Ecos del fascismo en Colombia

La tentación fascista no murió en nuestro país con el aparente intento de instaurar sin disimulos un Estado totalitario el 6 de septiembre de 1952, mar de fondo en el incendio de la prensa y de las casas de los líderes liberales, que medraban en la oposición al Gobierno conservador. Aquel impulso convertido en llamas serpentea en el pantano de la política-a-tiros y levanta su cabeza periódicamente desde los meandros más oscuros del poder. Más allá de un régimen formalizado como fascista, rugen aun sus motores mayores: la violencia como misión y la militarización de la política. 

Ayer fue conflagración. Después, savia que un estatuto de seguridad bebió de dictaduras del Cono Sur, para evolucionar como política de Estado afincada en falsos positivos. Respiró en el movimiento Morena de autodefensas en el Magdalena Medio, mediante asociación de ganaderos emparentada con ésta cuyo jefe convoca hoy, de nuevo, la “reacción solidaria inmediata” que diera origen al paramilitarismo. Se exhibió en 2020 como acción intrépida de paramilitares contra manifestantes en las calles de Cali. En la veneración de Hitler por un candidato que casi gana la presidencia con apoyo de la derecha en pleno. En celebración de la escuela de Policía de Tuluá, ataviados sus agentes con uniformes de la SS. En la exhibición de símbolos del ejército nazi en el Gun Club de Bogotá.

70 años han pasado desde cuando turbas incendiaron los diarios El Espectador y El Tiempo, la Dirección Nacional Liberal, y las casas de López Pumarejo y Lleras Restrepo. Acoge el historiador Guillermo Pérez la hipótesis de que tras los disturbios obraba el propósito, largamente acariciado, de entronizar una dictadura de partido único, corporativista y católica como la de Franco en España o la de Oliveira Salazar en Portugal. Mas, pese a la evidente participación de la Policía en los hechos y a la negligencia de las autoridades para conjurarlos, todo quedó envuelto, como envueltos quedaron los muertos de la Violencia, en espesa nube de silencio.

Julio Gaitán y Miguel Malagón recuerdan que, conforme alcanzaba su cénit el nazi-fascismo en la Europa de los años 30 se sembraba América Latina de dictaduras militares, pero en Colombia accedía el liberalismo al poder tras 40 años de hegemonía conservadora. A la reforma liberal opuso la reacción, la Iglesia Católica al canto, fiera oposición plasmada en estandartes hispanistas de Dios, patria, familia, tradición y propiedad, contra la “barbarie moscovita”, la masonería y la diabólica revolución del liberalismo, que es pecado. Y cantaron los líderes su credo de viva voz. 

Pronostica Silvio Villegas, director del periódico La Patria, que “las masas desencantadas de la actividad democrática terminarán por buscar en métodos fascistas la reivindicación de los derechos conculcados”. Y Laureano Gómez exclama en acto público de exaltación a la España victoriosa de la guerra civil: “en sus falanges inscribimos nuestros nombres con gozo indescriptible”.  15 años después, en 1952, plasmará la doctrina del corporativismo fascista en su propuesta de Estado autoritario, con los expresidentes y el arzobispo de Bogotá en olor de senadores vitalicios. Integrado por gremios y corporaciones, era éste contrapartida al Estado democrático liberal: no podían ahora esas organizaciones denostar el Estado, como era costumbre en la Edad Media, sino someterse, cooptadas a la brava, a su voluntad de hierro.

De la historia no queda sólo el eco: hoy como ayer proliferan grupos, lances y aventuras fascistas que, para descalificarlo, meten dentro del mismo saco del comunismo hasta el más modesto intento de justicia social. Si reforma agraria, la Violencia y el despojo. Si tributo progresivo, vociferan “¡anatema!”. Si paz, la guerra, edén de cuanto fascista pisó la tierra, llámese Ortega o Bolsonaro.

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El emporio de los diezmos, sin impuestos

En este país de privilegios, exonerar de impuestos a iglesias opulentas es una inmoralidad, una bofetada a la mar de fieles que las engordan menguando aun más la magra mesa que les da sustento. Si escandaliza la desigualdad económica remachada por el sistema tributario, alarma la ventaja concedida a quienes esquilman a la pobrecía -concurrencia dominante en los templos- que compra con óbolos y limosnas y diezmos arrancados a su flaca bolsa una compensación espiritual a la desesperanza. Arte milenaria de convertir el sentimiento religioso en oro para las arcas de pastores y prelados. Tan lucrativo el negocio en Colombia, que el número de iglesias y asociaciones religiosas trepa como la hiedra: según la Dian, el año pasado llegaron a 8.525 con personería, su patrimonio líquido a $16 billones y los ingresos brutos a $5.8 billones al año.

Katherine Miranda, la valiente, propone gravarlas con impuestos: “es un descaro -escribe- que algunos jueguen con la fe, se enriquezcan, participen en política y se nieguen a pagar impuestos (…) Colombia es un Estado laico, si una iglesia no cumple función social y (se limita a) amasar fortuna, que pague impuestos”. Casi todas, agrega, hacen política y usufructúan el poder; se llenan de plata mediante el asalto moral al incauto. Usan el Estado laico a conveniencia: sí, para volverse partido; no, para pagar impuestos.

Ya hace un tiempo se aludía en este espacio a la explosión de iglesias que se autodenominan cristianas y se consagran al despojo de inocentes. La anhelada libertad de cultos que la Carta del 91 entronizó ha degenerado en osadías mercantiles de muchas iglesias, no de todas, que nacen en garaje y, a poco, son manzana. O coliseo. Deforman su apostolado en exacción de la grey. Gracias, también -escribía aquí- al poder que emana de oficiar a un tiempo como iglesia y como partido, bajo la divisa de “un fiel, un voto” (¡y un diezmo!): explosiva aleación de religión y política, a imitación de la jerarquía católica, poder de poderes cuya participación en la conflagración partidista le dio a la Violencia del siglo pasado connotaciones de guerra santa.

Ambigua, contradictoria, esta jerarquía se suma al veto de la paz en el referendo de 2016 y, sin embargo, defiende a los perseguidos de la violencia y hoy contribuye generosamente a diálogos de paz. De la misma manera, iglesias evangélicas hay dedicadas en un todo a la obra social. Pero al parecer son las menos: el grueso monta la escuelita de mostrar, migaja del obeso pastel del que no rinde cuenta al fisco, ni a nadie. La misma coartada del latifundista improductivo que, para simular explotación de su tierra y eludir así el impuesto, pone a pastar media vaca por hectárea.

El estatus fiscal de la Iglesia Católica se remonta al Concordato firmado por la Regeneración en 1886. El tratado con la Santa Sede principia por devolverle  parte sustantiva de los bienes incautados dos décadas atrás por el radicalismo liberal, única avanzada contra el patrimonio inconmensurable de la institución religiosa. Y le ratifica la exoneración de todo impuesto. En 1974 lo renovó Misael Pastrana y la Constitución del 91 extendió la gabela a todas las iglesias: democratizó el estropicio.

Rico en audacias y sorpresas de cambio -entre ellas la auspiciosa energía del director de la Dian, Luis Carlos Reyes, para defender la reforma tributaria- pecaría, no obstante, Petro en materia grave si desestimara la iniciativa de la representante Miranda, que interpreta un viejo anhelo popular. Y éste no puede despacharse con la tautología de que, como las iglesias nunca han pagado impuestos, tampoco ahora deben pagarlos. ¿Sacrificará el Gobierno su bienandanza y compromiso histórico al equívoco aporte en campaña de un pastor? ¿Se doblegará al obsceno emporio de los mercaderes de la fe?

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Izquierda y Centro: se alborota el cotarro

Unos juegan con los principios y se complacen en la derecha; otros se abocan al reto de verterlos en programas de cambio. Mientras Petro se extravía en un crudo pragmatismo haciendo aliados que disuenan entre “los decentes”, los candidatos de la Coalición Centro Esperanza tendrán que optar por una entre las variantes de libre mercado que todos ellos adoptan: la gama va desde un neoliberalismo cerrero hasta el capitalismo social. Si, como dicen, representan la convergencia del reformismo estructural, no podrán menos que allanarse al modelo de economía de mercado con regulación del Estado. Será respuesta al negro balance del Consenso de Washington, cuya alternativa lanzan hoy las potencias del G7: el Consenso de Cornwall.

Conforme se consolida el Centro precisamente porque rehúye el abrazo de un oficialismo liberal amancebado con la corrupción, con el gobierno Duque y su partido, Petro le tiende la mano a Luis Pérez, artífice con Uribe, Martha Lucía y don Berna, de la mortífera Operación Orión. Y convida al pastor Saade, célebre por su odio al aborto, a la mujer, a la comunidad LGBTI.

Genio y figura, de suyo arbitrario, el autoendiosado Petro se ríe de la izquierda sacrificada, probada en mil batallas, que ahora lo acompaña en la idea de transformar este país. Y encubre su arrebato electorero con el argumento de la vieja alianza del liberalismo con la izquierda. Como si Luis Pérez fuera Uribe Uribe o López Pumarejo. Como si no hubiera sucumbido el Partido Liberal a la corrupción, a la hegemonía de la derecha en sus filas, a los turbios manejos del jefe.

Poniéndole conejo con la caverna cristiana y con la derecha liberal, arriesga Petro la cohesión de la coalición de izquierda. Sus aliados podrán pasar del estupor a la estampida. Como se insinúa ya: Francia Márquez pidió “no cambiar los valores de la vida por votos”, Iván Cepeda declaró que “las elecciones se pueden perder pero la coherencia ética, no”, e Inti Asprilla remató: “la pela interna que nos dimos en el Verde no fue para esto”. Pero Petro es así: impredecible en política… y en ideas. Si votó por Ordóñez para procurador, si considera a Álvaro Gómez más progresista que Navarro Wolf, se comprenderá que invite ahora al uribismo al Pacto Histórico, a la derecha liberal y a la caverna cristiana.

Más atento a la formulación de un programa económico que responda al anhelo de las mayorías, en el Centro Esperanza Jorge Enrique Robledo, verbigracia, insiste en cambiar el modelo pero dentro de la economía de mercado, con respeto a la propiedad y a la empresa privadas, y sin estatizar la economía. Para él, un efecto devastador de la globalización neoliberal en Colombia fue la destrucción en gran medida del aparato productivo del país: la desindustrialización y la crisis agropecuaria. Un desastre, pues es la industria el gran multiplicador de la productividad del trabajo, base del desarrollo. Con la apertura comercial se sustituyeron la producción y el trabajo nacionales por los extranjeros: el Consenso de Washington desprotegió el capitalismo nacional en favor del foráneo. Ahora, para reemplazar aquel Consenso, las grandes potencias marchan hacia un paradigma alternativo, el nacido del Consenso de Cornwall, en pos de una economía equitativa y sostenible que restituya el papel del Estado en la economía, sus metas sociales y la perspectiva del bien común.

Horizonte claro para transitar hacia un nuevo contrato social, sin que sus promotores deban endosar la iniciativa a la politiquería tradicional, gran responsable de las desgracias que en Colombia han sido. Modere Petro sus ínfulas napoleónicas en el platanal, y acoja el Centro sin ambigüedades el paradigma del capitalismo social.

Coda. Esta columna reaparecerá en enero. Feliz Navidad a los amables lectores.

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La mujer, blanco de talibanes y católicos

Guardadas diferencias y proporciones, un mismo cordón umbilical alimenta al Estado musulmán y a la Iglesia-Estado de Roma en sus dominios: el integrismo religioso. Un fundamentalismo supersticioso que apunta sin ahorrar violencia al dominio total sobre el poder público, sobre cada resquicio de la sociedad, de la cultura, de la vida privada. Busca, en particular, la servidumbre de las mujeres. Yihadismo e Inquisición corren parejas en la historia, que se renueva todos los días, ya como lapidación de adúlteras en Kabul, ya como agresión contra colombianas que amparadas por la Corte abortan voluntariamente. La triada fatal médico-cura-juez activa aquí su artillería sobre todo contra las más vulnerables: contra las niñas, cuyo embarazo se considera fruto de violación. Pero son ellas quienes pagan cárcel, no sus violadores. Víctimas de la Policía y del propio personal médico que, dominados por la norma patriarcal y bíblica que se ríe de los derechos ciudadanos, las vejan y denuncian. Ya esperarán que también aquí paguen a $US10.000 la denuncia, como acaba de establecerse en Texas, Estados Unidos, país donde bulle otro fanatismo: el calvinista.

Reveladora la conversación de Cecilia Orozco con la doctora Ana Cristina González sobre el informe “Criminalización del aborto en Colombia” (El Espectador, 29,8). Prueba él que para la Fiscalía y para el sector Salud, las mujeres son ciudadanas de segunda, sin igualdad completa ni libertad. Poco menos que las de Afganistán, apuntaría Orozco. Y es que si la Corte autorizó el aborto en tres circunstancias, en el código penal permanece como delito. La tradicional estigmatización del aborto, nutrida de prejuicios, creencias religiosas y odio soterrado a la mujer, legitima la cascada de obstáculos que se interponen al aborto voluntario. Si la mujer no es dueña de su cuerpo, no es libre. En el fondo, dicen ellas, no se persigue el aborto para proteger la vida del feto; se persigue a las mujeres por negarse a la maternidad como deber y destino.

La Iglesia católica, beligerante antagonista de la modernidad y del laicismo, condenó el aborto. Sostuvo que el único sentido posible de la sexualidad es la procreación, la maternidad como fatalidad biológica y cultural. De la Biblia extrae y acomoda su moral: si la vida es sagrada, matar el feto es un crimen. Crimen de lesa divinidad, pues el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, dueño absoluto de su vida. Ya lo ratificó Francisco, eco de Pío Nono, cuyo baculazo cumple inalterado 152 años mientras rueda el mundo sin parar. Y para completar, el mito de la inmaculada concepción: María concibe sin pecado original, sin sexo; triunfa sobre su libertad la palabra del Señor: “hágase en mi según tu palabra”.

Poco media de allí a la extirpación de los genitales femeninos por amplios conglomerados del Islam. Al menos como símbolo. Crueldad de crueldades, se practica para liberar a la mujer del pecado de concupiscencia, del placer sexual que la potencia como disoluta. Sólo así podrá ella ser aceptada por Dios. Regresa hoy a Afganistán la cruzada talibán del Ministerio de la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio, cuyo blanco predilecto es la mujer. A su interpretación de la ley islámica no le basta con prohibir la educación, el trabajo y la libre locomoción de la mujer.

Si en el Estado islámico la norma religiosa es ley, falta mucho en Colombia para que la ley civil se sacuda del todo los asedios de la fe; para que una revolución cultural le coja el paso a la revolución social que ha significado la incursión masiva de las mujeres en la escuela y en el trabajo. La que desafía todas las violencias, las del cuerpo y las del alma, por el derecho a decidir si ser madre o no.

Coda. La muerte de Yamile Salinas es un golpe irreparable para Colombia.

 

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Verdad y simulación ensotanada

Intrépido defensor de su propia impunidad, vuelve al ataque Uribe contra la verdad que lo comprometería en delitos de marca mayor. Porfía en disolver la JEP, escenario de revelaciones sobre la guerra que cuestionan su inocencia y amenazan su libertad. En país donde la hipocresía ensotanada es ley, simula honor mancillado para salvar el pellejo. Se desenvuelve el expresidente con soltura en este reino de la mentira, en el hábito de disimulo y encubrimiento que, según el historiador Luis Alberto Restrepo, es en parte fruto del ejemplo y de la formación ética impartida durante seis siglos por la Iglesia Católica en Colombia. Por su parte, Eduardo Cifuentes, nuevo presidente de la JEP, adivina en quienes quieren derogarla el miedo a la verdad, justamente cuando este tribunal comienza a descubrir verdades completas y reconocimiento de responsabilidades.

Explorando en la Iglesia raíces de aquella doblez, se remonta el exsacerdote Restrepo a la Colonia, cuando los tonsurados cementaron mediante la educación el poder de la Corona, cuyo brazo político-religioso era la Iglesia. Piedra angular de su influencia, sin par en la América española. Tras el afán secularizador de los liberales en el siglo XIX, la Regeneración y el Concordato de 1887 restauraron la homogeneidad cultural que la Iglesia había impuesto. Le devolvieron la construcción de la nación sobre la trilogía cultural hispánica: la religión católica, la lengua castellana y la educación.

En su arista más abiertamente política, poderosos jerarcas del cuerpo de Cristo auparon con pasión la violencia: monseñor Ezequiel Rojas, canonizado por Juan Pablo II, exhortó a empuñar las armas contra los liberales en plena guerra de los Mil Días. Sugirió lo propio Monseñor Builes contra liberales y comunistas en tiempos de la Violencia. El cardenal López Trujillo, admirador del Medellín sin tugurios de Pablo Escobar, fue verdugo de curas y monjas comprometidos con los pobres. Y en el plebiscito de 2014, se sumó la jerarquía eclesiástica al sabotaje de la paz por la extrema derecha.

Colombia –escribe nuestro autor– se ahoga hoy en un pantano de mentiras, crímenes y violencias solapadas tras cuyos bastidores medran los poderosos, algunos obispos y clérigos incluidos: o son autores intelectuales del horror o lo legitiman. Casi todos ellos se excluyeron de la JEP y esquivan la Comisión de la Verdad. Pero una mayoría aplastante de sacerdotes y obispos trabaja por las comunidades olvidadas y por la paz, con frecuencia a despecho del Gobierno.

Un llamado trascendental formula Restrepo al episcopado católico: pedir perdón públicamente por los errores de la institución en el pasado y en el presente. Este reconocimiento, apunta, sería sanador para la sociedad colombiana y podría abrir la puerta a un sinceramiento nacional. Movería a altos oficiales, políticos, terratenientes y empresarios de toda laya a decir la verdad, a asumir su responsabilidad en el conflicto y a pedir perdón a las víctimas. El triunfo de la verdad acerca del conflicto sería paso decisivo hacia la paz y derrota del recurso a la simulación, ensotanada o no.

Coda. Decapitado el eje Trump-Duque-Bolsonaro, se impone ahora el desafío de reconstruir la democracia, atropellada en estos países por un caudillismo de fantoches; por el abuso de poder, la corrupción, la violencia, la exclusión, el neoliberalismo y la desigualdad. Llegó la hora de frenar la carrera que nos arrastraba por involución hacia el Eje fascista de entreguerras: el de Berlín-Roma-Tokio. Sirva también la epifanía que esta elección en Estados Unidos aparejó para recomponer las relaciones con ese país desde el respeto entre Estados y nunca más desde el complejo de bastardía con que el gobierno de Duque humilló a Colombia ante la Estrella Polar.

 

 

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Apologistas y detractores de la lucha armada

 No es la censura de siempre a quienes se alzaron en armas; es cuestionamiento a los intelectuales que movieron las ideas y el imaginario de la revolución violenta: unos, dando la cara y hasta portando el fusil; otros, solapando en el idealismo su bendición a una guerra infame. Avanzada de políticos, curas y académicos que nunca respondieron por su contribución a la violencia ni aventuran todavía una autocrítica. Y ante ellos, los “profetas”, que blandieron su discrepancia aún con sacrificio de la propia vida: Jaime Arenas, decenas de obispos y sacerdotes, a los que sumamos guerrilleros ajusticiados por la enfermiza vanidad de Fabio Vásquez, jefe del ELN; Replanteamiento, la CRS. Y, claro, Ricardo Lara, cofundador y segundo al mando de esa guerrilla, asesinado  por renunciar a ella. La crítica hecha carne y martirio.

Sin adjetivar ni especular, mediante rigurosa asociación de los hechos con la teoría política que los propulsó, sorprende Iván Garzón Vallejo con un libro que confronta a buena parte de la izquierda en este país: Rebeldes, románticos y profetas. Cuestiona en él la ideología justificatoria de la lucha armada como único camino posible del cambio. Y el toque mágico de la religión en la política, acusado en el ELN y, en otras guerrillas, menos ostentoso. En su apresurada asimilación de nuestra quebradiza democracia a las dictaduras del Cono Sur, se creyeron estos aventureros condenados al heroísmo. Otra vez la guerra santa de la violencia liberal-conservadora acicateada, se diría, por el dogma comunista de Stalin-dios para las Farc, de Mao-dios para el EPL, del Che y Fidel-dioses para el ELN, de sandinistas y tupamaros-dioses para el M-19. Al blasón de la espada y la cruz sumaron el de la hoz y el martillo.

Epopeya enana, diré aquí, fue la infancia de las guerrillas. Mas, con el advenimiento del narcotráfico se enriquecieron ellas, se expandieron y emularon al enemigo en vejámenes de guerra sucia. De héroes infantilizados pasaron a mafiosos disfrazados de insurgentes. La pasión revolucionaria que florecía en esta atmósfera de subversión político-religiosa bebió de la Teología de la Liberación, señala el autor. Terminaron por prevalecer la fe y la lealtad sobre sobre la duda y la crítica. Si les faltara un mártir, Fabio Vásquez se encargaría de crearlo, precipitando la muerte en combate de Camilo, el cura guerrillero.

El marxismo es una religión política, recava nuestro autor, y en su diálogo con el cristianismo convergieron no pocos sacerdotes. Fueron los rebeldes y los románticos. Mientras sacralizaron éstos la violencia y pregonaron la ruptura, los profetas criticaron y predicaron la reforma, viable en la democracia existente, por vacíos que tuviera. Parte de nuestra tragedia –apunta– se explica porque con marcada frecuencia sectores de derecha invocaron el “sagrado derecho a defenderse” y sectores de izquierda, el derecho de rebelión y la guerra justa de Santo Tomás. Ambos encontraron así justificación moral e intelectual para la violencia política. El Concilio Vaticano II y el Celam de Medellín en 1968, en su empeño por modernizar la Iglesia, indujeron la ruptura. Unos se refugiaron en su intransigencia doctrinal, otros abrazaron la utopía armada.

“Por poner (los rebeldes) en primer plano sus ideales, no tuvieron conciencia de las potencias diabólicas que estaban en juego. Honraron la ética de la convicción, pero no la ética de la responsabilidad”, concluye Garzón. Ya  hace años clamara Jorge Orlando Melo porque las Farc reconocieran el error histórico de haberse lanzado a la guerra. De hacerlo guerrillas y Estado,  crearían el hecho político indispensable para alcanzar la paz. Dígalo, si no, la potente obra de Iván Garzón.

 

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