las luchas campesinas en Colombia sufrieron también el embate de la expansión guerrillera y paramilitar. Sobre todo a manos de esta última, el campesinado perdió la tierra y, sus dirigentes, la vida. La contrarreforma agraria arrojó ocho millones de víctimas. Hoy prevalece un agresivo modelo agroindustrial y de minería depredadora que podrá triturar la economía campesina, compromete la seguridad alimentaria del país y profundiza las inequidades. Resultado: hiperconcentración, sin par en el mundo, de la propiedad agraria. Duro patrón histórico de lucha por la tierra, adjudicación, violencia y despojo, en cadena siniestra integrada por grupos armados, notablato tradicional, funcionarios públicos, empresarios y políticos. Funesto conglomerado que hoy organiza ejércitos antirrestitución y promueve leyes que revictimizan a los despojados. Como la de María Fernanda Cabal.

De un cambio en la tenencia y uso de la tierra dependerá en gran medida el buen éxito del posconflicto. Con acceso a la tierra, entrega de baldíos a los campesinos, medidas para enfrentar la crisis de la producción agropecuaria, control de la minería, sustitución autónoma y concertada de cultivos ilícitos; amparo jurídico a territorios indígenas, a consejos comunitarios de los afros y a las zonas de reserva campesina; y respeto a los derechos políticos del campesinado, como lo postula la Minga Agraria.

Cuídese el movimiento campesino de los intentos del ELN por suplantarlo, en repetición de la trágica experiencia de la Anuc en los años 70, cuando a la brutal represión oficial se sumó el asedio de grupos guerrilleros. En su afán de “tomarse” lo ajeno, le dieron a la caverna y al Gobierno argumentos para liquidar a la Anuc y asesinar, uno tras otro, a sus líderes: “son guerrilleros vestidos de campesinos”. Con el tiempo, Carlos Castaño y algún expresidente ajustarían la expresión que era sentencia de muerte: “Son guerrilleros vestidos de civil”. Entre líderes populares y de restitución de tierras, hubo el año pasado 63 asesinados y 251 amenazados.

La clase dirigente no puede ya darse el lujo de trivializar el posconflicto con mohines y mediastintas que, a la hora de las definiciones, pueden significar  aval a una guerra sin fin, tolerada o propiciada por aquella desde tiempos inmemoriales. Ni puede el Gobierno taparse ojos y oídos para no ver ni oír un viejo anhelo que se ha convertido en bandera inexpugnable del campesinado: “queremos pasar de sirvientes de los ricos a propietarios de tierra”.

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El hombre de las simulaciones

Hasta en sus empresas menos heroicas, como esta de boicotear la paz, adopta Álvaro Uribe aires de dios tronante para diluir en ruido las flaquezas propias. Con firmatón rubrica sus delirios –siempre en tono de guerra– simulando indignación por las penas alternativas que se impondrán a las Farc; y exige cárcel para ellas, entre otros, por el delito de narcotráfico. Pero este estatuto de justicia transicional es pálido reflejo, y él lo sabe, de las concesiones y gabelas que pujó por concederles a los narco-paramilitares en su primer Gobierno. Cuando acaso esperaban ellos reciprocidad por los muchos votos que habían aportado a su elección; y porque la Ley de Justicia y Paz, concebida para regular la desmovilización de las AUC (que albergaban a los capos del narcotráfico) alcanzara en Ralito su primer hervor.

Pero, simulando honor ultrajado, pregona el expresidente que el de La Habana es “un pacto de total impunidad”. Inflama así la instintiva aversión de muchos colombianos hacia esta guerrilla arrogante, y la transforma en odio al enemigo supremo, “la far”. Además, se insubordina por anticipado contra un pronunciamiento de las mayorías por la paz. Y, presa de pánico ante el fin del conflicto armado, se fatiga en prefabricar un clima de catástrofe semejante al de 2002, cuando el fiasco del Caguán le despejó el camino hacia la presidencia de la república. Entonces devolvió a los subversivos selva adentro y se tomó la guerra a pecho como estrategia invariable, eterna de su proyecto político. Presumible que porfíe en ella mientras se asienta el ciclo de la violenta transición que el narcotráfico apareja, y cuyos beneficiarios, ricos y pobres, lo consideran su mentor. Voluntario o involuntario, pero mentor.

La Ley de Justicia y Paz terminó por reducir las culpas de los paramilitares a su mínima expresión. En 2003 debutó el Gobierno con la propuesta de conceder amnistía aún a los responsables de delitos atroces, sin pagar un día de cárcel, mientras aceptaran desmovilizarse. Llovieron críticas. Mas una segunda versión de 2005 contemplaba, entre otras prerrogativas, la de darle al paramilitarismo estatus político. Y podía la Ley favorecer a desmovilizados que vinieran del narcotráfico. La aplanadora uribista del Congreso aprobó la norma, aun violentando el procedimiento legal. Pero las Cortes la modularon después. Ahora quien rindiera versión libre por delitos de guerra y de lesa humanidad pagaría entre cinco y ocho años de prisión; y la Corte Suprema negó la posibilidad de elevar el paramilitarismo a delito político. En diez años de vigencia, sobre 32.000 desmovilizados y 900 judicializados,  la Ley arroja míseras 22 condenas. Una vergüenza.

La uribista, entusiasta de esta Ley, no era cualquier bancada. Hasta 2009 se contaron 102 parlamentarios investigados por vínculos con paramilitares y 80% de estos parapolíticos pertenecía a la coalición de Gobierno. No es cosa baladí: la parapolítica es el brazo político de los ejércitos del narcotráfico, autores de masacres sin cuento y de asesinatos espeluznantes a motosierra batiente. ¿A qué tanto moralismo impostado del exmandatario que le pidió a esa bancada aprobarle sus proyectos antes de ir a la cárcel?

La inminencia del fin de la guerra con las Farc demuestra que el país no está condenado a la fatalidad de una violencia sin remedio. Que, por saber del sufrimiento extremo, desconfiarán los colombianos de simulaciones y mentiras que bien pueden costar otros 300.000 muertos. Hago votos por una refrendación masiva de los acuerdos de La Habana. Hago votos porque no prospere la resistencia del expresidente Uribe contra la paz que por vez primera en sesenta años asoma la cabeza.

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