Una bocanada de oxígeno en la Policía

Con solo resucitar el propósito originario de la Policía y dignificar el cuerpo de agentes que en su mayoría honran a la institución, despunta el cambio en seguridad que el país anhela. Y el milagro estribaría en liberar a la Policía de funciones militares y políticas impuestas por intereses particulares, que durante 80 años han deformado su razón de ser: la protección de la ciudadanía, hoy sitiada por la inseguridad y el crimen en campos y ciudades. La nueva cúpula de la Policía -en cabeza del general William Salamanca acompañado entre otros por las generalas Sandra Hernández, comandante para la capital y Patricia Lancheros en el Esmad- podrá iniciar el quiebre de una historia desnaturalizada por la intromisión de poderes ajenos a la institución. Una saga nefanda que la dibuja, mínimo, como guardia pretoriana de hacendados de viejo y nuevo cuño: los de fusta-escopeta y los de motosierra.

Instrumento de las dictaduras de Ospina Pérez y Rojas Pinilla, la Policía degeneró entonces en bandas de chulavitas y de pájaros consagradas a desaparecer opositores en las dos olas de la Violencia. Desde los albores del Frente Nacional, ha oficiado como fuerza contrainsurgente donde el espectro del enemigo interno, magnificado en la religión del anticomunismo, abarca lo mismo guerrillas que organizaciones sociales, partidos contestatarios y librepensadores, de recibo en cualquier democracia. En los últimos 40 años, franjas enteras de uniformados devinieron aliadas del narcotráfico y sus ejércitos de paramilitares. Y, en el levantamiento popular de 2021, se convirtió el Esmad en verdugo de su pueblo: a bala recibió la protesta social, mientras el país contemplaba atónito el engendro de un presidente disfrazado de policía en celebración de la matanza.

Al rescate de su misión, la nueva estrategia pone el acento en convivencia ciudadana y articula a sus agentes con la comunidad. Convocará cabildo abierto en los CAI para ventilar problemas públicos y soluciones. En protesta social, antepondrá el diálogo a la represión, desde una estricta formación de los agentes en derechos humanos y respeto por el derecho internacional humanitario. Al crimen organizado le anunció Salamanca guerra sin cuartel. Se fortalecerá la institución toda para atacar el multicrimen que emana del narcotráfico y, de consuno con la Fiscalía, enfrentará también el asesinato de líderes sociales y firmantes de paz.

Lo anunciado promete una transformación capaz de esquivar la manipulación de los partidos en el poder, que comprometió la neutralidad del cuerpo civil destinado a la seguridad de la ciudadanía: este mutó de institución civil a cuerpo militar contra civiles. Si a mediados del siglo pasado se politizó como adminículo de autócratas, hoy vuelve por aquellos fueros. No le sorprende al general Óscar Naranjo, exdirector de la Policía, el delirio golpista del coronel Marulanda. Hoy como ayer, obra la politización de la Fuerza Pública. Esta vez agenciada por líderes que la polarizan y se proponen dividirla entre amigos y enemigos de la paz: entre héroes de la patria y traidores a la patria, según que ataquen o defiendan el Acuerdo con las Farc. Hoy como ayer, agrega Naranjo, cambiaron los criterios de ascenso: no cuentan el profesionalismo y la pulcritud sino la lealtad al Gobierno. 

Es hora de devolverle a la Policía su carácter civil; de desprenderla del ministerio de Defensa, concentrarla en lucha contra el crimen y defensa de la ciudadanía y alejarla del conflicto armado, que es fuero del Ejército. Ojalá el replanteamiento marche sobre el entendido de que ella se debe al ciudadano, no a gremios ni a partidos políticos ni a caudillos ni a ejércitos privados. Acaso en esta bocanada de oxígeno se cuele el gusanillo del cambio de blasón: en vez de Dios y Patria, Protección y Servicio.

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¿Apuntando a dictadura?

¿Hubo la semana pasada insubordinación de un sector de la Policía contra las autoridades civiles, contra taxativas órdenes de conducta emitidas por la Alcaldesa de Bogotá?, se pregunta el editorialista de El Espectador. En tal caso, agrega, estaríamos hablando de un pequeño golpe de Estado contra las instituciones democráticas. Sí. Golpe hubo contra el gobierno civil de la ciudad y contra la función constitucional de la Policía de velar por la seguridad y la convivencia ciudadanas, a manos de la terrorífica función añadida que la transformó en cuerpo militar de combate contra el crimen organizado y en actor del conflicto armado. A los indignados con el crudelísimo asesinato de Javier Ordóñez les dio la Fuerza Pública trato de criminales y de subversivos en combate. Con alevosía distintiva de dictadura militar, disparó contra la multitud. Resultado: 14 muertos, 75 heridos a bala, y patética exaltación de la “gallardía” y el “honor” de la Policía por el mismísimo Presidente de la República que, en simbólica supeditación del poder civil al militar y dando una patada en plena cara a las víctimas, rodó de CAI en CAI disfrazado de policía.

Esta masacre, legitimada desde arriba, es jactancioso exhibicionismo de la fuerza bruta que escala en violencia contra la vida y la paz pública. Avanza desde el código de policía, que agrede al que compra en la calle una empanada o muele a palos al que orina contra un muro, mientras estrecha lazos con bandas criminales. 1.708 denuncias de abuso policial aterrizan hoy en Medicina Legal de Bogotá y 696 en el Ministerio de Justicia: entre las víctimas por lesiones a civiles en procedimientos policiales se cuentan 53 muertos,  24 por muerte de civil con arma de dotación oficial.

Escribe la columnista Tatiana Acevedo que la Policía no está infiltrada por bandas y ejércitos criminales sino que “se encuentra entrelazada con ellos de manera estructural”. Cita al paramilitar Henry López, alias Misangre, según el cual “la Policía Nacional armó el Frente Capital”. Y refiere alianzas conocidas de este cuerpo con Urabeños, Águilas Negras, Clan del Golfo y Autodefensas Gaitanistas.

Que sólo 25% de los colombianos confíen en la Policía denota la degradación en que sus miembros han caído. No todos, pero sectores enteros de policías y soldados se han empleado a fondo en las crueldades del conflicto armado y en la violencia renacida en estos dos años de Gobierno Duque. En balance abrumador, 500 organizaciones sociales lo catalogan como un “ejercicio devastador de autoritarismo, guerra y exacerbación de las desigualdades”. Para ellas, 2019 fue el año más violento de la década contra defensores de derechos humanos y ferocidad contra la población inerme. Si en 2017 hubo 11 masacres, éstas saltaron a 29 en 2018, a 36 en 2019 y en lo corrido de este año suman 58. A tres años de firmado el Acuerdo de Paz, apenas se ha completado el 4% de lo pactado: se ha suplantado la paz por una nueva ola de violencia, y en ella tienen arte y parte uniformados de la Policía.

La CIDH condenó la brutalidad de la Policía en Bogotá el 9 de septiembre, sublevación contra la vida y el derecho a la protesta. Simultáneamente, condenaba la ONU a la dictadura de Maduro por crímenes de lesa humanidad que bien podría endilgarle al Estado colombiano: por desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales, tortura, detención arbitraria, uso excesivo de la fuerza y vinculación de los cuerpos de seguridad al narcotráfico. La diferencia con el régimen de Maduro será de grado, no de sustancia. Dígalo, si no, el desembozado llamado de Uribe, jefe del partido de gobierno, a enfrentar manifestantes en las calles con el Ejército. Monstruosidad propia de satrapías como las de Pinochet y Daniel Ortega.

 

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