Apologistas y detractores de la lucha armada

 No es la censura de siempre a quienes se alzaron en armas; es cuestionamiento a los intelectuales que movieron las ideas y el imaginario de la revolución violenta: unos, dando la cara y hasta portando el fusil; otros, solapando en el idealismo su bendición a una guerra infame. Avanzada de políticos, curas y académicos que nunca respondieron por su contribución a la violencia ni aventuran todavía una autocrítica. Y ante ellos, los “profetas”, que blandieron su discrepancia aún con sacrificio de la propia vida: Jaime Arenas, decenas de obispos y sacerdotes, a los que sumamos guerrilleros ajusticiados por la enfermiza vanidad de Fabio Vásquez, jefe del ELN; Replanteamiento, la CRS. Y, claro, Ricardo Lara, cofundador y segundo al mando de esa guerrilla, asesinado  por renunciar a ella. La crítica hecha carne y martirio.

Sin adjetivar ni especular, mediante rigurosa asociación de los hechos con la teoría política que los propulsó, sorprende Iván Garzón Vallejo con un libro que confronta a buena parte de la izquierda en este país: Rebeldes, románticos y profetas. Cuestiona en él la ideología justificatoria de la lucha armada como único camino posible del cambio. Y el toque mágico de la religión en la política, acusado en el ELN y, en otras guerrillas, menos ostentoso. En su apresurada asimilación de nuestra quebradiza democracia a las dictaduras del Cono Sur, se creyeron estos aventureros condenados al heroísmo. Otra vez la guerra santa de la violencia liberal-conservadora acicateada, se diría, por el dogma comunista de Stalin-dios para las Farc, de Mao-dios para el EPL, del Che y Fidel-dioses para el ELN, de sandinistas y tupamaros-dioses para el M-19. Al blasón de la espada y la cruz sumaron el de la hoz y el martillo.

Epopeya enana, diré aquí, fue la infancia de las guerrillas. Mas, con el advenimiento del narcotráfico se enriquecieron ellas, se expandieron y emularon al enemigo en vejámenes de guerra sucia. De héroes infantilizados pasaron a mafiosos disfrazados de insurgentes. La pasión revolucionaria que florecía en esta atmósfera de subversión político-religiosa bebió de la Teología de la Liberación, señala el autor. Terminaron por prevalecer la fe y la lealtad sobre sobre la duda y la crítica. Si les faltara un mártir, Fabio Vásquez se encargaría de crearlo, precipitando la muerte en combate de Camilo, el cura guerrillero.

El marxismo es una religión política, recava nuestro autor, y en su diálogo con el cristianismo convergieron no pocos sacerdotes. Fueron los rebeldes y los románticos. Mientras sacralizaron éstos la violencia y pregonaron la ruptura, los profetas criticaron y predicaron la reforma, viable en la democracia existente, por vacíos que tuviera. Parte de nuestra tragedia –apunta– se explica porque con marcada frecuencia sectores de derecha invocaron el “sagrado derecho a defenderse” y sectores de izquierda, el derecho de rebelión y la guerra justa de Santo Tomás. Ambos encontraron así justificación moral e intelectual para la violencia política. El Concilio Vaticano II y el Celam de Medellín en 1968, en su empeño por modernizar la Iglesia, indujeron la ruptura. Unos se refugiaron en su intransigencia doctrinal, otros abrazaron la utopía armada.

“Por poner (los rebeldes) en primer plano sus ideales, no tuvieron conciencia de las potencias diabólicas que estaban en juego. Honraron la ética de la convicción, pero no la ética de la responsabilidad”, concluye Garzón. Ya  hace años clamara Jorge Orlando Melo porque las Farc reconocieran el error histórico de haberse lanzado a la guerra. De hacerlo guerrillas y Estado,  crearían el hecho político indispensable para alcanzar la paz. Dígalo, si no, la potente obra de Iván Garzón.

 

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¿Pacto secreto entre el uribismo y Márquez?

No parece descabellada la conjetura. El salvavidas que Iván Márquez le tiende a Uribe con su regreso a las armas no es sólo el disparate que mereció el repudio de un país hecho ya al valor de la paz. Sugiere también acuerdo tácito entre enemigos que se necesitan en la arena de la propaganda: el disidente, para presumir de héroe de la revolución (que busca por decreto y sin uribistas faltones en el camino), aunque rodeado de maleantes que alternarán narcotráfico y golpes contra la oligarquía. En la otra orilla, el senador recupera al enemigo providencial: Lafar. Enana ahora, temible otrora, pero Lafar, al fin, vocablo de probada eficacia para aconductar rebaños en el miedo, a cuya sombra se forjó Uribe como adalid de una guerra atroz en gobiernos de mano dura y corazón de piedra. Dos vanidades, miles de muertos.

Le llega el salvavidas a un mes de su comparecencia ante los jueces que lo investigan por presunta manipulación de testigos en un caso de creación de  grupo paramilitar. Podrá alegar el indagado que aquella disidencia prueba la inoperancia de la justicia y derivar de allí un intento para deslegitimar a la Corte Suprema. A dos meses de elecciones en las que el expresidente aspira a reducir su impopularidad conspirando contra la JEP, alcahueta de guerrilleros; y proponiendo “sacar” de la Constitución el tratado de paz, libelo maldito de la trinca Santos-Farc. E incitando a la guerra en arengas incendiarias, como la del pasado sábado en Medellín. Con voz segunda del Presidente que así desnaturalizaba su inicial respaldo a los 11.000 reinsertados, mientras cientos de miles de colombianos contienen en los territorios el aliento ante un eventual regreso del horror. Verbo de fuego que interpreta a una minoría agazapada en su caverna, en trance permanente de defender patrimonios de dudoso origen mandando al frente de batalla a los hijos del pueblo, no a los suyos.

Justificó Márquez su involución en la traición del Estado a los acuerdos de paz. No le falta razón. Humberto de la Calle, jefe de la Comisión negociadora, apunta: “una y otra vez le dijimos al Gobierno que sus ataques permanentes al proceso y los riesgos de desestabilización jurídica que conllevaban podían llevar a varios comandantes a tomar decisiones equivocadas”. Recordó las objeciones que el mismísimo presidente hizo a la Ley Estatutaria de la JEP y la ofensiva del Centro Democrático para reformar los acuerdos, hasta llegar a la coyuntura perfecta en que pudiera el uribismo disparar contra ellos.

Asegurar la reintegración de los guerrilleros es apenas la cuota inicial de las reformas acordadas para la sociedad colombiana. Lentitud hay aquí, pero en reformas rural y política, en sustitución de cultivos y curules para las víctimas, el balance es nulo. Mas, sin los cambios de posconflicto queda la paz a tiro de fusil. Márquez debutó en respuesta desesperada que amenaza con transformar la discusión sobre el desarrollo de los acuerdos en debate sobre su conveniencia o inconveniencia. Volveríamos al punto cero, edén de Uribe.

A la torpeza que informa la decisión de volver a la guerra, hay que agregar la inducción de este desenlace por la ultraderecha y su gobierno. Aunque Colombia es otra. La paz se ha naturalizado como derecho en una ciudadanía hastiada de violencia, corrupción y líderes con prontuario. La disidencia de Márquez es remedo de las viejas Farc: carece de capacidad militar, unidad de mando y control de  territorio. Tampoco Uribe es el que fue: su rechazo en la opinión alcanza el 61% y su partido, que es caudillista, resiente el golpe. Convergentes en la debilidad, Uribe y Márquez no ofrecen el peligro que un día representaron. Pero ambos empollan el huevo de la serpiente.

 

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¿Miedo en la derecha?

Sí, la conjetura es plausible: Porque tiene miedo la derecha, insulta, miente, manipula, persigue, atropella e incita a la violencia. No controvierte, patea. Y a cada coz destapa una nueva arista de la catadura que la emparenta con Bolsonaro, Maduro y el inefable Ortega de Nicaragua. Sorprendida por una oposición que se acercó a la presidencia el año pasado, que integra por vez primera una bancada que decide y saca inopinadamente casi doce millones de votos contra la corrupción, patalea la derecha. Acostumbrada a prevalecer por perrero, percibe el ascenso de la oposición y del movimiento social como amenaza de muerte. Afrentoso le resulta lo que en cualquier democracia es regla; y, desafiante, la depuración ideológica que rescata a los partidos del pantano donde todo se revuelve para mejor pesca de la suertuda derecha. Entonces echa mano de su recurso proverbial: el poder en bruto. Si no para segar la vida de un Leonardo Posada o un Carlos Pizarro en cruzada de exterminio de partidos enteros desafectos al sistema, para ponerles ahora  bozal, hurtarles el derecho de representación política y, al pueblo, el suyo de elegir.

Retornando a la senda de acoso y conculcación de derechos, cercena esta derecha la representación parlamentaria de sus adversarios. Tras despojar a Mockus de su curul mediante fallo contradictorio del Consejo de Estado y a resultas de demanda de personajes cercanos al partido PIN cuya cúpula resultó procesada por parapolítica, quiere alargar la uña hacia otras cinco del Partido Verde. La senadora Angélica Lozano revela que viene en camino la anulación de las curules indígenas del partido Mais, no bien le quitaron la suya a Ángela María Robledo, estrella de las fuerzas alternativas, con curul por derecho constitucional de oposición que ocho millones de votantes refrendaron. Se preguntan por qué juzga el tribunal con rasero distinto casos iguales como los de Robledo y Marta Lucía Ramírez. O por qué no sanciona la doble militancia que en su momento ostentaron Viviane Morales y Germán Vargas.

Tan artero ataque contra la oposición, defensora de la paz, denuncia el miedo que ésta suscita en el uribismo. Ya el partido de Gobierno lanza puñales contra la JEP, ya Álvaro Uribe quisiera que sus contradictores saltaran del debate público al fusil; de modo que pudiera él volver a regodearse en la guerra, a esconder tras el humo de los cañones la temida verdad y a velar porque nada cambie en el campo. Ejes de su programa, que se depura sin pausa. Con la desmovilización de las Farc vino el destape: perdió el uribismo el último centímetro de hoja de parra que mal disimulaba su predilección por la violencia y el gobierno arbitrario. A su vez, despertó la Colombia contestataria del prolongado letargo impuesto por alguna oligarquía cruel, provinciana y abusiva que, tal vez asustada, vuelve a dar palos, y no precisamente de ciego. Es tradición: al primer amago de pluralismo y participación social, sale del closet la caverna.

Dígalo, si no, el hundimiento de las 16 curules de paz para las víctimas, a manos del conservadurismo en pleno. O el exterminio de la UP: miles de cuadros asesinados allí donde ese partido vencía en las urnas. O la masacre de Segovia en 1988 que rubricó el horror con un aviso: “no vuelvan a votar por la UP; eso les causa la muerte”. O la brutal decapitación de la Asociación de Usuarios Campesinos (Anuc) en los 70. Con la terrible excepción de los líderes sociales en el campo, el asesinato físico de dirigentes se ve ahora desplazado por una estrategia que apunta a la abierta negación del pluralismo, del debate, del derecho de oposición y de la democracia. Ofensiva temeraria que no puede emanar sino del miedo.

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Mano dura y corazón de piedra

Sí, vuelve la caverna con todos sus fierros al poder: con la estrategia bifronte de extremar la desigualdad en este país de pobres y excluídos y, por otro lado, apretar con mano de hierro la protesta social que de allí derive. Riesgo a la vista cuando ocho millones de colombianos repudiaron las miasmas de la politiquería y recelan del curubito empresarial. Símbolo ominoso de las componendas que sellaron alianzas en la cumbre cuandoquiera que el monolito del poder se vio amenazado, tres expresidentes -dos aparecidos y otro subjudice- dizque saltaron de la polarización a la reconciliación. Fue, sin duda, pacto de yo-con-yo para repartirse la torta que un incauto administra. Del Frente Nacional rescatarán las políticas de seguridad y orden público que atribuían al pueblo el carácter de enemigo interno. Y, en economía, coronarán el ponqué neoliberal que desde Gaviria todos ellos amasan, con la roja cereza de una reforma que eliminará casi el último tributo que pesaba sobre los ricos, y cargará contra las clases trabajadoras.

Reforma regresiva montada desde hace 30 años sobre la conveniente falacia de que regalarles impuestos a las empresas (¡a sus dueños!) dispara el empleo, esta vez podrá estancar el crecimiento y dejar al Estado con recursos franciscanos para educación y salud. Lo que eleva la productividad y el empleo,  demostrado está, es la innovación que nuestros flamantes empresarios no abocan. Sostiene Fabio Arias (Las2orillas) que en cinco años los empresarios dejaron de pagar $46 billones por parafiscales, concesión del Gobierno en 2012. Por exenciones sobre patrimonio y renta de los últimos años, se habrían ganado $6 billones adicionales, a los que sumarán otro tanto por la reforma tributaria de Carrasquilla-Uribe-Duque. Pero la informalidad laboral sigue en 64% y el desempleo aun ronda el 10%.

No se sorprendan, pues, si la gente se toma las calles. Ni pretenda el ministro Botero, de Defensa, imponer la protesta asexuada de sus sueños, aconductada por el mazo con el que cree destripar la lucha de clases. El de protesta pacífica es derecho inherente a la democracia, no es subversión ni revuelta ni crimen. Sin él, no hubieran conquistado las mujeres su derecho al voto, ni los trabajadores el suyo a jornada laboral de ocho horas, ni los campesinos despojados podrían recuperar sus tierras.

Mas, mucho indica que la derecha montaraz de vuelta al poder acaricia la impronta contrainsurgente que marcó las políticas de seguridad y orden público en el último siglo. Bajo la capa anticomunista (del conservatismo y la Iglesia primero y, luego, de la Guerra Fría) se estigmatizó, persiguió o asesinó al que protestara o discrepara. Todo librepensador resultó sospechoso de profesar el bolchevismo en la República Conservadora, el comunismo en el Frente Nacional, el terrorismo vistiendo de civil en el Gobierno de la Seguridad Democrática, el castrochavismo como enseña de pánico para la retoma del poder. Al trato de insurgente que recibió el ciudadano inerme contribuyeron las guerrillas. Su táctica de lucha legal e ilegal  redundó en el sacrificio de muchos demócratas que nunca dispararon. Y le dio a la derecha argumentos para violentar a la izquierda legal y al movimiento social, pretextando lucha antisubversiva.

No se visualiza la desaparición de tal legado: el ministro Botero evoca ahora símbolos de aquella tradición. Y el CD acaba de presentar proyecto de ley que niega acceso de la JEP y de la Comisión de la Verdad a información reservada sobre las vicisitudes del conflicto armado, con el argumento de que algunos de sus magistrados son “de tendencia de izquierda». Secta de extrema derecha en lo político y en lo económico, el partido de Gobierno rinde otra vez tributo a su lema: mano dura y corazón de piedra.

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El fantasma del comunismo

Taca burro la cofradía neoliberal. Su socorrida reducción de toda idea divergente a comunismo comeniños resulta contraevidente y no cumple sino función de propaganda. Con López Obrador en México y el sorpresivo despertar del centroizquierda en Colombia, la nueva izquierda de la región  termina por depurarse, sin muchas reservas, en alternativa socialdemocrática. A distancia sideral de las dictaduras sanguinarias de Venezuela y Nicaragua. Y del modelo económico que el presidente electo, Iván Duque, ofreció en campaña por medio de su hoy ministro Carrasquilla, conspicuo ejecutor del modelo que ahonda las desigualdades, en el segundo país más desigual del continente.

El llamado de Duque a la unidad nacional por la prosperidad de todos parece contraerse a la sola prosperidad de los gremios económicos que recibirán nuevas gabelas sin contraprestación y la mitad de los ministerios en el gabinete ¿Será este el Gobierno de la plutocracia encabezado por un titular de Hacienda que considera el salario mínimo “ridículamente alto”? Modelo apolillado, cruel, que el mismísimo Banco Mundial acaba de cuestionar, mientras algún portavoz de nuestra élite abreva en la misma acequia: para escándalo de más de un gurú del Consenso de Washington, Miguel Gómez Martínez propone volver a los planes de desarrollo y a la planeación económica (Portafolio 4/7/18).

El discurso de AMLO respira aires de la Cepal de Prebisch y Frei y Carlos Lleras. Ni Stalin ni Castro ni Maduro. Anuncia el mexicano cambios profundos de beneficio prioritario a los más pobres pero dentro de la legalidad, respetando la propiedad privada y las libertades de asociación y empresa. Con disciplina financiera y fiscal (como lo hizo mientras fue alcalde de la capital). En busca de mayor igualdad, aumentarán la inversión del Estado en política social y su iniciativa empresarial para crear empleo. En Colombia, centro y petrismo convergieron en pacto reformista cuyo decálogo, de izquierda democrática, se firmó en mármol.

Tendrán ellos que huirle a la tentación populista, inflacionaria, de emitir dinero para financiar la política pública; volver al desarrollo y a la planeación concertada con el sector privado; y, en la lucha contra la pobreza, reemplazar subsidios por empleo. Reindustrializar; regular mercados; y redistribuir en serio,  ajustando el salario mínimo y cobrando más impuestos a los que más tienen. El Banco Mundial se alinea ahora con el modelo de agricultura familiar, clama por devolverle al Estado sus funciones sociales y habla de política industrial.

No así Jorge Humberto Botero, vocero de los gremios y exministro de Comercio del uribato. En Semana en vivo declaró: “Yo nunca creí en las políticas industriales […] creo que el Gobierno hizo bien en [abandonarlas]”. Y agregó que él bajaría aranceles y expondría los sectores productivos a la lucha fría de la competencia internacional. En otra orilla, parece Miguel Gómez  lamentar que, a instancias del neoliberalismo, desmontara César Gaviria muchos instrumentos de intervención del Estado en la economía, y clausurara la idea del modelo de desarrollo. Que, con la internacionalización de la economía, ya no se hablara de desarrollo sino de mercado.

Carrasquilla fue mentor estrella del modelo neoliberal. Viene de favorecer gratuitamente a los grandes capitales y de golpear los ingresos de las clases  trabajadoras. De arrojar la economía al garete de los mercados, con graves consecuencias para las mayorías indefensas. No hay por ahora indicios de que el Gobierno en ciernes marque un rumbo distinto.

Con el desarme de las Farc y la galvanización del reformismo democrático como fuerza equiparable a su antípoda encallada en el pasado, podrá decirse que en Colombia el comunismo es un fantasma. Pero no lo es el engendro neoliberal.

 

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Gobierno-oposición, más democracia

Guerra civil en el siglo XIX, violencia liberal-conservadora, guerrilla comunista: fantasmas del pasado que moldearon la idea de oposición como amenaza contra la patria y la civilización cristiana occidental. Versión heroica sobre los demonios que la jerarquía católica y la ultraderecha ayudaron a crear, cuando arrojaban la oposición al ostracismo. Tal percepción campeó aun cuando la oposición pudo ser corolario civilizado del gobierno en períodos democráticos, y no lo fue. Experiencia al canto, la ciega beligerancia –desleal, obstruccionista– que el Centro Democrático desplegó desde su orilla contra el mandatario que alcanzaba la paz, mientras ignoraba aquel partido el reclamo de la sociedad por cinco mil “falsos positivos” habidos en su Gobierno. Claro que la oposición puede abusar de las prerrogativas que la democracia le brinda. Mas no impunemente. Parte sustancial de la variopinta votación de Petro sufragó por hastío con la intemperancia de la oposición uribista, con el irrespeto de su jefe a las instituciones, con el protagonismo del sicario de los 300 muertos como ululante opositor del CD, sin que ese partido dijera mu.

Con el viraje político registrado en estas elecciones, la depuración ideológica de las propuestas en liza y la entronización del estatuto de oposición este 20 de julio, un nuevo capítulo se abre en la política colombiana. Y no apenas por las garantías que aquella normativa ofrece a la oposición, sino porque el  presidente electo, Iván Duque, trazó la pauta medular antes de asumir en propiedad. Le ordenó a su mayoría en el Congreso bloquear la reglamentación de la JEP, pieza angular de la paz. Su jefe, el senador Uribe, escaló la avanzada mediante instrucciones a Paloma Valencia para lograr sus objetivos cantados:  prisión para los jefes de la Farc antes de hacer política, y crear dos instancias independientes de la justicia transicional encargadas de procesar a uniformados y a particulares responsables de delitos en el conflicto. En suma, crear las condiciones necesarias para volver a la guerra. Amenaza, esa sí, capaz de unificar la oposición de nueve millones de colombianos que se jugaron en las urnas por la paz y a los muchos que votaron por Duque creyéndolo inofensivo componedor del Acuerdo con las Farc.

Manes del binomio gobierno-oposición, dos caras de la democracia, que da tantas garantías al Gobierno para ventilar sus ideas y convertirlas en políticas, como a la oposición para defender las suyas, controlar al poder y erigirse en alternativa de cambio. Cobran aquí vigencia renovada los postulados de Virgilio Barco, genuino liberal, en vísperas de asumir la Presidencia: No le basta a la democracia con el voto, escribe; es de suyo también la existencia de un gobierno con una oposición que lo fiscaliza, serena, civilizadamente. “En una democracia, los derrotados en elecciones pierden el derecho a administrar el país; pero no el de expresar a través de sus voceros su inconformidad […]. Más que a los críticos le temo la ausencia de fiscalización. [Para mi Gobierno] pido una constante vigilancia política desde las Cámaras, desde los medios de comunicación y desde todos los foros donde se expresan libremente los colombianos”. (La oposición política, Patricia Pinzón de Lewin).

El tic frentenacionalista de la unidad idílica entre todos para salvar la patria es antidemocrático. Democracia no es falso consenso que disuelve el pluralismo en uniformidad, en ficción de concordia. Democracia es disenso, conflicto tramitado por la vía de las instituciones. Lo que no impide compartir ideales y proyectos que trascienden quereres particulares. Como el ideal de la paz y las reformas que le dan figura corporal.

Coda. ¡Divina la selección Colombia! Va para ella una lagrimita de emoción…

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