No tuvo el debate de Cepeda la envergadura política que prometía. Amagó catarsis en nuestra aletargada democracia, si. Y abrió un espacio paralelo al de La Habana para ventilar verdades que son requisito de la paz. Se le abonan estos logros. Pero sindicaciones de carácter judicial y enderezadas, sin contexto, contra la persona de Álvaro Uribe son pobre insumo para contemplar el modelo de amancebamiento entre política y crimen que catapultó el holocausto colombiano. No podía este debate limitarse al prontuario de un personaje. Dará materia prima a una comisión de la Verdad, de exclusiva intención punitiva para que jueces independientes examinen pruebas y dicten penas. Pero poco aportará al esclarecimiento del conflicto armado: a entender sus causas y su desenvolvimiento en la historia; a identificar a todos sus responsables políticos. Colombia y sus siete millones de víctimas piden justicia. Pero merecen también saber de los autores intelectuales de esta guerra. No apenas de los que dispararon en cumplimiento de órdenes, sino de quienes la concibieron y trazaron sus estrategias de muerte. Han de ver el cuadro de las fuerzas en contienda, de las decisiones políticas que la apalancaron.
Antonio Navarro dio en ello primeras puntadas. Esta etapa de violencia se remonta a los años 80 y debutó con el exterminio de la UP, cuando la combinación de formas de lucha era signo de los tiempos. Pero la respuesta no fue unívoca. En Irlanda del Norte judicializaron a los rebeldes; en España ilegalizaron a Batazuna, el partido de ETA; en Colombia mataron a los militantes de la UP, tuvieran o no vínculos con las Farc. No juzgaron a Manuel Cepeda, dijo, lo mataron. Un nuevo adversario apareció en la mira: el cartel de Medellín que, en su carrera por desestabilizar la democracia, asesinó a tres candidatos presidenciales y al ministro de Justicia. Se dividió, y el Estado terminó aliado de su disidencia, los Pepes, y del cartel de Cali, hasta dar muerte al otro criminal, Pablo Escobar. A poco, el enemigo de todos fueron las Farc, cuando narcotraficantes se dieron el estatus de autodefensas. Con Andrés Pastrana y el Plan Colombia crecieron las Fuerzas Armadas y se modernizaron. Sobró la alianza del Estado con las Autodefensas. Antes de que pudieran ellas convertirse en el objetivo de turno, negociaron su demovilización. Mas no exigió el pacto de Ralito desmontar sus estructuras militares ni su negocio de narcóticos. Miles de ellos mutaron en Bacrim, narcos que hoy delinquen de la mano de ciertos frentes de las Farc.
La intervención de paramilitares y narcotraficantes en la política viene de atrás, pero en los gobiernos de Uribe alcanzó su cima. Datos sobran. Uno, aplastante, la movilización del paramilitarismo para forzar dos millones de votos por Uribe en las elecciones de 2002. Lo demostró Claudia López en investigación no refutada aun. Horacio Serpa, candidato de la contraparte, le dijo a Cecilia Orozco que el 9 de abril de ese año interpuso la denuncia ante la Fiscalía. El fiscal, Camilo Osorio, se hizo el desentendido. Pero Serpa reivindica la verdad histórica.
Verdad que puede comprometer a Uribe, entre muchos otros, pues no hay en esta guerra protagonista único. Invaluable la verdad judicial, si ella contribuye a esclarecer naturaleza y dinámica de esta conflagración atroz. Las valientes denuncias de Cepeda cobrarán toda su eficacia cuando se inscriban en el contexto histórico que les de sentido. Lo mismo aplica para cuanto tenga el uribismo que decir sobre farcpolítica. Algo va de la verdad judicial a la verdad política. La primera, sola, arriesga empequeñecerse como ataque a la persona. La segunda podrá explicar la historia y traer paz plena a las víctimas. Uribe y Cepeda comprendidos.