Paperos: los trapos del agro al sol

No es jugarreta del destino. La crisis de los paperos es el síntoma recurrente de enfermedades que carcomen la entraña del agro en Colombia y se ceban en el campesinado: la miseria, la injusticia, la violencia, el trato de parias que los gobiernos dan a quienes se rompen el lomo por la seguridad alimentaria del país. Males de siempre agudizados por la desprotección de la agricultura campesina, arrojada, como se ha visto, al mar embravecido de mercados sin control. Y doblemente azotada hoy por la pandemia, que redujo demanda y precios de la papa, mientras seguía el Gobierno amparando importaciones.  Los precios de sustentación que el Estado llegó a fijar para asegurar su ingreso a los cultivadores y precios estables al consumidor son cosa del pasado.

Ciego a los disparadores del desastre –sociales, técnicos, financieros y de infraestructura– el ministro de Agricultura destina compasivo miserables $30.000 millones para paliar la crisis de los cien mil cultivadores de papa. Una migaja, debió de resultarle el óbolo a Flor Alba Rodríguez, de Samacá. Ya ella tuvo que vender las vacas que le quedaban para pagar su crédito a los bancos. Y temerá a la cercana eventualidad de feriar la finca, por lo que le den, para saldar la deuda. No faltará el oportuno comprador que quiera agrandar sus predios pagando una chichigua, en imaginativa forma de despojo.

No caben en las entendederas de este Gobierno los conceptos de planificación de la producción, o conservación y buen uso del producto excedente. Habla de “sobreproducción” en un país donde 15 millones de sus habitantes se están acostando con hambre. Eso sí, fluyen exuberantes las importaciones de papa precocida, roya de la producción propia: 50.000 toneladas traídas de Europa, equivalentes a 200.000 de las nuestras sin procesar. Entre 2009 y 2019, quintuplicó Colombia las importaciones del tubérculo. Colombia, despensa potencial del mundo, importa 10 millones de toneladas de alimentos al año. Puñalada trapera de los TLC a la economía campesina, que es fuente del 80% del empleo en el campo y opción más productiva que la gran explotación agrícola.

Como un buldozer arremetió hace tres décadas el modelo de liberalismo económico en bruto. Tendido quedó en la arena aquel que, mal que bien, ayudaba al agro con sistemas de riego, comercialización del producto, precios de sustentación, infraestructura de conservación de excedentes agrícolas para contener la anarquía de precios gobernada por los caprichos de la oferta y la demanda. Para regular el mercado de la producción agrícola se creó el Idema; mas, con el Incora, la Caja Agraria y la banca de fomento agropecuario, desapareció aplastado bajo el trepidar de aquella máquina infernal, engalanada con la bandera del libre comercio en patio propio y allende las fronteras.

Hoy piden los productores de papa, maíz, plátano, fríjol resucitar aquellas políticas y las instituciones que las ejecutaban. Empezando por imponer arancel del 30% a la importación de alimentos, y renegociar los TLC. En lo cual coincide el empresario Jimmy Mayer, para quien esos tratados sacrifican una protección adecuada de la industria y el agro nacionales, que han de ser fuentes de riqueza y de empleo bien remunerado.

La acción desesperada de campesinos que venden la cosecha en carreteras por la séptima parte de su precio no es exhibición de folclor patrio; es la cruda exposición de los trapos al sol: de las ruindades de un sistema de privilegios duro como una roca, despiadado como el hambre de los que producen la comida pero no comen.

Coda. A despecho de la nueva Semana, el buen periodismo es imbatible. Lo prueban, entre el elenco de galardonados con el Simón Bolívar, el magnífico Jorge Cardona, Carlos Granés y Ricardo Calderón.

 

 

 

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La antidemocracia refrendaria

En manos de extremistas como Álvaro Uribe, la democracia directa es un azote. Introducida por la Carta del 91 para ampliar la participación política, el uribismo puso no obstante la democracia directa al servicio del proyecto más reaccionario que floreciera en Colombia después de Laureano Gómez. Forma de participación complementaria de la representación política, lo mismo puede propiciar soluciones de fondo democrático que violentarlas. Por plebiscito se consagró en 1957 el derecho al voto femenino y se clausuró la dictadura; una consulta popular arrojó en 2018 casi 12 millones de votos contra la corrupción. Pero dos años antes, el CD boicoteó en plebiscito con mentiras catedralicias un acuerdo de paz logrado tras medio siglo de guerra y medio millón de muertos y desaparecidos. También ahora marcha el referendo de Uribe sobre embustes y cargas de odio contra la justicia transicional que es modelo para el mundo.

Pescó la derecha en los vacíos del modelo participativo que se ofreció como antídoto a la crisis que alcanzó su clímax en 1989. El enemigo sería ahora el clientelismo, máquina infernal de corrupción en los partidos y en el Estado, depositarios de la democracia representativa. En el reformismo moralizante de tantos que habían forjado entre clientelas su poder, respiraba el esnobismo de que la nuestra era una democracia sin ciudadanos. Dos figuras simbolizaron el antagonismo entre el oro y la escoria: el ciudadano y el cacique clientelista.

La democracia directa, refrendaria, fue corolario político del modelo de mercado que el Consenso de Washington imponía en el subcontinente, como contrapartida a las dictaduras del Cono Sur. Pero repitió la receta autoritaria, ahora en formato de neopopulismo, desde Fujimori en el Perú hasta Uribe en Colombia. Dictadores desembozados y tiranos en ciernes elegidos por el pueblo legitimaron su mano más o menos dura en la corrupción del sistema político. Pero, lejos de erradicarla, la ahondaron.

A Colombia se proyectó el diagnóstico de la crisis que pesaba sobre estos países: dictaduras y dictablandas hacían agua; se decretó agotado el modelo proteccionista; se imponía una transición que armonizara libertad política con libertad económica sin atenuantes. Se trataba de compatibilizar cambio económico y modernización política. Había que transitar de la democracia representativa a la democracia directa del individuo en ejercicio pleno de su libertad; del Estado social, promotor del desarrollo, al Estado adaptado a las necesidades del neoliberalismo, del clientelismo a la ciudadanía. La Carta del 91, diría Rafael Pardo, transformó las reglas del juego político y cambió el modelo de desarrollo.

Entre reformas vitales del 91 (la ampliación de derechos, la tutela), cobró ruidoso protagonismo la ideología que exaltaba la democracia “participativa”. A su vez, la laxitud de la norma que permitía la creación de partidos fracturó el monopolio del bipartidismo tradicional, sí, pero debilitó a las organizaciones políticas y al sistema de partidos. Atomizados los odiados partidos, mistificada la democracia directa, desactivada la sociedad civil, surgió el escenario  donde medrara el primer demagogo con ganas de jugar a la tiranía de las mayorías. Al Estado de opinión.

Décadas lleva Uribe practicando la democracia directa que sirve a su proyecto de vocación neofascista: con consejos comunales que descuartizan la institucionalidad, con manipulación oprobiosa del plebiscito por la paz, con su nuevo referendo contra la Justicia. A despecho de la Carta del 91, el uribismo interpretó modernización política como amancebamiento de clientelismo y neopopulismo. Esta versión de democracia directa es espejismo de cepa antidemocrática, a leguas de la genuina participación política.

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Campesinado: ¿ostracismo sin fin?

Claro que el mandato de Duque sí tiene norte. Bajo sus puerilidades como presentador del programa Aló Presidente, los Álvaro Uribe, los Sarmiento Angulo toman todos los días decisiones de gobierno: un batido de precariedades para apagar el incendio de la pandemia y preparativos para volver a la normalidad económica que es, precisamente, el combustible de la conflagración. Ni plan de choque para crear empleo de emergencia, ni previsiones para revisar el modelo que al primer papirotazo de un virus exhibe sus vergüenzas, el hambre y la pobreza sobre los cuales se edificó. Ni salarios y protección para los médicos en la crisis, ni en el horizonte cambio del régimen de salud-negocio. Ni apoyo valedero al campesino, que ha respondido a las exigencias de la hora, ni la reforma rural que asegura la paz.

Antes bien, como en diabólica celebración del cincuentenario de la Anuc (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos), debuta un ministro del sector repitiendo el programa de subsidios que mandó a la cárcel a un antecesor suyo: créditos con destino a pequeños y medianos campesinos desviados a los aviones de siempre; a grandes negociantes en todo, menos en agricultura. Sinvergüenzas. Que corrijan sobre la marcha, no mata el síntoma. Ni oculta la venganza de la caverna contra el campesinado que en los años 70 y 80 se movilizó como nunca en nuestra historia. Tampoco reconoce el hecho comprobado de que la economía campesina es más productiva y crea más empleo que la gran explotación. Realidad que da fundamento a la Reforma Rural del Acuerdo de Paz, minuciosamente saboteado por este Gobierno.

Violencia, despojo, desplazamiento condensan la guerra librada contra los indefensos del campo en estos años —que son también los años de la Anuc— tras la derrota a sangre y fuego de ese movimiento y el entierro de la reforma agraria en Chicoral. Si durante la violencia liberal-conservadora se enfrentaron los labriegos en partidos, en los 70 lucharon por lo suyo: la tierra. Creada por Carlos Lleras para suministrarles servicios del Estado y titulación de tierras sin mediación del clientelismo, fue Anuc protagonista de esas luchas,  acompañadas a menudo de invasión de baldíos y latifundios. Respondieron los terratenientes con expulsión masiva de arrendatarios y aparceros y, el gobierno de Misael Pastrana, con la división del movimiento y con la decapitación del ala más beligerante de la organización. A la división ayudó la impaciencia de la izquierda que lo penetró.

Dos razones explicarían, según León Zamosc, aquella derrota: Primero, sólo el 10% de los beneficiarios potenciales de reforma agraria tuvo acceso a la tierra. Segundo, una paradoja: las luchas campesinas catapultaron la gran explotación, que se extendió a expensas de la pequeña propiedad. El narcoparamilitarismo recrudecería la tragedia del campesinado, que sigue reclamando tierra, paz, vida y participación política.

A este reclamo centenario responde el Acuerdo de Paz, con una reforma rural que neutralice el conflicto por la tierra, causa y motor de la guerra. Propone, por enésima vez, dar tierra a quien la necesita, subsidiarlo, modernizar el agro  y promover el desarrollo rural mediante planificación concertada entre las comunidades y el Estado. ¿Mucho pedir? Sí, para la derecha sedienta de sangre que se congratula en el ostracismo del campesinado. No, para el movimiento que renace siempre de sus cenizas, siempre con fuerza insospechada.

Coda. A la indolencia de Duque frente a la masacre de líderes sociales, Monseñor Darío Monsalve la llamó, en castellano impecable, venganza genocida contra las comunidades y la paz. Blandiendo espada inquisitorial, se le vino encima el Nuncio Apostólico. ¿Qué dirá el Papa?

 

 

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De regreso al Estado social

No se ha necesitado (por ahora) una sublevación popular. El coronavirus se encargó de destapar las taras de una economía montada sobre el hambre, la inequidad y el desempleo. De un capitalismo que agota en sus excesos, no digamos la posibilidad del bienestar, sino la supervivencia misma de millones de colombianos. Si muchos vacilan todavía entre morir de hambre o del virus, éste empaña también la rosada aurora del modelo que concentró la riqueza –como jamás lo registrara la historia– en una élite económica mimada hasta la obscenidad por gobiernos y legisladores. Hasta en la divisa de socorrer a los más pobres con fondos de pensiones que pertenecen a las regiones, alargó el Gobierno la uña para entregárselos a bancos y grandes empresas. Pese a que el Banrepública acababa de destinarle $23,5 billones a la banca y a que en el mes de agosto pasado amasó el sistema financiero $65,2 billones de utilidades.

Pero, efecto insospechado de la pandemia, ésta le devolvió al Estado control de la salud pública e instrumentos de dirección de la economía. Tras mucho errar y vacilar, apareció el viernes en pantalla el presidente Duque en aparente dominio de su función frente a la crisis. ¿Iniciaba el renacer de lo público que, por efecto de demostración, acaso no tuviera ya reversa? Pasado el trance, tal vez acuse también Colombia el golpe a la globalización que fue panacea de unos cuantos e infierno de la mayoría. Y corrija el rumbo hacia la producción de riqueza con equidad, empleo formal y respeto por el ambiente. Ejemplos hay en la historia reciente: a la Gran Depresión de los años 30 respondió Roosevelt con el New Deal que conjuró la pobreza y el desempleo, y enrutó a Estados Unidos por el camino del Estado social, que hoy volvería a ofrecerse como solución a crisis parecida.

Proponen César Ferrari y Jorge Iván González cambiar en Colombia la mirada de la economía: volver a la inversión pública y aumentarla. Financiarla con mayor recaudo fiscal, mediante tributación progresiva que reduzca exenciones y eleve tarifas de impuestos al patrimonio y a la renta de personas naturales (en particular a los dividendos). Invertir regalías en grandes proyectos de infraestructura –formidables creadores de empleo–; en proyectos estratégicos como el de carreteras de tercer nivel. Frenar el déficit en balanza de pagos, aumentando exportaciones y reduciendo importaciones: reindustrializar. Actualizar el catastro y extraer de allí ingresos vitales para los municipios.

El catastro multipropósito, programa que en buena hora emprende este Gobierno, pintará el mapa de la propiedad rural, de su valor económico, su estado jurídico y su componente social y ambiental. No sólo servirá para tasar el impuesto predial sino para planificar el desarrollo, en función de la ocupación de la tierra y de su vocación productiva. Queda, sin embargo, una interrogante crucial: ¿por qué aplaza la formalización de los siete millones de hectáreas que están en la raíz del conflicto armado, y la identificación de los baldíos abusivamente ocupados?

Con todo ello vendría la reactivación del campo. No apenas para dinamizar la producción, sino para garantizar la seguridad alimentaria. Vencido el virus, Colombia no será la misma. Ya se ha dicho. Será el momento de rediseñar el contrato social. Con menos capitalismo y más humanismo, dirá el profesor Augusto Trujillo; con menos ética del éxito y más ética de solidaridad, con menos competitividad y más cooperación. Con miras al Estado social como alternativa al estallido social. Para que el coronavirus no se ofrezca como problema de orden público sino de política pública. ¿Se rendirá Duque a la evidencia, o disparará contra los indignados?

 

 

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Reanudar relaciones con Venezuela

Si tuvieran algún sentido del desarrollo, algún sentido de patria, se jugarían nuestros empresarios el restablecimiento de relaciones comerciales con Venezuela. Ya que son Gobierno, y el presidente Duque, su servidor y amigo. Oportunidad que el propio Maduro le abre a Colombia, mientras ofrece al capital extranjero el control de su industria petrolera y Trump vira hacia una propuesta de gobierno de transición en este país: rinden frutos su bloqueo económico a la dictadura, y la comprobación de que ésta de Maduro ostenta la misma vocación de eternidad de sus gemelas en Rusia, China, Cuba y Corea. Vira también el Grupo de Lima, en pos de una solución pacífica y democrática.

Reabrir el mercado de Venezuela no revertiría el modelo de apertura hacia adentro que rige en Colombia desde 1991 e hirió de muerte su industria en ciernes; pero sí empezaría por aliviar la crisis de balanza comercial, efecto de aumentar importaciones y reducir dramáticamente nuestras exportaciones. Venezuela fue por décadas su primer destino; y ahora, malogrado su aparato productivo, abre mercado a Colombia y podría explorar en el nuestro. Al vecino nos unen la historia, la cultura, la gente, 2.000 kilómetros de frontera, un natural intercambio de mercaderías y 1.500.000 migrantes, a medias colombianos, que han dinamizado nuestra economía.

Es el nuestro un modelo de sustitución de la industria y la agricultura propias por la foránea; un modelo que sustituye el empleo nacional por el extranjero. Paradigma de no-desarrollo, nos condena a la exportación de productos primario —petróleo, café, bananos, flores—, y nos niega el salto a la producción de bienes de tecnología avanzada y buenos salarios. Todo comenzó con la súbita reducción de aranceles de Gaviria: antes de la apertura eran del 30%, y hoy, del 5%. Según Mauricio Cabrera, entre 1991 y 2018, las importaciones pasaron de representar el 8,6% al 15,5% del PIB: aquellas crecieron  el año pasado 9,2%, más del doble de la demanda interna y casi el triple que el PIB. Significa que los colombianos estamos comprando más productos extranjeros que nacionales. Desde 2001, las ventas de textiles y confecciones crecieron 146%; pero la producción nacional de confecciones subió apenas el 24%, y la de telas cayó 42%.

El mercado de Venezuela se ofrecería como oportunidad para aumentar exportaciones y diversificarlas. Vale decir, para reemprender el camino del desarrollo industrial. Al cual se aboca también el país vecino, con más veras si prospera la idea de repotenciar el Grupo Andino como fórmula de integración regional para el desarrollo de los países socios, y reciprocidad entre ellos. Esta vez, por supuesto, incorporando a Venezuela.

Las circunstancias evolucionan aprisa y, por qué no, también podrá cambiar nuestra relación con Venezuela. Lo mismo baja Trump la guardia frente a Maduro que protagoniza éste un viraje doloroso en el país de monopolio estatal sobre su petróleo: ahora ofrece Venezuela privatizar la empresa PDVSA. Multinacionales serían socios mayoritarios del puntal de la riqueza nacional, y aquellas condicionan su inversión multimillonaria a que Trump elimine las sanciones contra ella.

Invita el presidente del BID a los empresarios colombianos a exportar, a salir de su zona de confort. En clásico mohín de hipocresía, podrán ellos negarse a tratos con el castrochavismo, buscar aterrizaje en China, y entregarle no sólo el metro de Bogotá. ¿Será por ventura Jinping menos dictador que Maduro? ¿No sugiere la privatización de PDVSA entronización del modelo chino, a saber, economía de mercado y gobierno autoritario? Las relaciones entre países convocan intereses de Estado, no pataleos de un Gobierno.

 

 

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Pacto socialdemócrata

Llega, providencialmente, el último libro de Piketty a esta Colombia que se rebela en las calles, como nunca antes, contra la inequidad y el abuso. Ofrece el autor propuestas de esperanza que alarman a la avara dirigencia prendada de su ombligo y su faltriquera. Y no porque traigan impronta chavista sino porque resultan viables en democracia, que respondieron con creces a la prueba de la historia. Porque son experiencia vivida, a la mano, en el Occidente capitalista durante casi todo el siglo XX, en cuya virtud se alcanzaron cotas inéditas de crecimiento económico y prosperidad. Es el modelo de la socialdemocracia.

Se afirma ésta, sobre todo, en el yunque del impuesto progresivo, con tarifas hasta del 90% a los más ricos, para financiar la política social del bienestar general: pensiones; salud y educación universales y gratuitas. Hasta los años 80-90, cuando Thatcher y Reagan soltaron las amarras a especuladores y banqueros, desplomaron la fiscalidad progresiva –Trump acabó de hundirla reduciendo hasta el 21% el impuesto de renta a los multimillonarios– y convirtieron salud, educación y pensiones en negocio privado. Pero la tempestad de la protesta arrecia en todas partes y el neoliberalismo hace agua. Piketty le contrapone el paradigma de una socialdemocracia remozada. Apunta a un nuevo contrato social basado en otra idea de igualdad, de  propiedad, de educación y distribución del poder.

Por su parte, contra la historia y el clamor de los colombianos, el Presidente Duque abruma de regalos tributarios a los más ricos. Con la reforma tributaria que el Congreso le aprobó mientras la gente acusaba la bofetada en pleno rostro, feriaba concesiones hasta  por $26 billones. Y les perdonaba a los más pudientes otros $8 billones en impuestos, para un total de $34 billones. Sin contar con que ahora los patrimonios hasta de $5.000 millones no pagarán impuesto a la riqueza. Para moderar el faltante en las finanzas públicas, sigilosamente, en las tinieblas de la última noche del año, firma el Presidente un decreto que recorta en $9 billones la inversión pública y social, salud y educación comprendidas. Seguirán los fondos privados de pensiones perorando sobre bomba pensional, las EPS apoderándose de los fondos públicos de Salud y los empresarios suprimiendo puestos de trabajo mientras se embolsillan los impuestos perdonados para que crearan empleo. Los superricos del país ni siquiera pagan la pizca que les cargan a los suyos en Estados Unidos: por rentas de capital, gracias a todas las porosidades y gabelas, aquí sólo pagan el 1.8% efectivo, señalan Espitia y Garay.

A este arquetipo contrapone Piketty una socialdemocracia remozada, con criterio igualitario anclado en la propiedad social, en la educación, en la redistribución del poder. Una democracia participativa que reoriente la economía hacia la justicia social y fiscal. Pero sociedad justa no significaría uniformidad ni igualdad absoluta. Absoluta tendría que ser, eso sí, la igualdad de acceso a los bienes básicos: a participación política, salud, educación y  renta. En ello, insiste, juega papel crucial la progresividad fiscal. Allí donde se aplicó hubo pleno empleo y, pese a impuestos elevadísimos a los ricos, la productividad y el crecimiento económico se dispararon. Y Galbraith pudo registrar su asombro ante la insospechable opulencia.

El modelo que Piketty rescata (del cual sólo tomamos aquí la progresividad fiscal) no implica la destrucción del capitalismo, pero sí podrá limar las dramáticas desigualdades que en Colombia pesan sobre una ciudadanía humillada y sin miedo. Urge un nuevo pacto social para el tercer país más desigual del mundo. ¿Un pacto socialdemocrático? Por qué no.

 

 

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