Iván Duque o la derecha galopante

Se desboca el uribismo hacia la restauración de la autocracia. Jefe, candidato y partido del Centro Democrático van anticipando los trazos archisabidos de los regímenes de fuerza. Con la insolencia del que se siente ya sentado en el solio de Bolívar, anuncia Uribe venganza contra la prensa libre. Mientras tanto  Duque, cinco en disciplina, recita en jaculatorias el plan de gobierno de su “presidente eterno”: disolver las Cortes que juzgan al expresidente y sus amigos, para fundirlas en órgano único que, en un régimen arbitrario, personalista, no podría sino caer bajo la égida del gobernante. Bajar aún más impuestos a los ricos y multiplicarles las gabelas. Herir de muerte la restitución de tierras, la reforma rural y sabotear el catastro llamado a ordenar el territorio, a planificar la producción y a fijar en justicia el impuesto predial. En abrazo a conmilitones involucrados en atrocidades de guerra, desmontará (o cercenará) el tribunal de Justicia Especial de Paz; y echará por tierra los acuerdos que condujeron a la desmovilización de la guerrilla más antigua del mundo ¿No es esto hacer trizas la paz, logro espléndido? ¿No es volver a la guerra?

Tras persecución implacable que siendo presidente protagonizó contra la Corte que juzgaba a su bancada de parapolíticos, Álvaro Uribe se sinceró por fin el 31 de agosto de 2017: propuso revocar las Cortes y armar en su lugar una sola. Duque recogió el guante: a desmontar la Constitucional que le negó a Uribe una segunda reelección (para eternizarse, como Evo, como Ortega, como Maduro, en el poder); y la Suprema que hoy le sigue 28 procesos por supuestas manipulación de testigos, masacres, y creación de grupos paramilitares. Abierto ahora el de falsos testigos, “denunció” el flamante candidato la existencia de “un pacto entre el Gobierno y las Farc Para encarcelar a Uribe”; gastada monserga de quien ha burlado así la ley.

De la mano de la persecución a los jueces vino –y vendría– la encerrona a los periodistas que informan con rigor y opinan en libertad: Matador, Daniel Coronell, Yolanda Ruiz, Cecilia Orozco, Yohir Akerman, Daniel Samper, para mencionar los de la hora. Sostuvo Edison Lanza, relator para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que, en lides de asedio a la prensa, fue Trump el que aprendió de Nicolás Maduro, de Diosdado Cabello, de Álvaro Uribe. Ya antes que el gringo, estos habían dado a periodistas trato de subversivos, de enemigos del pueblo y –agregaríamos aquí– de terroristas.

El programa económico de Duque es calco esmerado del de su mentor. En modo Trump, concedería ventajas tributarias exorbitantes a los millonarios. Con lo que extremaría la inequidad: reduciría la inversión pública y desfinanciaría el gasto social en educación, salud e infraestructura. Sin impuesto a la riqueza y a los dividendos, imposible moderar la desigualdad en un país donde el 1% de la gente recibe el 22% del ingreso. Ha expresado Duque en todos los tonos su oposición a la restitución de tierras –6.800.000 hectáreas arrebatadas a sangre y fuego– y a la reforma rural, pretextando “vacíos jurídicos” en la ley. Más expresivo, su vecino de bancada y converso, Alfredo Rangel, desconceptúa la Ley de Tierras, que “sólo da incertidumbre jurídica a los inversionistas”; y, en sibilina amenaza, advierte que los propietarios “de buena fe” se irían a las armas. Ese mismo día, Duque anuncia que eximirá de impuesto de renta por diez años a grandes inversionistas del campo.

¿No configura todo aquello un clásico programa de ultraderecha, adobado con dudas sobre la pulcritud del candidato? ¿O no estuvo Duque presente en el Brasil cuando se negociaba la entrega ilegal de $US1,6 millones para la campaña de su partido?

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Será el Congreso que Colombia merece

Si la pereza de los quejosos trepa la abstención al 60% este domingo, elegiremos un Congreso más torvo, reaccionario y azaroso que el de los últimos tres lustros. Pues se elige por acción, votando; y por la omisión de los eternos indignados que no se untan de urna y conceden a la contraparte todo el poder de decisión política. El viejo contingente de corruptos y parapolíticos seguiría en su curul, por interpuesta parentela. Y se abriría el abanico de los agraciados hacia otros partidos de la derecha, como Cambio Radical. Este integró en su campaña a la hez de la política, que da línea y pone candidatos desde la cárcel y los estrados judiciales. De 55 dirigentes reclutados por él en el país, 37 andan en malos pasos: hay 8 condenados (Édgar Torres, Julio Acosta, Miguel Pinedo, el Gordo García, Enilse López, Pedro Pestana, Hugo Aguilar y Ramiro Suárez); 16 investigados, 13 en dudosa condición y 18 sin complicaciones legales. Vale decir: 67% de su dirigencia apesta. El hecho es que 20 clanes familiares se tomaron la política en Colombia; con pater familias que deciden en la sombra reemplazos a su antojo y cultivan relaciones non sanctas.

Del Centro Democrático vino el ejemplo: proliferan en sus listas hijos, sobrinos y amigos de gamonales en prisión o investigados por parapolítica y corrupción. Con el proceso que la Corte Suprema acaba de abrirle a Álvaro Uribe por presunta relación con el paramilitarismo, por la masacre de El Aro y por supuesta manipulación de testigos, se creyó que el expresidente mordería el polvo. Más aún, con la sospecha viva todavía de que hubiese violado a una periodista. O con pesquisas por presunta responsabilidad en la muerte de Pedro Juan Moreno, su mano derecha en la gobernación de Antioquia.

Pero no. Ni siquiera la divulgación del kilométrico prontuario de sindicaciones  que obran contra él provocó el más leve rubor en su fanaticada. Antes bien, candidato, cauda y bancada cerraron filas alrededor del “perseguido”. Iván Duque, el Uribito de turno cuya inocencia prestada mueve a risa, se congració con los suyos ensayando una bufonada. Dijo que la decisión de la Corte obedecía a un “acuerdo no escrito (del Gobierno) con las Farc (para) encarcelar a Álvaro Uribe”. Fácil le resultó cohesionar al uribismo en defensa anticipada del jefe: cosechaba en la cultura del protomacho que se hace camino a codazos sin parar mientes en maricaditas de moral. Para escándalo del mundo, y por enésima vez, desafiaba el CD a la justicia. Obra en este partido la solidaridad de cuerpo propia de las organizaciones autoritarias: de ejércitos e iglesias, donde la mística y la sumisión al superior son el pegamento sicológico de la colectividad. Y el político, que va por sus 20 curules de Senado.

Desdichado panorama que podría revertirse si la juventud citadina acudiera este domingo a las urnas. Si escuchara la reconvención de Gramsci contra los apáticos: Deploro, dijo, la indiferencia política y la abulia porque ellas son parasitismo y cobardía. “La indiferencia es el peso muerto de la historia… opera pasivamente, pero opera… el mal que se abate contra todos acontece porque la masa de los hombres abdica de su voluntad… desprecio a los indiferentes porque me fastidia su lloriqueo de eternos inocentes”.

Votar no es sólo un derecho, es también un compromiso con el país. Para que el escepticismo mute en acción transformadora. Y habrá por quién votar: Por Angélica Lozano, Antonio Sanguino e Iván Marulanda para Senado por los Verdes; en el mismo partido, para Cámara en Antioquia, por Daniel Duque y, en Bogotá, por Juanita Goebertus. Colombia merece un Congreso distinto del de las bancadas maquinadoras y uñonas. ¡A cambiar la historia!

 

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Vargas y Uribe: Dios los cría…

De tanto toparse en las alcantarillas, no sorprendería que Germán Vargas y Álvaro Uribe armaran trinca electoral. A sus partidos, Cambio Radical y Centro Democrático, los une el prontuario delictivo de cientos de sus dirigentes; a sus comandantes en jefe, la impunidad política que los cobija por darles aval y defensa apasionada ante los jueces. Comparten además el liderazgo de esta derecha bronca que no se resigna a la paz, quiere estancar a Colombia en el atraso y devolverla a la arbitrariedad que selló el régimen de Seguridad Democrática.

Más aún, echan mano de la democracia directa que la Carta del 91 concibió como respiradero en el asfixiante monopolio de la politiquería. La convirtió Uribe en populismo al servicio de su persona y de los ricos. Y Vargas se toma ahora por asalto el mecanismo de inscripción de candidatura por firmas, diseñado para opciones independientes, sin partido o para propuestas de beneficio general. Avivatada de malandrín para regarle pachulí a la fetidez de su partido y brincarse las normas electorales. Podrá Vargas adelantar así la fecha permitida de campaña, sin vigilancia ni rendir cuentas. Además, dirigentes del mismísimo Cambio Radical anunciaron que rodearán después como partido a su jefe natural, que hoy se presenta como pulquérrima alternativa suprapartidista. Caradura este Vargas. Correrá, a un tiempo, por ambas vías: por democracia directa, con rúbricas de opinión; y por democracia representativa con su aparto de partido, más los de todos los Ñoños y Musas y Néstorhumbertos que adhieran a su candidatura, estén en la cárcel o no. Y acaso también con el del Centro Democrático.

Gorda es la suma. 104 dirigentes de Cambio Radical, congresistas comprendidos, andan subjudice o tras las rejas por parapolítica, corrupción, desfalco al erario, saqueo de la alimentación escolar, asesinato. En 2002, fueron elegidos 251 alcaldes, 9 gobernadores y 83 parlamentarios mediante alianza con paramilitares. Prácticamente todos habían apoyado la elección del presidente Uribe.

Del viejo populismo latinoamericano, Uribe recogió la impronta caudillista, pero no el hálito nacionalista, redistributivo e industrializante que en otras latitudes integró las masas a la economía y amplió la participación política. No registra el experimento uribista genuina participación política sino manipulación de la opinión y de la sociedad, convertida en masa informe, en rebaño de un caudillo hechizo. Así degradada la democracia directa en Colombia, en lugar de robustecer el sentido de ciudadanía, contribuyó a fracturar la sociedad y su capacidad de respuesta organizada; en lugar de propender a la democracia económica, amplió la brecha social, pues su aliado fue la economía de mercado. Así cristalizó en Uribe el ideal del demagogo trajeado de adalid para avivar odios en la manada, cercar las instituciones y dar el golpe de gracia a los partidos. Arquetipo de gobernante que deriva, casi siempre, en dictador. La otra burla a la democracia directa serán las firmas de Vargas Lleras.

La última encuesta Gallup arroja 87% de desprestigio para los partidos; para el Congreso es del 80%. Bien ganados. Pero a cada nuevo estropicio de la clase política se inflama el país de indignación, como no se viera antes. Cabe preguntarse si la ascendente intención de voto en favor de los candidatos que propenden al cambio refleja la rabia de la ciudadanía contra el estado de cosas y su disposición a cortar por lo sano eligiendo un Congreso de gente honrada. Entonces la alianza Vargas-Uribe podría darse contra una muralla de tamaño insospechado. Y habría de batirse después como oposición a la construcción de un país moderno y en paz. Nada Fácil.

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Paras: ¿que siga la fiesta?

Como si tantos latifundistas y ganaderos no tuvieran velas en el entierro; dizque en defensa de la legitimidad del Estado, la SAC y Fedegán suscriben ataque del Consejo Gremial contra la prohibición constitucional del paramilitarismo. Les parece que sobra. Pero a la ambigüedad de la ley que lo condena en el papel se suma la inocultable realidad: entre los Gobiernos de Uribe y Santos suman 616 líderes sociales asesinados por paramilitares. Mas tampoco el uribismo se muestra conforme con la medida. Pese al poder que esa fuerza homicida ostentó en la bancada de la Seguridad Democrática. Pese a que en 1996, siendo Uribe Gobernador de Antioquia, se convirtieron las Convivir en paraguas legal del crimen que se organizaba en AUC. Su coartada política, declararse contrainsurgentes, alivió a muchos que pedían protección contra el secuestro de las Farc. Pero fue maná del cielo para los incontables que se sumaron al negocio de la droga y financiaron sus ejércitos.

Han sido precisamente estas élites del campo usufructuarias privilegiadas de una política, setentona ya, en cuya virtud pierde el Estado el monopolio de la fuerza, que es garantía de seguridad para todos en un Estado de derecho. Ceder soberanía en ello a civiles armados, sean socios o amigos, sea un gremio o un partido, o el pueblo raso arrojado contra sus hermanos (como aconteció en las dictaduras conservadoras de mediados del siglo pasado). No se ha curado Colombia de este sino, desde cuando destruyó Ospina Pérez la neutralidad de las Fuerzas Armadas. Con sus chulavitas, bandas armadas por el Gobierno conservador para cercenar, por exterminio, el contingente de sufragantes liberales, redujo Ospina la Fuerza Pública del Estado a organización sicarial de un gobierno de minoría. En 1947 se masacraron en Ceilán 150 personas en un mismo día.

Evolución de los chulavitas fueron los pájaros en el Gobierno de Rojas Pinilla. Hombre despiadado, de misa diaria, fue El Cóndor su jefe en el Valle. Mereció un reconocimiento del General que destapó la trama de una alianza siniestra prologada hasta hoy: El Cóndor, dijo Rojas, “ayudó al Ejército de la Tercera Brigada a sostener el gobierno legítimo del doctor Ospina Pérez”. 30 años después, Héctor Abad Gómez, preclaro defensor de los derechos humanos, acusaba “a los interrogadores militares de ser despiadados torturadores… criminales a sueldo oficial”. Lo asesinaron. Y no los militares, sino sus aliados: los paras.

En 1958 separó Alberto Lleras cobijas entre militares y políticos. Pero su sucesor, Guillermo León Valencia, volvió a privatizar esta función medular del Estado. Con altibajos, ilegalizado o no, pero de manera sostenida, prevalece desde entonces el modelo que alcanzó su apogeo con las audaces incursiones de aquella fuerza en el Gobierno de Uribe. Fue ella actor de primera línea en la toma sangrienta de la Comuna 13 en Medellín, al lado de las autoridades municipales. Con guiño del alto Gobierno, convirtió al DAS en su servidor y consueta. Cuando Juan Camilo Restrepo asumió la cartera de Agricultura en 2010, declaró que en el Incoder no se podía tomar ninguna decisión sin la venia tácita del paramilitarismo.

Si tanto poderoso exaltado se serenara, menos alas tendría el paramilitarismo, que sueña con un triunfo electoral de quienes prometieron volver trizas la paz. Entonces podría aquel prolongar su fiesta indefinidamente. Escribió hace medio siglo Monseñor Guzmán, coautor de La Violencia en Colombia: “Si los bandidos hablaran, saltarían en átomos muchos prestigios políticos de quienes condenan el delito pero apelan a sus autores”. ¿No es hora de aislar a los bandidos, para salvar el honor y la patria?

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El Patrón

Como luchando contra el tiempo y el olvido, en Colombia parecería reinventarse a cada paso la figura del señor del siglo XIX. Por lo general un hacendado-militar que disponía de la peonada para librar sus guerras, como fuerza de trabajo y cauda electoral, rasgos suyos perviven en “el Patrón” que hoy prevalece como autoridad política: a veces dirigente de partido; otras, capo de mafia o socio de paramilitar y, no pocas, todo ello a la vez. No es gemelo de su antecesor, pero sí pariente en un sistema de poder que el más acendrado conservadurismo preservó, ahogando en sangre las reformas liberales que rompían con el pasado y se extendían por doquier. No hubo aquí ruptura sino solución de continuidad entre el siglo XIX y el XXI. A Rafael Núñez, a Laureano Gómez, a monseñor Builes, a Nacho Vives, a Salvatore Mancuso, a Álvaro Uribe y Viviane Morales les debemos el humillante honor de fungir como el país más conservador del continente.

Pero el paradigma de hacienda decimonónica, paternalista y despótica no se contentó con mangonear a la clientela. Se proyectó como estructura del Estado, y éste fue patrimonio privado de la dirigencia que se hacía con el poder. Poco ha cambiado. También hoy se ganan elecciones para saquear el erario. Ayer, como derecho natural de una casta cargada de privilegios; hoy, como derecho natural de la misma casta que deglute la pulpa de la contratación pública, y de élites emergentes que reclaman su parte. Una y otras sobreenriquecidas, por añadidura, en la economía del narcotráfico. Y todas ellas (la clase gobernante) catapultadas por la misma red de caciques que siglo y medio atrás cultivaba los feudos electorales que persisten como cimiento y nervio del poder político en Colombia. Mañana debate el Congreso una reforma que quisiéramos capaz de cambiar la manera de hacer política. Que a lo menos disuelva el matrimonio entre políticos y contratistas del Estado, factor que ha trocado la corrupción en ADN del sistema.

En busca de nuestra idiosincrasia política, se remonta Fernando Guillén a la hacienda del siglo XIX, edificada sobre la adhesión servil y hereditaria de peones y arrendatarios a un patrón. El cacique que se rindió al encomendero y después al hacendado obró como intermediario que aseguraba la lealtad del grupo. Salvo en Antioquia y Santander, encomienda y hacienda funcionaron consecutivamente como sistema de adhesión autoritaria y sumisión paternalista al patrón. Términos de Guillén que definirían con exactitud el clientelismo que así campeó, hasta cuando el narcotráfico, la crisis de los partidos y su atomización minaron la obediencia en la base de la clientela electoral. Entonces se concedió ésta la autonomía necesaria para empezar a negociar su propio ascenso en política, sus mordidas y contratos con el Estado. Sin alterar la estructura del vetusto modelo de poder ni desafiar el espíritu de casta, se democratiza por los laditos la corrupción. El sistema político. Aunque sólo para quienes profesan las ideas más conservadoras y lealtad al viejo-nuevo patrón.

Turbios atavismos se divulgan ahora por Tweeter. Otra paradoja en un país de leyes con 95% de impunidad; en la democracia admirable de América que ingresa apenas en la extravagancia de respetar la vida del adversario y vive en régimen agrario colonial. Donde la caverna se disputa el poder para instaurar un régimen de fuerza bajo la égida de Dios. Pero es también el país de hombres sin par, como Sergio Jaramillo, estratega del proceso que clausuró una guerra de medio siglo y trazó las líneas del cambio que traerá la paz. Y ese cambio principiará por enterrar herencias que nos encadenan al atraso y la violencia. La primera, esta saga exasperante del Patrón.

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