La sustitución de cultivos en zonas cocaleras no es alternativa para el campesino que, a falta de otras opciones, suministra la materia prima al narcotráfico de las Farc. Tampoco lo es abrirle carreteras en los extramuros de la patria, inhóspito destino de labriegos arrojados de sus tierras por el latifundio. Y menos servirá revitalizar la aparcería a fuer de alianza de pequeños cultivadores con el gran capital agroindustrial, como lo pretende el ministro Lizarralde. En los dos flancos que ofrece el debate con las Farc sobre drogas y cultivos ilícitos (la renuncia de esta guerrilla al narcotráfico y la suerte de los cocaleros que la abastecen), el segundo reclama soluciones de fondo ya: una política de repoblamiento que sitúe a estas comunidades campesinas en zonas de desarrollo y tierras productivas al beso de los centros de consumo, donde puedan ellas fácilmente vender sus productos. Tierras hay en la frontera agrícola que sirven a este propósito, dentro del más amplio que abarca al campesinado todo: las incautadas a la mafia, las desperdiciadas en ganadería extensiva, las especulativas. Y las formas de organizar la producción pueden variar desde el trabajo familiar o comunitario en zonas de reserva campesina, hasta la alianza con productores grandes en condiciones de equidad. Como se ve, un acuerdo en la mesa sobre cultivos ilícitos va inextricablemente ceñido al de tierras, ya suscrito.
Parte de los colonos que en su hora fueron retaguardia de las Farc, en la lucha inútil por sobrevivir con cultivos de pancoger y llegar a mercados inaccesibles, terminó sembrando coca cuando la economía de la droga saltó a economía de guerra y demandó más trabajadores y territorios cada día. Raspachines sobraron, en un país de campesinos sin tierra y tierra sin campesinos. Su rescate apunta ahora a darles tierra y crédito y asistencia técnica. Pero no podrá ser en zonas de colonización que los condenan a la miseria, por más que cultiven caucho en vez de coca; por más vías que construyan, pues las distancias encarecerán en exceso su producto.
En los años 80 se selló el maridaje entre conflicto armado y narcotráfico. Se retroalimentaban. La expansión de las fuerzas en liza demandaba los recursos del negocio; y éstas retribuían con servicios de seguridad y control de población y territorio. Hubo alianza entre guerrilla y narcotráfico, mientras los cultivos de coca se expandían en zonas de influencia de las Farc. Pero hacia finales de la década se rompió esta alianza y fue la guerra, una de las causas del exterminio de la UP. El nuevo partido nacía como brazo político de las Farc, producto de acuerdos de paz con el Gobierno de Betancur. Hoy trabajan de consuno algunos frentes de las Farc y las bacrim.
Si las Farc abandonaran la droga, no moriría el narcotráfico, negocio global que multiplica por 500 el valor del producto en la cadena de comercialización: el kilo de pasta de coca que en nuestras selvas vale 650 dólares, vendido en las calles de Nueva York arroja 330.000 dólares. Pero en Colombia se replantearía la política antidrogas, de modo que recayera sobre las redes del narcotráfico, sobre su brazo político y el lavado de activos; no sobre los raspachines, el eslabón más débil de la cadena. Débil por su desamparo y porque fue víctima del control que, en ausencia del Estado, le impusieron las Farc. Una fuerza que obró como autoridad de hecho y ejército de ocupación, bajo la égida despótica del fusil. Ojalá se allanen las Farc a desmontar el negocio y a estos colonos se les ofrezcan alternativas rentables al cultivo de la coca. En verdaderas zonas de desarrollo, no en la porra y a la buena de dios.