La Paz Total necesita un viraje

Cuando menos se esperaba, en la trama más punzante entre antagonistas, podría terminar Petro emulando a Álvaro Uribe: repetiría el desatino de conceder estatus político a organizaciones criminales. Lo intentó el expresidente en 2005 tras el Pacto de Ralito con las Autodefensas, pero la Corte Suprema esquivó el lance, pues la mayoría de sus jefes eran una y misma cosa con el poder mafioso y el narcotráfico. No les cabía la condición de sedición. Y este Gobierno, cautivado por su propia oferta de Paz Total, ensaya atajos para dar a armados de toda laya trato de alzados en armas contra el Estado, muchos de cuyos agentes civiles y militares han marchado de gancho con los maleantes. O con organizaciones paralelas a la Fuerza Pública creadas por el Estado mismo, como las Convivir, germen del paramilitarismo.  Protesta Sergio Jaramillo, voz autorizada en cosas de paz, por el lenguaje con que el Gobierno exalta a las bandas criminales. Las llama insurgencias, organizaciones políticas, les habla de cese el fuego y deposición de armas, de paz y fin del conflicto; como si bandas de homicidas entregados a enriquecerse pudieran prefigurar alternativa al orden instituido. Concesión desmesurada que ultraja a sus víctimas y se ríe de los colombianos.

Deplora Jaramillo que, por andar negociando con narcos, deje el Gobierno huérfano el Acuerdo de Paz. Y critica el modelo de negociación por acuerdos parciales, de concesiones inaugurales sin contraprestación, porque no garantizan el desarme final, meollo de todo proceso de paz. Tampoco aseguran la desmovilización de los mandos medios que llegarían a reemplazar a la cúpula desmovilizada, ni la disolución de sus estructuras militares, ni el abandono de los negocios ilícitos. Tal como sucedió con las Autodefensas,  recicladas en las bandas criminales que hoy querrán reeditar la fórmula. De aquellos 31.671 desmovilizados sólo el 2% ratificó su postulación a la Ley de Justicia y Paz. Por lo que toca al ELN, único grupo armado con carácter político, sorprenden las gabelas que de entrada se le ofrecen (cese el fuego, revisión de la extradición, entre otras) sin horizonte definido de negociación.

Jaramillo objeta también que se les permita a las bandas criminales pavonearse entre comunidades, a la manera de guerrillas que, sin pueblo, buscan afanosas base social para cañar en la negociación. Hoja de parra, se diría, de la pobreza ideológica que los distingue. Presume Iván Garzón que muchos querrán ahora desempolvar manuales de doctrina “para levantar su maltrecha imagen de señores de la guerra y presentarse como guerreros románticos que representan a sectores excluidos, una cantaleta que el triunfo del Pacto Histórico desvirtuó”. 

A las dudas, reconoció Iván Cepeda, jefe de la Comisión de Paz del Senado, que podía haber equivocaciones u omisiones,  pero que el fundamento de la Paz Total es la implementación del Acuerdo Final suscrito con las Farc; esa es la base, añadió, para construir otros procesos y para superar las causas históricas de la violencia. Por su parte, en iniciativa nunca vista, invitaba el Presidente a unirse en diálogos regionales vinculantes para alimentar el Plan Nacional de Desarrollo con propuestas de las regiones, e iniciaba en Turbaco una ronda por 50 municipios. 

Enhorabuena. Confiable como es la palabra de Cepeda y revolucionario el plan de nutrir la paz con el sentir de la ciudadanía como insumo esencial del cambio, cabe esperar un viraje en el proceso que despunta. Mas la impactante innovación de acometer a un tiempo diálogo de paz y consultas regionales deberá acompañarse de dos elementos insoslayables: uno, no negocia con bandas criminales el Gobierno sino la Fiscalía; dos, si el modelo de paz no incorpora acción decidida de la Fuerza Pública para brindar seguridad, la paz sería un juego de azar.

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Petro: la revolución de la no violencia

Su propio ascenso al poder por las urnas y no por las armas es a un tiempo mentís a la religión guerrillera de la lucha armada y principio de acción para su Gobierno y las Fuerzas Armadas. Es salto de la estrategia de seguridad a bala contra la gente, a la de Seguridad Humana por la vida de la gente. Mas, ante el conato de sublevación de un Duque resoplante en su irrelevancia contra el nuevo mandatario elegido por la Colombia plural representada en la Plaza de Bolívar, Petro se hizo acompañar de la espada del prócer. Resultó equívoco el símbolo, bélico, antípoda del camino pacífico que lo llevó a la presidencia. Arma de una libertad que fue más generosa con la elite criolla, imitadora vergonzante del chapetón, que con la “guacherna”. Arma del Bolívar que predicó la Ilustración y emancipó, pero se permitió veleidades como la de su Constitución Boliviana, una propuesta de dictadura con presidente vitalicio. Con todo, prevalecieron la intención de evocar en Bolívar el mito fundacional de la nación y el sueño de que pueda ella un día sustentarse en el pueblo. Y en la paz.

A la política de muertos y muertos inocentes antepone Petro su Seguridad Humana en defensa de la vida, mediante acción integral del Estado contra la violencia en los territorios. Y confía su liderazgo a la nueva cúpula militar. Tareas suyas serán defender los derechos humanos y la paz. Por oposición a la instrucción que en los cuarteles permitió la ejecución de 6.402 falsos positivos entre 2002 y 2008, agrega Petro que el éxito no estriba en el número de bajas sino en las vidas salvadas. El ascenso se concederá ahora por impedir la masacre o el asesinato del líder social o por resultados en pacificación del territorio. Vuelta a la consigna de “la victoria es la paz” y contrapartida radical a la divisa uribista de tierra arrasada a la que Duque sumó una corrupción desbordada.

Conlleva el nuevo enfoque cambios en la normativa militar, acaso inspirados en la doctrina Damasco que el Ejército adoptó en 2011: misión de la tropa será, además de brindar seguridad y respetar los derechos humanos, ponerse al servicio de la comunidad. Para el coronel Pedro Javier Rojas, entonces director del Centro de Doctrina del Ejército, éste debe adaptar sus principios a la cambiante realidad. Lejos de guerra civil o de amenaza terrorista, Colombia enfrenta un conflicto armado sujeto al derecho internacional humanitario. Tras medio siglo de guerra contrainsurgente apoyada en la doctrina de seguridad nacional de la Guerra Fría contra el enemigo interno que dio lugar a los peores excesos, era hora de cambiar el enfoque para terminar el conflicto y cifrar la política militar en la paz. Pues bien, en ello se avanzó entre 2011 y 2018, hasta cuando Duque y su partido volvieron a las andadas, sobre un mar de sangre.

Cuando por ventura reconoció excesos, habló de manzanas podridas. Pero el experto Armando Borrero sostiene que la responsabilidad es institucional: ante prácticas tan monstruosas como los falsos positivos, el Ejército debe preguntarse si ellas obedecen a lineamientos de la institución o a fallas de procedimiento. El primer obstáculo a la autocrítica, argumenta, es la politización de las Fuerzas Armadas, tras décadas de lucha contrainsurgente. Fenómeno comprensible en Fuerzas que son políticas por definición, pues encarnan el poder del Estado. Otra, inadmisible, es su politización partidista. Podrá un general batirse en divisa política por la patria; pero nunca participar en debate contra un candidato a la presidencia.

El presidente Petro ha marcado ya su tónica de cambio. En la inflexión de “Seguridad Democrática” a “Seguridad Humana” jugarán los uniformados papel estelar. Como protagonistas en esta revolución de la no violencia, podrán empujar al país hacia la paz y, en tal misión, restablecer el honor mancillado.

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Paz total o guerra sin fin

A la vista de la paz -fin del suplicio que durante 60 años sumergió a Colombia  en un conflicto cocinado en la sevicia de todos sus actores- no faltará quien, pretextando rigor, quiera seguir la guerra. Que una cosa es hilar delgado en negociación con armados para prevenir atropellos a la Constitución y, otra, negarle de plano posibilidades a una paz total. Soñar con que pueda todavía hostilizársela con la peregrina, malévola ficción de que por ella cundiría la homosexualidad en los colegios. Acaso sirva asomarse a la devastación que el raudal de asesinatos, masacres, torturas, desapariciones, despojos, violaciones y secuestros ha causado en millones de colombianos objeto del horror, de crueldades sin nombre.

En libro que estremece por su veracidad y hondura (Sufrir la Guerra, Rehacer la Vida), demuestra el comisionado de la verdad, Saúl Franco, que el conflicto se ensañó en los más débiles. Fueron sus mayores impactos la muerte violenta y la desaparición forzada: ejecuciones extrajudiciales, masacres, asesinatos selectivos. En 813.707 se calculan los asesinados entre 1985 y 2018 (la mitad del período contemplado). Muertes físicas y simbólicas que extienden hacia todos su halo de miedo, desconfianza y zozobra, mientras la barbarie y la deshumanización talan más hondo las heridas. Se prohibió expresar el sufrimiento, enterrar a los muertos, procesar el dolor: tantas veces faltó en la huida tiempo para el último adiós al padre, cuerpo yaciente, muerto sin duelo.

Mas, culpable no fue sólo el Estado por abandonar la población a su suerte y, aún, por violentarla él mismo. Responsables en su cobardía lo fueron todos los que dispararon, torturaron, apuñalearon, descuartizaron, encubrieron. Como en Chámeza, Casanare. En 1992, 500 paramilitares ingresan en el pueblo; amarrado a un palo, torturan hasta matarlo al dirigente campesino Hostilio Salamanca. Al año siguiente, el ELN asesina a una joven por ser novia de soldado; y, en 1994, a Delia Roldán, alcaldesa del municipio y madre de 4 niños. Tres años después, las Farc destruyen la alcaldía y el puesto de policía. En diciembre de 2000 el Ejército detiene y quema vivo a un joven, por ser primo de otros dos a los que también había torturado hasta la muerte. Llega el clímax entre noviembre 2002 y marzo 2003 con la desaparición de 83 personas. Más de la mitad de la población huye en estampida. 

Entre paramilitares el entrenamiento enseñaba con frecuencia a desmembrar personas vivas. Machuca y Bojayá, con sus cientos de incinerados, prueban la insensibilidad de las guerrillas para con la población civil. Paloma Valencia escribe hoy: “los paras y la guerrilla fueron y son monstruosos. El Estado cometió errores y atrocidades pero era legítimo y fundamentalmente estuvo en la defensa de los ciudadanos”. “Atrocidades legítimas”, comentó Félix de Bedout.

Por su parte, la desaparición forzada impone a las familias un paréntesis macabro, una tortura que trastorna la vida; la ausencia del ser querido se trueca en presencia añorada que lo invade todo, y paraliza. Del secuestro ni hablar, infamia de infamias cometida contra decenas de miles de colombianos. Con el ganadero Roberto Lacouture completaron las Farc 16 secuestrados en una misma familia.

En esta mar de lágrimas ¿acechará aún el sanguinario que un día indujo con falacias una votación contra natura, contra la paz? Quiera el destino traer ahora una paz total, cifrada en la ley: que la justicia pueda ceder beneficios a quienes informen sobre su quehacer criminal, desmonten sus estructuras armadas y negocios nefandos, reparen a las víctimas, garanticen no repetir el holocausto y se allanen a la pena. Empresa colosal que el Gobierno de Gustavo Petro confía al hombre que ha entregado su vida a buscar la paz y merece el respeto de todos los colombianos: Álvaro Leyva Durán.

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