NARCOTRÁFICO
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TEMAS / Columnas sobre NARCOTRÁFICO

Masacre de líderes: ¿y los autores intelectuales?

Entre narcotraficantes, paramilitares, usurpadores de tierras, mineros del oro, elenos, disidentes de las Farc y políticos que monopolizan el poder local medran los determinadores del genocidio que decapita a las comunidades en los territorios tenidos por objeto primordial de la paz. Indeseables les resultan los programas de posconflicto porque estorban sus negocios, su disputa del territorio y el control de la población. Sustitución de cultivos, restitución de tierras, curules para las víctimas del conflicto, participación comunitaria en la planeación del desarrollo regional e inversión social en grande para remontar la miseria, amenazan el estado de violencia y de abandono que empodera a aquellos sectores. Pero el Gobierno sólo ve a los gatilleros que se pavonean a menudo en la solapada indiferencia del Ejército. No busca a sus contratistas, a los autores intelectuales de la masacre.

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Rebelión contra el glifosato

A todo Goliat le llega su David. Y ocurre a veces que, si al pequeño lo asisten buenas razones y voluntad de hierro, podría ganarle al gigante la partida. Este David es hoy Camilo Romero, el gobernador de Nariño que se declara en rebelión contra el descabellado plan de Duque de bañar en glifosato los sembradíos de coca, con grave riesgo para la salud del hombre y del ambiente. Y con pérdida de ingentes recursos públicos. Se la juega el mandatario regional contra la aplanadora de violencia física y económica dirigida al eslabón más frágil de la cadena del narcotráfico, los cultivadores de coca. Probado en mil batallas, lanza Romero en su tierra –primer productor de la planta– un plan piloto que suprimiría “hasta el último metro” del cultivo. Por concertación con las comunidades de cocaleros que, en lugar de erradicación forzosa y veneno, contemplarían cultivos alternativos avalados por el Gobierno. Tal como lo hizo el gobernador de Caldas, Guido Echeverri, cuando eliminó, ofreciendo al cultivador otras opciones de vida, hasta la última hectárea de coca en ese departamento. Hazaña reconocida por la ONU.

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La rebelión de la ciudadanía

Superando de lejos la votación alcanzada por presidente alguno en la historia de Colombia, casi doce millones de votos contra la corrupción crearon un hecho político soberbio: se alzó la gente contra la ratería que convirtió a Colombia en cueva de Alí Babá y sus buenos muchachos. Victoria del voto libre, no comprado, la clase parlamentaria no podrá sino asumirla como mandato popular para ejecutar las reformas que ocho veces enterró. Fracasó el boicot que contra la consulta se fraguaba: el sabotaje del uribismo, estridente y mentiroso, como lo fuera su campaña en un plebiscito para negar la paz; y el sabotaje por calculada pereza de los partidos que traicionaron su originario respaldo a la consulta en el Congreso.

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Oposición libertaria y reformista

La pluralidad de fuerzas que, coligadas, arañaron el poder este domingo con 8 millones de votos augura una oposición tan vigorosa como abominable podrá ser un tercer mandato de Álvaro Uribe. Libertaria, reformista, pacifista, antípoda de la caverna que lo abriga, no le faltará a la oposición energía para hacerse respetar. Pero su eficacia dependerá de la disposición a converger en tareas comunes, ya en el Congreso; ya en las urnas; ya en las calles, arena primigenia de la democracia. Dependerá de su lealtad a la democracia liberal y a su corolario contemporáneo, el Estado social. Se fincará en la defensa de las libertades individuales y políticas cuando el DAS –órgano de seguridad del Estado– resurja como policía política del “presidente eterno” compartida con criminales para perseguir a las Cortes que lo juzgan, a la prensa libre y a sus contradictores. Dependerá, en fin, del ardor con que defienda al Estado que vuelve a respirar, tras décadas de asfixia bajo la tenaza neoliberal.

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Medellín dulce y cruel

Amable como su clima y su paisaje, el trato de los medellinenses desarma hasta al más hostil. Al orgullo de patria chica se suma aquí el coraje de quienes se empeñan en recoger las cenizas de una ciudad tiranizada por el narcotráfico. Pero a poco se va revelando doblegada por el que Carlos Patiño llama ethos antioqueño, amasado en discriminación, racismo e integrismo católico. Activadores de la agresión contra los excluidos y caldo de cultivo para las bandas criminales que pueblan las comunas de los “otros”, mientras el espíritu de parroquia aletea invencible sobre una metrópoli de cuatro millones de habitantes.

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Héroes de barro y sangre

Con flores, bombas, narcocorridos, aguardiente, pólvora, lágrimas, disparos al aire, desfile de carros y motos e invitaciones a la venganza se honra en Carepa al homicida y violador de niñas, mando del Clan del Golfo. La mayoría parlamentaria, por su parte, celebra a carcajadas el estropicio que salva el pellejo a los señorones de la guerra: no a quienes debieron pagar para protegerse del secuestro de las Farc, sino a 57 empresas  sindicadas por Tribunales de Justicia y Paz de coligarse con frentes de las AUC. Deja a las víctimas sin verdad ni representación política. Descuellan en este parlamento taimado Rodrigo Lara y Carlos Galán, hijos indignos de quienes se inmolaron por enfrentar al narcoparamilitarismo, cuyos socios ayudaron estos sinvergüenzas a salvar.

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La sombra de Pablo Escobar

Un negocio siniestro florece en Medellín: el narcotour. Y opera al parecer con la misma naturalidad con que el sicario de los 300 muertos desfila en manifestación uribista contra la paz, codo a codo con celebridades de la política que fingen no verlo. Pero uno y otro hecho ultrajan el sufrimiento de una ciudadanía que se arranca como puede el lastre de horror que Pablo Escobar legó. Rubios mochileros alternan aquí turismo sexual y consumo barato de cocaína con este recorrido morboso por lugares y objetos distintivos del Robin Hood antioqueño, cuyos carros-bomba y pistoleros cobraron la vida de miles de inocentes. En 1990, los extraditables asesinaron a quemarropa a 300 policías. El País escribía que la guerra de Escobar arrojaba 4.000 muertos cada año. Popeye pregona orgulloso haber participado en el homicidio de 3.000 personas.

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Popeye y compañía limitada

No es casualidad. El protagonismo de Popeye en una marcha anticorrupción presidida por políticos con prontuario parece una charada; pero denuncia el último tentáculo de las castas de siempre (ampliadas con emergentes) para reinar, apropiarse de lo público y enriquecerse con la guerra: el narcotráfico y la impiedad de sus ejércitos. Instrumento de la hora para mantener el control sobre la tierra y suplantar a la Justicia, no brillan estos ejércitos privados por su originalidad; que pertenecen ellos a nuestra más rancia tradición. Lo nuevo es la “democratización” de la corrupción por la vía del narcotráfico. Sacudida que no disuelve del todo jerarquías pero convierte a los políticos de provincia en mediadores de las regiones con el poder central; y abre canales de ascenso a vastos sectores de marginados y excluidos en un país que moderniza su economía pero preserva relaciones con tufo a sociedad colonial.

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ENTRETELAS DE LA GUERRA

Ni los guerrilleros fueron presa inocente de una oligarquía agraria rapaz y violenta, ni ésta, mártir del terrorismo. Abundan en ambos frentes los que fueron a la par víctima y victimario. Verdad insoslayable que ya esclarecerán los historiadores encargados por la mesa de diálogo para estudiar orígenes, factores y responsables de la guerra. Su diagnóstico arrojará ricos insumos para modular parámetros de justicia transicional aplicables tanto a jefes guerrilleros como a sus recíprocos de la contraparte, en el entendido de que fue el pueblo inerme el que puso la mayoría de muertos. Las víctimas del conflicto en treinta años son 6,8 millones. Último botón de muestra, las madres de 43 inocentes torturados y asesinados por paramilitares al mando de Castaño hace veinticinco años en Pueblo Bello, Antioquia.

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¿URIBE SE RINDE A LA PAZ?

Terrible disyuntiva. Si el expresidente pierde el tren de la paz, quedará condenado a fungir como referente perpetuo de la caverna, de su incesante levantamiento contra el Estado de derecho y contra el campesinado inerme. Fatalidad trágica para el hombre que acorraló a las Farc hasta forzar el desenlace que acaso no esperaba, pero marcó un hito en nuestra historia: obligarlas a negociar el fin del conflicto. Si en cambio reconoce Uribe la paz como probabilidad cercana y trueca su saboteo por una participación activa en el proceso, sin sacrificar reparos, ganará la gratitud de la mayoría aplastante de colombianos, hartos de la guerra. Aunque guarde todavía las formas meneando el distractor del castrochavismo, aumentan los signos de que él se inclinaría por la segunda opción.

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«Para exigir de viva voz justicia contra la minoría de malhechores que paraliza a Colombia en el atraso y quiere proyectar sobre todos los demás el estigma del ladrón.»
Cristina de la Torre
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