Por fin, la reforma agraria

Hace unos años propuso Paloma Valencia formalizar apartheid étnico en la geografía del Cauca: allá los indígenas en sus rastrojos, acá nosotros (la gente de bien). Hoy previene ella contra el peligro de que el líder nasa Giovani Yule, designado jefe de Restitución de Tierras, “priorice tierras para los indígenas”. Anatema. ¿Cómo puede un tal Yule, no ya apenas representar a pueblos desdeñables, sino el interés general desde la autoridad del Estado? El Centro Democrático se declara amenazado. En ostensible confesión de parte, esta derecha ultramontana sella el recorrido de élites sórdidas que en todo el país rural imaginaron su prestancia como atributo de la violencia que ejercieron durante siglos contra etnias y campesinos humillados en la pobreza. Humillados y expropiados. En ofensiva de medio siglo que alcanzó su clímax con los Gobiernos de la Seguridad Democrática, notable el de Duque por su impúdico boicot a la restitución de tierras: a los 932 líderes sociales asesinados en estos cuatro años -muchos de ellos reclamantes de tierras- se suma el aumento inusitado de demandas de restitución rechazadas sin mayor justificación, según informa la Fundación Forjando Futuros: 65%. El número de predios devueltos es irrisorio.

Pero en esta Colombia subcampeona mundial en concentración de la propiedad rural, donde el 0.01% de los propietarios del campo acapara  44.5% del área agropecuaria disponible, restituir lo usurpado es sólo parte de la reforma agraria que los señores de fusta y fusil frustraron una y otra vez. Sin reforma rural, sin tierra, marcha el campesinado a la deriva, los dueños de latifundios improductivos revientan de rentas sus petacas y el país, que podría ser despensa del mundo, importa la tercera parte de los alimentos que consume. En virtud del TLC suscrito con Estados Unidos, importamos de ese país seis veces lo que le exportamos. En 10 años del Tratado pasamos de importar 110.000 toneladas de maíz a 3.858.000. ¡Maíz! Perdimos la soberanía alimentaria y comprometimos la posibilidad de avanzar hacia un capitalismo moderno, diría el presidente Petro.

Cecilia López, su ministra de Agricultura, anuncia una reforma agraria “sin timidez”, que elimine el modelo de una vaca por hectárea. O los terratenientes de ganadería extensiva ponen a producir la tierra, o pagan impuesto sobre su potencial productivo, o le venden al Estado y éste redistribuye la tierra entre campesinos que quieran explotarla. Hay que pasar, declara, de ganadería extensiva de baja productividad a ganadería intensiva de elevada productividad y sostenible. No se diga ahora que inducir el mercado de tierras y su explotación a derechas es plan de expropiación comunista, que fue el muy conservador dirigente don Hernán Echavarría quien defendió la idea.

Pero el Ministerio estira el ojo también hasta la Reforma Rural del Acuerdo de Paz. Con miras a un desarrollo integral en perspectiva de paz, se aplicará a adjudicar las tierras previstas en el Acuerdo, que es ley y norma constitucional. A restituir las arrebatadas. A titularlas. A impulsar Zonas de Reserva Campesina y territorios agroalimentarios de beneficio público y social. A dar al campesino estatus de sujeto especial de derechos y a sus organizaciones categoría de sujetos políticos con derechos integrales. Como lo piden 60 organizaciones campesinas, cuya fortaleza emula el estadio heroico de la vieja Anuc en los 70. Después declinaría estrangulada por una tenaza fatal: de un lado, la más violenta represión del Estado; del otro, la loca pretensión de las guerrillas de tomarse esa organización, pues así legitimó el baño de sangre que vino desde arriba.

Sí, todo indica que habrá por fin reforma agraria, y sólo un demócrata de izquierda podrá acometer esta revolución liberal. Tal vez no quede ya lugar para el apartheid de Paloma.

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¿Y la verdad de los empresarios?

Tanto alarde de dignidad ofendida entre empresarios de discutible honradez en el conflicto mueve a sospecha: ¿para salvar la cara y la faltriquera, seguirán endilgando a otros sus culpas? Nuestro paramilitarismo no se contrae a la acción de derechas armadas en la guerra. Muchos empresarios, políticos, militares, funcionarios y narcotraficantes semejan electrones del átomo que gravitan en torno a un núcleo de pistoleros: integran una y misma cosa. Objetivo medular de esta franja de las elites, el poder económico centrado en el acaparamiento de tierras que operó entre ríos de sangre contra el pequeño campesinado. Su presentación política, la lucha contrainsurgente, en un país donde se tuvo por subversivo lo mismo al guerrillero que al minifundista de parcela apetitosa para prolongar un corredor de la droga, para sembrar palma de aceite, para ampliar un latifundio de ganadería extensiva. “Guerrilleros vestidos de civil” fue el mote que lo permitió todo. Surgieron autodefensas, sí, para contener el acoso de la sedición, cuando la seguridad del Estado falló. Pero pronto derivaron en el terrorífico proyecto de despojo y muerte que, al lado de las infamias de las Farc, del ELN y parte de la Fuerza Pública, produjo en Colombia un holocausto.

De tanto padecerlo, ya medio país lo sabía y el resto lo barruntaba. Pero nunca adquirieron los hechos la entidad histórica que el informe oficial de la Comisión de la Verdad les da. Ni la categoría política que el presidente electo les imprime al cooptar diagnóstico y propuestas como divisas de su Gobierno. Contra viento y marea acometen su tarea los órganos de verdad y justicia del Acuerdo de Paz. El mundo registró asombrado dos audiencias históricas de la JEP: en la primera, oficiales de alto rango del Ejército reconocieron responsabilidad en la comisión de los falsos positivos. En la segunda, la cúpula de las Farc reconoció la suya en el secuestro de 21.788 civiles. Ahora se impone la comparecencia de un tercer actor del conflicto: los llamados “terceros” civiles, casi todos empresarios que financiaron al paramilitarismo y, sin integrarse a su cuerpo armado, coadyuvaron a sus crímenes. Y no es que los paramilitares buscaran a empresarios y políticos, que fue de éstos la iniciativa de armar manguala.

Según la Comisión de la Verdad, este empresariado cosechó en el acceso privilegiado a recursos, en la amenaza o eliminación de la competencia económica, en la violencia que el conflicto aparejaba, para multiplicar utilidades. Entre 2011 y 2015 se relacionó en Justicia y Paz a 439 actores empresariales con paramilitares: ganaderos, palmeros, bananeros. Para el comisionado Alejandro Valencia, es en despojo de tierras donde se dibuja nítidamente el acoplamiento de paramilitares, empresarios, políticos y funcionarios: armados masacraban y desplazaban, empresarios compraban a huevo la tierra arrebatada y notarios “legalizaban” la operación.

Díganlo, si no, las confesiones del exgobernador de Córdoba, Benito Osorio, ante la JEP. Probó él la relación del Fondo Ganadero de Córdoba con la casa Castaño en la usurpación de tierras. Reveló nombres de empresarios y autoridades públicas involucrados en el despojo de Tulapas. Se reconoció como testaferro de paras y dio fe de pactos entre estos y la Fuerza Pública. Las tierras despojadas (8 millones de hectáreas) no están en manos de la mafia sino de empresarios y políticos. Si bien Argos y Unibán descuellan como grandes compradores de predios así habidos, el Fondo de marras y Chiquita Brands se llevan las palmas. 

Más que aliados de ocasión, numerosos empresarios fueron eslabones de la cadena paramilitar. Para que no se repita la impunidad de los responsables de la Violencia con un pacto de silencio, Colombia pide a gritos también la verdad de aquellos empresarios. Ya es hora.

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En Colombia, un capitalismo hirsuto

Motivo “reestructuración”, El Colombiano prescindió del columnista Francisco Cortés Rodas en el día del periodista. Al parecer, no tolera ese periódico la opinión libre sobre verdades que violan su intimidad con los grupos de poder en Antioquia. Piedra de escándalo habría sido la columna que el catedrático tituló “El capitalismo paraco y los empresarios honorables”.

Nuestros grupos capitalistas –escribió él– no son moralmente virtuosos. Aquí se desarrolló también la fórmula extrema de un capitalismo sin ley ni orden que podrá llamarse “Capitalismo paraco”; con apoyo de los Gobiernos de turno y gracias a una alianza entre paramilitares, narcotraficantes, políticos y “honorables empresarios”. Uno de ellos –dice– es José Félix Lafaurie, denunciado de tales vínculos por el dirigente ganadero Benito Osorio, cuya revelación reafirma Mancuso: para él, la de Fedegán y AUC  fue una “alianza gremial, política y militar de alcances que la sociedad colombiana aún no ha llegado a imaginar”. Entre otros, un sangriento proceso de apropiación de tierras.

Hay capitalismos de capitalismos, argumenta Cortés. En Antioquia floreció uno “virtuoso” construido mediante estructura empresarial de propiedad cruzada llamado GEA. Virtuoso sería porque ha generado empleo y mejorado la calidad de vida. Un capitalismo benévolo, inscrito en la línea de la filantropía moderna, pese al pecadillo de Argos que compró con ventaja tierras de campesinos en situación de desplazamiento. Pero filantropía es caridad, no justicia social. Se pregunta el columnista si benévola será la fórmula corporativa que al GEA le permitió usar una empresa pública como EPM para sus propios intereses. Para mantenerse y expandirse, este capitalismo se habría valido de la razón y de la ley, pero también de la fuerza, la violencia y la apropiación de bienes ajenos. Excesos propios de su natural voracidad, que demandan una transformación del orden político y económico capaz de regular el capitalismo y redistribuir la riqueza.

Para Juan Manuel Ospina (El Espectador enero 28), el discurso liberal del dejar-hacer mueve a grandes empresas que terminan por destruir las instituciones del capitalismo de libre mercado. En la base del fenómeno, el desplazamiento del poder de los accionistas –los dueños de la empresa– a sus administradores  que, empoderados, cambian las prioridades: reparten una pizca de utilidades entre los accionistas e invierten el grueso, no en creación de nuevas empresas sino en la compra de otras ya existentes. “Es –señala Ospina– un capitalismo más de concentración que de creación de capacidad productiva, donde el capital financiero es actor central”. El GEA es una variante de este modelo, con una particularidad: un grupo de empresas de propiedad cruzada, florecientes, y con acciones en la bolsa (las de sus accionistas) subvaluadas.

Marcadas ya por el crimen, ya por el despotismo empresarial, armonizan estas dinámicas del capitalismo en Colombia con las políticas de los Gobiernos, y mucho desemboca en violencia, exclusión y hambre. Dígalo, si no, la más reciente revelación sobre inseguridad alimentaria que en el país alcanza al 54,2% de los hogares, 64,1% en el campo. Debido, en parte, a la franciscana asignación de recursos al agro que, cuando la hay, va a parar a la gran agricultura empresarial de materias primas, no al campesino que pone más de dos tercios de los alimentos en la mesa de los colombianos. Debido, también, a la importación masiva de alimentos que el país puede producir.

Boyantes en el dejar-hacer de los Gobiernos, al lado del patrón que asocia a gremios (de ganaderos, de palmeros) con paramilitares y políticos, el modelo GEA marcha vertiginoso hacia el monopolio, la privatización de lo público y el abuso de poder. He aquí las dos patas del capitalismo hirsuto que nos asiste.

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Duque: pistola a la reforma rural

Este presidente recibe un país con el mejor acuerdo posible de paz e índices de violencia política reducidos, y lo devuelve en guerra. Las crueles imágenes de comunidades asediadas por grupos armados y de desplazados por decenas de miles han vuelto a copar pantallas y páginas de prensa. Para no mencionar los cientos de masacres, de líderes sociales y reinsertados asesinados que la costosísima Fuerza Pública no impide, pese a la patética locuacidad de sus comandantes. Ni seguridad para los reinsertados ni solución al conflicto por la tierra que alimenta la guerra. En fallo sin antecedentes, la Corte Constitucional emplaza al Gobierno por “violación masiva del Acuerdo de Paz” y le ordena cumplirlo integralmente. Naciones Unidas y la CIDH se unen al clamor, mientras la FAO advierte que Colombia se halla en riesgo inminente de inseguridad alimentaria: poblaciones enteras no podrían acceder a alimentos, entre otras razones, por eludir la Reforma Rural pactada con el Estado en el Acuerdo de Paz: distribución, formalización y restitución de tierras andan en pañales. Denuncia el exministro Juan Camilo Restrepo “un déficit presupuestal gigantesco para atender los cometidos del posconflicto”.

Corolario de esta eficientísima abulia hacia la paz en el campo, el silencio del presidente Duque, de su Gobierno y su partido, ante el escándalo que toca a uno de sus dirigentes, José Félix Lafaurie, presidente de Fedegán, por presunta complicidad con paramilitares que en los 90 despojaron 4.000 hectáreas en Urabá y Córdoba, y decapitaron con motosierra a quienes presentaron resistencia. En confesión de la verdad ante la JEP, el exgerente del Fondo Ganadero de Córdoba, Benito Osorio, comprometió a Lafaurie con paramilitares como Mancuso y con generales condenados por asesinato como Rito Alejo del Río. Osorio fue sentenciado a prisión por expropiación de tierras en asocio de paramilitares.

Pero el caso pertenece apenas al último capítulo de una saga centenaria escrita con sangre: es el capítulo de la contrarreforma agraria agenciada por la troica de paramilitares, gamonales y políticos que, tras sus revelaciones en Justicia y Paz, debuta ahora en la JEP. Se comprenderá por qué ha querido el uribismo destruir el tribunal de justicia transicional. En la entraña de nuestra historia medra una minoría que acapara la tierra, paga impuestos irrisorios o ninguno, usufructúa la inversión pública que besa sus predios y engorda en el modelo predominante de tierra sin hombres y hombres sin tierra. Bloqueada la modernización en estos lares, sin Estado, sin tierra, sin trabajo, desfallece la vida del campesino y hierve el conflicto social. 

Salomón Kalmanovitz presenta ejemplo al canto: la hacienda El Ubérrimo es  tierra potencialmente agrícola dedicada a ganadería extensiva. Son 1.500 hectáreas urbanizables, valorizadas con riego y drenaje a cargo del Estado, su dueño la declara por 17 veces menos de su valor comercial. No valdría, según nuestro analista, $8.600 millones sino $165.000 millones. En consecuencia, tampoco debería pagar $178 millones de impuestos.

La derecha dio siempre en la flor de calificar como sovietizante cualquier intento de expropiación con indemnización por su valor comercial de tierras inexplotadas. Política típicamente liberal que en toda Europa y en Japón se aplicó sin anestesia, coco de las élites que mandan en éste nuestro país, el más conservador del continente, el de mayor concentración de la propiedad agraria.  Sovietizante les pareció la Ley 200 de López Pumarejo, y desataron la Violencia; la de Lleras Restrepo, y la sepultaron en Chicoral. Sovietizante les parece cualquier alusión al recurso legal ratificado aun por la Ley 60 de 1994. ¿Cómo prevalecen ellas, pues, por encima del sentido común y de la historia? Haciéndole pistola a la reforma rural.

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