Contra viento y marea. Contra los radicalismos de izquierda y de derecha, se hizo Gustavo Petro, exguerrillero, con la Alcaldía de Bogotá, el segundo cargo en importancia después de la Presidencia de la República. Acontecimiento sin precedentes en el país más conservatizado de América Latina, donde todos los fanatismos se conjugan para apuntalar una Colombia inmóvil. Y este hombre, ángel para unos, demonio para otros; a la vez azote del latifundismo y admirador del dirigente conservador Álvaro Gómez, se ofrece ahora como esperanza de una izquierda moderna, mentis viviente de las Farc y, para los poderes consagrados, el rufián. Tímido al contacto personal, en la controversia de auditorio puede triunfar con una idea incendiaria musitada con un hilo de voz, y en la plaza pública arrebata multitudes. Meses y meses de días y noches enteros siguiendo la letra menuda de expedientes judiciales y, luego, su temeridad en debates parlamentarios que hicieron historia, lo consagraron como  el denunciante irrebatible de la parapolítica cuando empezaban a aparecer cientos de fosas comunes de víctimas del paramilitarismo. Cuestionó a parientes del entonces presidente Uribe, se convirtió en su antagonista y su fama creció conforme se extendía la devoción hacia el Primer Mandatario. La crítica sin atenuantes de Petro a las guerrillas consolidó su prestigio y lo catapultó a la candidatura presidencial. La denuncia del llamado cartel de la contratación en Bogotá precipitó la ruptura con su propio partido, el Polo Democrático, y le significó la Alcaldía de la capital.

No es nueva la censura de Petro a la lucha armada. Desde 1985, cinco años antes de que el M19 (su guerrilla) firmara la paz, se entregó a defender en ella la alternativa de la desmovilización. Había palpado en La Picota el sufrimiento inútil de decenas de compañeros, y el suyo propio. También él había padecido torturas en las caballerizas del Ejército y pagado dos años de cárcel por portar un arma que nunca disparó. “Me fui a la tortura sabiendo que iba a ser papá – le dijo a Alonso Sánchez-; en la cárcel conocí a mi hijo Nicolás de nueve meses de nacido”. Pero en el empeño de paz pesaron más experiencias que definieron el horizonte de su política: así, la construcción en minga del Barrio Bolívar en Zipaquirá, juntando brazos para darse techo en una comunidad olvidada de todos. Todavía recuerdan allá al muchacho que trocaba su acento costeño por el rolo. Que devoraba en sus ratos libres a los clásicos griegos y a Marx, núcleo duro de la biblioteca paterna.

El padre era laureanista y lloró la muerte del Ché. ¿Vendrá de allí la que algunos perciben como ambivalencia ideológica de Petro? ¿O fue deslumbramiento con la embestida de Gómez contra “el régimen”  cuando le arrebataron a Anapo el triunfo electoral en 1970, un suceso que dio origen al M19? El hecho es que Petro lo mismo propone reforma agraria integral (anatema para el conservadurismo) y arriesga el pellejo encarando a las mafias, que exalta al dirigente con quien el M19 cocinó buena parte de la Carta del 91. Se pregunta la opinión si su voto para elegir procurador a Ordóñez, conmilitón del laureanismo, nació de convicción política o fue un desliz. Petro se propone desarrollar su movimiento Progresistas juntando amigos de acá y de allá. Piensan muchos que del criterio con que escoja aliados dependerá que este líder fogueado en mil batallas multiplique y organice la oposición democrática a los poderes consagrados. Fuerza que él encarna hoy en Colombia. Si no lo sacrifica todo, su orgullo comprendido, a demostrar que no era tal rufián.

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