La asimetría en la aplicación de justicia sobre parapolíticos y farcpolíticos alimenta la ojeriza de la derecha hacia la paz. Y engendraría ánimo de venganza en una eventual guerra sucia que el fiscal Montealegre teme para el posconflicto, si la sociedad y el Estado no la desactivan a tiempo. Según él, serían sus protagonistas el latifundismo y el narcotráfico, los intereses que yacen tras los apologistas de la guerra y que sufrirían el efecto de acuerdos enderezados a reformar el campo. Pero, por otra parte, diríase que la reclusión de docenas de políticos aliados de paramilitares mientras sus recíprocos de las Farc gozan de libertad, es incoherencia capaz de inducir una brutal retaliación. En el río revuelto de la guerra navegaría esta revancha. Caso distinto es el contacto de personas con las Farc en La Habana en libre son de paz y no de concierto para delinquir, como lo insinúa la derecha, en su pérfida acumulación de pretextos para sabotearla.

 En artículo  magistral (“¿Sacrificar la verdad para alcanzar la paz?”, en Razón Pública) el analista Gustavo Duncan fustiga el silencio sobre nexos de la clase política con grupos armados ilegales de izquierda y de derecha, omisión que seguiría alimentando el conflicto. Gloso aquí el texto: en el proceso con las AUC –escribe- se sacrificó la verdad en aras de la paz. Toda la culpa se les adjudicó a los paramilitares, mientras la clase política jugaba a salir indemne. Como lo probaría el caso de Luís Alfredo Ramos. De la misma manera, en la farcpolítica los legales involucrados con este grupo armado apuestan al encubrimiento de la verdad. El silencio en aras de la paz. Si se hiciera justicia, afirma Duncan, sería apenas natural que, luego de una eventual desmovilización, algunos dirigentes de partidos y ONG de izquierda fueran a prisión por haber tenido relación con las Farc. “Sería un caso casi idéntico al de Luís Alfredo Ramos”.

 Cien parlamentarios fueron procesados por parapolítica. Pero sólo se reveló parte de la verdad y se desconoce el proceder de las elites nacionales que pactaron con esos políticos. En particular, el de la elite política de Bogotá. Apunta el autor que Uribe no tiene por qué asumir toda la representación de los parapolíticos. Ya ellos existían antes de que el antioqueño llegara al poder, pues configuraban la base de gobierno de ambos partidos, el liberal y el conservador, en Administraciones anteriores y en la actual. Y remata Duncan: “Ni en la derecha ni en la izquierda parece haber asomo de acuerdo para buscar una salida sensata en este tema. Ningún dirigente es capaz de reclamar amnistía para su colectividad política a cambio de la verdad, al tiempo que reclame el mismo tratamiento para sus contradictores”.

 Explica las relaciones de políticos con paramilitares y narcotraficantes, por el dominio de éstos sobre la economía en las regiones. Economía criminal que financiaba la política y era el núcleo de la organización social en provincia. Sí, la base social del paramilitarismo venía ya conectada al Estado, mientras las Farc apuntaban contra él. Pero unos y otros se apropiaron las rentas del Estado con anuencia de políticos. Y mataron para prevalecer.

 Piden las Farc una comisión de la verdad que esclarezca la historia del conflicto y señale a todos los responsables, guerrilla comprendida. Paso significativo hacia el reconocimiento de las víctimas. Pero insuficiente si el país escamotea la verdad de los políticos que se coligaron con ellas. O si ignora todas las posibilidades de una justicia de transición: si no amnistía para todos, cárcel para todos. O la solución plena, justicia restaurativa para todos por igual.

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