No se necesitaron 4000 opositores a la dictadura de Juan Vicente Gómez asesinados en prisión para que Maduro emulara al autócrata que lo precedió en Venezuela entre 1908 y 1931. Ni tanques de guerra en palacio, para que el mazazo de este año reuniera todos los ingredientes del golpismo que el siglo pasado subió al poder a 39% de los gobernantes en América Latina. Saga sangrienta de banana republic salpicada de revolucionarios que en Cuba y Nicaragua se alzaron contra el sátrapa que tiranizaba al pueblo, para terminar por allanarse a idéntico modelo de violencia. El propio Hugo Chávez nació a la política por cuartelazo fallido en 1992. Y una vez instalado en el poder, fiel al legado de los dictadores, prometió quedarse en él hasta 2030. Se incorporó ahora en Venezuela una réplica de los comités de defensa de la revolución cubana: redes de soplones contra padres, hermanos y amigos con las que ya nazis y estalinistas habían completado sus tareas de profilaxis política. También en el país hermano degeneraron en cuerpo paramilitar de matones a sueldo armados por el Gobierno, con sed de sangre y ningún control.

Pero lo de bulto reproduce con singular fidelidad la tradición: eliminación de poderes a la Asamblea legislativa y del fuero parlamentario. Concentración del poder todo en el Ejecutivo. Asunción de la presidencia para eternizarse en ella. Persecución a la oposición, con ostracismo, cárcel e inhabilitación de sus aspirantes a Primera Magistratura. Supresión de elecciones (regionales y referendo constitucional). Clausura de la prensa libre. Represión abierta contra miles de manifestantes, con 8 muertos que serían cuota inicial de otro caracazo, si cumple Diosdado Cabello su amenaza de defender el régimen, “aún si hay sangre”.

Chávez debutó con un reformismo salvador. Mas, ebrio el Gobierno de poder, petrodólares, corrupción y anacronismos de fe política, destruyó el aparato productivo hasta sitiar al pueblo por desabastecimiento de todo lo esencial. Apuntó a redistribuir ingresos mediante salud y educación gratuita, pero convirtió la escuela en medio de adoctrinamiento oficial. Renacionalizó el petróleo, pero no pasaron todas sus rentas a la nación sino al bolsillo de una burocracia inepta y confiscatoria. Pedevesa, corazón de la economía venezolana, se desplomó. Intentó el Gobierno reforma agraria enderezada a explotar el latifundio y a dar tierra al campesino, pero le faltó tenacidad para llevarla a cabo. Entonces mutó este reformismo hacia un socialismo de opereta, copia del modelo cubano que era desde hacía décadas un ruidoso fracaso.

Con la caída de las dictaduras del Cono Sur se creyó clausurada la era de los regímenes de fuerza en el subcontinente. Vana ilusión. Vendrían después Fujimori, las avanzadas autoritarias de Uribe Vélez y, en Venezuela, esta simbiosis de golpismo reaccionario y remedo del socialismo que quedara sepultado tres décadas atrás bajo las piedras del muro de Berlín. Triste involución la de Venezuela, que desprecia aún la forma más imaginativa de golpe de última generación: aquel que se ejecuta guardando formas de legalidad. El que reemplaza el cuartelazo sangriento por un golpe de mano que liquida la democracia en nombre de la democracia.

El autogolpe de Maduro protocoliza la existencia de una dictadura en Venezuela. Tan vetusta la fórmula, como la doctrina que la inspira: la de Laureano Vellenilla en defensa del “gendarme necesario”, que ha de prevalecer sobre la Ley. La del caudillo providencial, ayer Gómez, hoy Maduro (o Uribe), único gobernante posible en estas nuestras “democracias incipientes” de república bananera condenadas al atraso y la violencia.

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