De indios y encomenderos

A la fuerza de los símbolos se sumaba la contundencia de las palabras y los hechos. En debate de televisión convocado por Laura Gil sobre la minga que se riega como aceite por Colombia, se encaraban los exponentes clásicos de nuestra desigualdad social: una élite criolla codiciosa, prepotente, y el indio. Jorge Bedoya y José Félix Lafaurie, voceros del Consejo Gremial y Fedegán, evocaban en su desdén al encomendero que lleva siglos arrebatando vida, tierra e identidad a los pueblos indígenas. En otra orilla, el senador Feliciano Valencia personifica la resistencia de su gente, en lucha asimétrica que hoy canaliza, empero, el flujo de la protesta social hacia un paro nacional el 25 de abril. Clamor contra políticas como la tributaria, que han disparado la desigualdad en este, el segundo país más desigual de América. Con su acicalada barba de galán, invoca Bedoya el principio de autoridad para judicializar a los organizadores del bloqueo a la Panamericana. Y Lafaurie condena, cómo no, los “actos criminales” y la “protesta armada” que anidarían en el movimiento. Pero ellos mismos encabezan asociaciones a veces  infestadas, esas sí, de criminales de metra y papel sellado en veredas y caminos y notarías.

Se escandalizan porque los indígenas reclaman tierra feraz que fuera suya antes de que se las robaran y los arrojaran a zonas improductivas y al rastrojo. Porque reclaman ampliación de resguardos; avance en los sistemas propios de salud, educación y medio ambiente; y el presupuesto necesario para todo ello, debidamente incorporado en el Plan de Desarrollo. No como promesa y simple anexo.

Obrando desde el prestigio de sus luchas, la Onic promueve “una gran minga nacional por la defensa de la vida, el territorio y la paz”. 490 organizaciones sociales la suscriben; la primera, el Cric, la organización social más poderosa del país. Campesinos, pueblos indígenas, negritudes, estudiantes, sindicatos, cafeteros, maestros, transportadores van convergiendo en propósito común, casi que por simple afinidad existencial con la historia y la causa indígenas. Y por sufrir todos el golpe de la inequidad.

Tras la esclavización y el genocidio, usurparon los encomenderos las tierras de los indios, explotaron su trabajo, subordinaron su cultura y los redujeron al hambre en parcelas que pertenecían también a señores de dudoso pedigrí. La élite esclavista de Popayán fue dueña del 40% de los esclavos del país y no falta entre sus líderes quien proponga hoy segregar definitivamente a la población indígena en los estériles confines del Cauca.

Al lado de la minga indígena, otra bandera potencia el pronunciamiento del movimiento social: el mentís a la desigualdad que en este Gobierno se dispara y atenta contra la democracia. Explica Clara López que a mayor concentración de riqueza, mayor concentración de poder político que a su vez permite diseñar las reglas del juego en favor de los poderosos. El año pasado, escribe, la ganancia total del Banco de Bogotá fue de $2,93 billones, 53,9% más que el año anterior. Una tasa 20 veces mayor que el crecimiento de la economía. Y la política tributaria no hace sino agudizar la inequidad. Por eximir de nuevos impuestos a los ricos en montos que suman decenas de billones, no podrá cumplir este Gobierno siquiera con la partida mínima prometida a las comunidades indígenas. Eso sí, nuestros modernos encomenderos seguirán pidiendo cárcel y represión para ellas.

¿A qué tanto escándalo porque López Obrador proponga que el Gobierno de España y el Papa pidan perdón por la conquista exterminadora de nuestra América? Moderen sus impulsos Bedoya y Lafaurie si les indigna el guardia indígena que pregunta: si los indígenas llevamos 500 años de resistencia, ¿por qué no vamos a mantener la minga el tiempo que sea necesario?

 

 

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Ofensiva desde la oscuridad

Se diría que no les basta con el segregacionista proyecto de ley que crea un ministerio para la familia patriarcal. A esta iniciativa del senador por el Centro Democrático Juan Carlos Wills se suma ahora la de suscribir en el Plan de Desarrollo un pacto en defensa de la familia tradicional. A instancias del senador John Milton Rodríguez del partido cristiano Colombia Justa-libres, la propuesta apunta a tomarse medio Estado vía Centros de Atención Familiar integrados por sicólogos, sexólogos y miembros de comunidades religiosas, y un aparato paralelo de puntos móviles de “orientación” y propaganda por medios masivos de comunicación. Con loables propósitos que quedarían sin embargo avasallados por éste de salvar la familia bíblica (papá-mamá-hijitos). Que tras bastidores asoma las orejas el eje Uribe-Ordóñez-Viviane lo sugieren rasgos del diagnóstico que Rodríguez aproxima en apoyo de su idea: crimen le parecerían a él, sin distingos, el feminicidio, la infidelidad conyugal, la violencia intrafamiliar y el modelo de familia en unión libre. Le alarma que en 2016 no se registraran matrimonios en Puerto Carreño. Le alarma el aumento de divorcios.

Pero no lo inquieta la afinidad de su propuesta con el ministerio de Familia que Bolsonaro creó a la medida de su titular, una pastora evangélica rescatada del rancio oscurantismo que cogobierna con un violento en el Brasil. Mucho pesó en su designación una vivencia mística que la llenó de luz: dijo ella haber visto la figura de Dios en un guayabo… (en un palo de guayaba). Acaso le ordenara el Señor promover la ley que eleva penas contra la mujer que aborta y premia con subsidios a la embarazada por violación si no lo hace. En homilía incendiaria llamó esta Damares Alves, desde el púlpito, a ejercer el poder todo; nos llegó la hora de copar la nación, exclamó entre vítores de su feligresía.

Acaso nuestros uribistas y evangélicos no alberguen tan descomunal  ambición. Pero los proyectos de Wills y Rodríguez sí apuntan a copar grande porción del poder público en Colombia. Quieren encaramarse sobre el Instituto de Bienestar Familiar, el Departamento de Prosperidad Social, los ministerios del Interior y de Cultura, las comisarías de familia, la Policía Nacional, la Fiscalía, las alcaldías y gobernaciones para integrarlos con “el sector religioso”: con un partido cristiano que querrá subordinarlos a su fe y a su interés electoral. El propósito es atacar con expediente bíblico la crisis de la familia tradicional, con olvido de todos los demás modelos de familia, que son la mayoría en Colombia: la familia extensa, la monoparental, la compuesta, la homoparental son el 70%. Las familias en cabeza de mujer representan hoy el 40%, mientras aumentan las de matrimonio igualitario y unión libre. La familia nuclear apenas alcanza el 29%.

Pero el conservadurismo nada contra la corriente. Es lo suyo. Cuando la sociedad busca libertad y mejores aires, aquel le atraviesa cadáveres ataviados de fina seda y rodeados de flores. Una escena grotesca me aguijonea la memoria. No hace mucho, ante una pareja de jóvenes que contraía matrimonio por el rito cristiano recitó el pastor a grandes voces pasajes que dijo extraer de la Biblia: instó al hombre a asumir con energía la autoridad que Dios le daba al varón; y a ella, a honrar postrada al que la salvaba del fango putrefacto que desde el origen de los tiempos había signado su condición de mujer. Los hijos que vinieren habrían de seguir la ruta de sus padres. ¿Habrá todavía quien crea que en estos oscuros meandros podrá cultivarse una salida a la crisis de la familia tradicional? ¿No estaría el remedio más bien en humanizarla? ¿A qué la toma de medio poder público para perpetuarla, en ofensiva de ejército de ocupación?

 

 

 

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De vuelta al uribechavismo

No, no son iguales. Uribe llegó al poder para afianzar la economía de mercado y, Chávez, para desmontarla. Pero en política, guardadas diferencias de grado, cogieron ambos por la vertiente autoritaria del populismo latinoamericano. En Venezuela desemboca el chavismo en la dictadura de Maduro, agente ejecutor de la divisa del coronel; en Colombia regresa la de Uribe sobre los hombros de Iván Duque. Hace 14 años aventuraba yo en un librito (“Álvaro Uribe o el neopopulismo en Colombia”) que aquellos líderes suscribían elementos medulares del mismo modelo político: el del neopopulismo con carga de arbitrariedad y mano dura. La prueba del tiempo parece darme la razón y ratificarlo hoy, cuando, la mirada en su mentor, desafía Duque la legalidad: desacata fallo de la Corte Constitucional (una barbaridad, dirá Sergio Jaramillo), pone en riesgo la división de poderes, induce el retorno a la guerra y reanuda campaña electoral con la jauría aulladora que ha vuelto invivible la república.

Mucho en Chávez y en Uribe conspira contra la democracia: la búsqueda ciega del unanimismo; la determinación de absorber o cooptar el fuero de jueces y legisladores, por convertir la democracia constitucional en Estado de opinión manipulada; la militarización de la sociedad, el anclaje de la seguridad en una policía política, la búsqueda del poder para quedarse en él. Y, en Uribe, la idolatría de la guerra. Manes de los regímenes de fuerza que proliferaron en la región y cuyos signos restablece Duque, solícito exhumador del uribechavismo. Sus objeciones a la JEP calculan el golpe en dos planos. Primero, para resucitar el proyecto subversivo de la ultraderecha contra la democracia y la paz; con su efecto colateral de asegurarles impunidad a prestantes promotores de atrocidades en el conflicto. Segundo, convertir la campaña electoral en borrasca de odios y mentiras, siempre pródigas en votos.

Llegado al poder, creó Chávez el instrumental para perpetuarse en él, para neutralizar al Congreso y a las Cortes. En parecida dirección obró Uribe. Su propuesta originaria de referendo apuntaba a revocar el Congreso, pero la Corte Constitucional estimó que, a guisa de reforma constitucional, sólo buscaba atacar a un grupo de gobernantes. Calificó el proyecto de “contrario a la idea más elemental de Estado de derecho y de constitucionalismo”. Y lo tumbó.

Uribe reformó un “articulito” de la Carta para hacerse reelegir en 2006. “Ya que le dieron 40 años a don Manuel (Marulanda), ¿por qué no le dan un tiempito más largo a la seguridad democrática?”, dijo. Y, a son de democracia plebiscitaria, su ministro Pretelt defendió la opción de reelegirlo por veredicto popular, no por regla constitucional. A la segunda reelección y tras escándalo de soborno a parlamentarios, se opuso la Corte en 2010 porque atentaba contra la separación de poderes. Con una segunda reelección, hubiera Uribe terminado por controlar las Cortes; la Suprema incluida, a la cual persiguió con saña cuando ésta investigaba a su bancada por parapolítica.

Maduro corona el modelo: atrapa presidencia indefinida, altas cortes, poder electoral y una constituyente de bolsillo en remplazo de la Asamblea Legislativa. Duque le sigue el paso. Ya desde su campaña proponía disolver las Cortes para fundirlas en una y reducir el Congreso a la mitad. De prosperar sus reparos a la JEP, le habrá arrebatado a la Constitucional su poder de órgano de cierre, en favor del Ejecutivo. Y va por la cooptación de los congresistas entregándoles 20% del presupuesto de inversión. Mas, si hace unos años desfallecían la oposición y el movimiento social bajo la fusta de Uribe, no podrá Duque ignorarlas ahora: media Colombia prepara la defensa de la democracia y de la paz. Si precarias, resultan ellas infinitamente más deseables que el ominoso uribechavismo.

 

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Anticorrupción: si, pero no

Es del talante de Duque dictar una medida mientras la neutraliza con otra mayor: avanza un paso y retrocede un kilómetro. Así, encarando la corrupción que reina en la contratación del Estado, sanciona por fin el decreto que adopta el pliego único en licitaciones de obras públicas; formato que golpearía el favorecimiento previo a un único oferente y a las mafias de contratistas. Enhorabuena. Pero el Plan de Desarrollo crea por su lado el llamado Fondo de Inversiones de Iniciativa Congresional, un quinto del presupuesto nacional de inversión a disposición de la clase parlamentaria. Toneles de mermelada como ésta viera jamás. Y con premio adicional: no tendrían ya esos billones la cortapisa de Planeación Nacional, porque el artículo 35 del Plan le arrebata a la entidad el control sobre el presupuesto de inversión, para depositarlo en el ministro de Hacienda. Ecónomo del país que políticos y hombres de bien usufructúan como finca y faltriquera propias. Hoy será Carrasquilla, habilidoso contratista que ordeñó decenas de municipios con sus bonos de agua. Mañana podrá ser otro de parecida jaez.

El pliego tipo se contrae por ahora al sector transporte, porción menor de la contratación pública que en 2017 alcanzó $147 billones. Según el profesor Alejandro Barreto, no toca a la contratación directa que ese año representó casi $45 billones; ni a regímenes especiales como los de las Fuerzas Armadas, Ecopetrol y empresas de servicios públicos, cuya contratación llegó a $36,9 billones; ni a las licitaciones de particulares ante el Distrito Capital. Sólo afecta al tipo de licitaciones que representaron entonces $10,5 billones. Si buena, poco podrá la medida contra la exultante expansión de contratos que en provincia se adjudican casi siempre a dedo: 85% según el entonces contralor Maya.

Porfiará el político en el negocio por punta y punta, mientras prepara alforjas  para almacenar los auxilios multiplicados de Papá Noel. Que ahora le sobrará más de la financiación privada de su campaña, y de la pública. Y podrá seguir adjudicando contratos a sus prosélitos y amigos, por mano del copartidario alcalde o gobernador. Sigue Verónica Tabares en La Silla Vacía un estudio de la MOE que relaciona financiación de campañas y contratación pública según el cual 112 donantes a campañas en Antioquia aportaron $663 millones y obtuvieron contratos públicos por $85.903 millones: recibieron $129 millones por cada millón invertido. 93% de los contratos se entregaron a dedo. Y Milena Sarralde informa en El Tiempo que un puñado de vivos acapara la contratación pública, multiplicándose en mallas cerradas que repiten beneficiarios. Concentran un tercio de la contratación pública. Son contratistas –dice el contralor– que actúan con vocación de carteles, mafias rapaces que se organizan metódicamente para monopolizarla.

A la voz de que empeora el país en el rango mundial sobre percepción de corrupción, Transparencia por Colombia le pide al presidente idear una lucha estructural contra ella y anclarla en el Plan de Desarrollo. Ni modo. Lo estructural que vemos en el descosido mamotreto es la multimillonaria partida que se asignará a la clase política, convenientemente confiada ahora a la cartera de finanzas. Se disocia con ello la inversión pública de la estrategia  de desarrollo, de sus metas y políticas, brújula que le marca el norte y le da sentido de conjunto. Queda la inversión sometida al albur de una nube de mercaderes y políticos que hacen del erario un carnaval. Si ya lo bailan en la ancha alcantarilla de la contratación pública, ¿qué no harán con el presupuesto todo en sus peludas manos? Si tuviera el presidente Duque algún sentido de patria corregiría a tiempo la procaz iniciativa, y reviviría los proyectos contra la corrupción que el país exigió. No más la charada del sí-pero-no.

 

 

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El castrochavismo de Trump

No todo es obsequiosa sumisión al bárbaro que blande el mazo contra Venezuela; también del peón recibe sus lecciones el imperio. Si el mote de castrochavista que la ultraderecha le acomodó en Colombia a la oposición democrática sentó tres veces a Uribe en el solio de Bolívar y fracturó la paz, el eficaz ardid aplicado al socialismo democrático que estalla en Estados Unidos podría reelegir a Trump. El coco de Venezuela despierta los fantasmas de la Guerra Fría, para repetir la decrépita cruzada contra el comunismo, en dos países donde éste es brizna en el huracán de la política. Cruzada mentirosa, porque no salva en ellos a la democracia, de un estalinismo imaginario, y sí trae, en cambio, aires de fascismo. Allá en el Norte, es reacción de la caverna contra el sorpresivo renacer del socialismo democrático que evoca el New Deal que Roosevelt entronizó en los años 30 y devino Estado de bienestar.

La última encuesta de Public Policy Polling le da al socialista Sanders (léase liberal de izquierda) 51% de intención de voto, contra 41% a Trump; 63% de los jóvenes se declaran allá socialistas y anticapitalistas. Pero el mono deforma la realidad ideológica y presenta a la socialdemocracia como comunismo. Truco de alto impacto en el electorado de La Florida,  decisivo en elección de presidente, cuyo componente latino es anticastrista de nación y ahora, por extensión, enemigo del castrochavismo. Nada nuevo. Ya el teórico Friedrich Hayek asociaba socialdemocracia con comunismo totalitario, acaso en respuesta al clamoroso espectáculo del New Deal. Batiéndose por la economía de mercado, reafirmaría sus tesis en los 70, para dar soporte a la Escuela de Chicago que trazó la ruta del neoliberalismo.

Como se sabe, también el modelo de Roosevelt es economía de mercado pero con impuesto progresivo y sólida política social. Pasó del énfasis en el capitalismo individualista al Estado redistributivo, con regulación de la economía y  pleno empleo. La igualdad ante la ley se acompañó ahora de seguridad social y económica. Para Roosevelt la supervivencia del capitalismo dependía también de la planificación económica, pues la crisis del sistema resultaba del abuso de la libertad de empresa. Adaptó formas del socialismo al capitalismo, y éste evolucionó de un sistema de explotación sin escrúpulos a otro de responsabilidad social.

Mas no todos estaban conformes. Explica Hayek en 1976 que cuando escribió  Camino de Servidumbre, 32 años atrás, socialismo significaba nacionalización de los medios de producción y planificación económica centralizada. Que éste se resuelve ahora en una profunda redistribución de las rentas a través de los impuestos y del Estado de bienestar. Pero cree que “el resultado final tiende a ser exactamente el mismo”. Postulado acomodaticio, pasa por alto diferencias de naturaleza que separan a los dos modelos. Más aun cuando asevera que “la planificación conduce a la dictadura (porque contraviene) la naturaleza esencialmente individualista de la civilización occidental”. Como si fueran iguales la planeación coactiva de la Rusia soviética y la planeación indicativa del Occidente industrializado.

Aunque riñe con la realidad y legitima la modalidad más cerril de capitalismo, la razonada disertación de Hayek  se vuelve caricatura en las torvas manos de un Trump o de algún presidente eterno en banana republic. Y la plutocracia ahí, empachada, la mira puesta en el petróleo de Venezuela. Abortada la ayuda “humanitaria”, se congratulará Trump, sólo queda la intervención militar contra la dictadura castrochavista. ¡Se me apareció la virgen, pensará; reelección asegurada! Hasta cuando empiece a llamar castrochavistas a los millones de norteamericanos que no le marchan. Porque tienen clara la diferencia entre dictadura estalinista  y un New Deal para el siglo XXI.

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