¿Cambio en Guatemala le arde al uribismo?

Como un patadón en la espinilla debió de sentir Álvaro Uribe el arribo de Bernardo Arévalo a la presidencia de Guatemala. Es triunfo del pueblo que hizo respetar su decisión en las urnas contra la corrupción de cuello blanco adueñada del Estado en ese país. Pero lo es también del hombre que puso tras las rejas a la cúpula de tal poder, un presidente comprendido, y su acción catalizó la protesta popular como opción política del cambio: Iván Velásquez. El mismo investigador estrella de la parapolítica que mandó a la cárcel a 50 parlamentarios, miembros casi todos de la bancada uribista. Una razón poderosa obraría en el expresidente para pasar de incógnito ante la elección que alegra a los demócratas del continente: a ella tributó su odiado verdugo.

En uno y otro país hizo historia Velásquez, aunque a elevado costo: a exiliarse para salvar la vida lo obligó la persecución del DAS en Colombia y, tras cuatro años de investigar por encargo de la ONU a la satrapía de Guatemala, en 2018 lo expulsó en represalia ese Gobierno. En movilizaciones sin precedentes, vitoreaba el pueblo a su “héroe”. Pero ya desde antes, el 19 de octubre de 2017, escribiría Uribe que Velásquez, “afiliado a la extrema izquierda, (había corrompido) a la justicia colombiana y debería estar preso”. Venía de señalar que su antagonista estaba “pasado de que lo expulsaran de Guatemala”. En 2022 declaró Paloma Valencia que “el nombramiento de un enemigo acérrimo del partido y del jefe del partido de oposición como ministro de Defensa no es sólo un desafío, es una amenaza”.

La clamorosa victoria de Arévalo dio lugar a una asonada judicial que buscó golpe de Estado contra el electo presidente: quiso negar su inmunidad, desarticular su partido, anular la elección popular y, para perplejidad del mundo, boicoteó durante once horas la ceremonia de asunción del mando. Es que no se jugaba sólo la promesa de erradicar la corrupción y la impunidad. Con Bernardo Arévalo renacía de sus cenizas el mandato del padre, Juan José Arévalo, que, tras una dictadura de 15 años, instauraba en 1945 un gobierno de “socialismo espiritual”, hoy reformulado por el vástago en clave de democracia social. Con intervalo de 80 años, padre e hijo levantan idéntico blasón de democracia y equidad, en un país humillado en el despotismo y la pobreza. 

Profesor, humanista, escritor, el primer Arévalo intentó una reforma agraria anclada en el principio de función social de la propiedad, que sólo lograría su sucesor Jacobo Arbenz en 1951. Pero el código laboral de Arévalo erradicó el trabajo forzado heredado de la Colonia, amplió los derechos ciudadanos, universalizó el voto y el seguro social. El nuevo Arévalo, profesor, sociólogo, filósofo, se propone pasar la página de la historia: cerrar el capítulo de la corrupción y construir los cimientos de una sociedad democrática donde las instituciones se pongan sin ambigüedades al servicio del pueblo.

No será fácil. La derecha ultramontana de Guatemala porfiará en el sino del golpismo latinoamericano, en modalidad de cerco jurídico, o bien, en la de Trump, que la ultraderecha de Colombia quisiera intentar. Noticias UNO revela informe de inteligencia de la Policía según el cual fuerzas radicales de oposición se propondrían desestabilizar el gobierno: pasar de manifestaciones callejeras a toma violenta del Palacio de Nariño y del Capitolio por grupos de asalto que fuercen la renuncia del presidente. Se perora a sotto voce en Medellín.

Si cabe esperar tramoya de fuerzas oscuras en Guatemala, en Colombia una intentona de golpe sería aventura de energúmenos venidos a menos. Allá y acá, brilla la evocación de Iván Velásquez: “podrán cortar todas las flores, pero siempre volverá la primavera”.

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Predial, tierra y paz

Con patético gesto de tragedia descubre nuestra derecha el agua tibia: que el catastro podría conducir a la reforma agraria, sin alzamiento revolucionario ni alharaca, como lo demostró hace décadas don Hernán Echavarría Olózaga. El exministro Andrés Valencia adivina ahora, perspicaz, el aleteo de aquella reforma tras el proyecto para modular el predial. El gran latifundio acapara en este país 80% de la tierra feraz, apenas si la explota, paga impuestos irrisorios o ninguno, lleva 30 años bloqueando la información sobre propiedad y uso de la tierra y, sin embargo, vocifera, protesta, amenaza. Perora Jaime Alberto Cabal desde el uribismo contra este atentado a la iniciativa privada, a la inversión, al derecho de propiedad. También a Germán Vargas le resulta “confiscatorio” el impuesto predial, si bien sueña con la aprobación del proyecto, “para ahora sí ver millones de colombianos marchando enfurecidos”. 

La iniciativa apunta, por el contrario, a proteger el bolsillo del contribuyente, a poner topes al impuesto. Pero este señorío de fusta y de motosierra, arrellanado en privilegios que asume como graciosa concesión del destino, tergiversa el proyecto y aprovecha para reivindicar lo suyo: la tierra casi siempre pelada, acaso con vaca por hectárea, rentando por valorización o como lavado de activos. Especulación y delito. Esta belicosa avanzada ha tenido siempre por diabólica la alternativa de ponerla a producir. Peor aún, si el catastro multipropósito es instrumento de la reforma rural contemplada en el Acuerdo de Paz que este Gobierno sitúa en el centro del acuerdo nacional: productividad, inclusión territorial y desarrollo productivo de la tierra son su divisa.

Tres décadas llevamos tratando de actualizar el catastro. En 915 municipios el valor de la tierra figura por menos de la quinta parte del real: avalúo enano y precio comercial astronómico. Si el fenómeno cunde en la Costa Norte, hay en Girardot propiedades que pueden valer hasta $5.000 millones y figuran por sólo $300 millones. Y la desigualdad en favor de la gran propiedad campea: en 2009 el avalúo catastral de sus predios era siete veces menor que el de la hectárea en minifundio. Así mismo se calcula el impuesto.

Mas el interés del catastro desborda el meramente fiscal, fuente principal de ingresos del municipio. Es que contempla el valor económico del predio, su uso, su vocación económica y su dueño. Resulta determinante en planificación y ordenamiento del territorio, y da seguridad jurídica a la propiedad.

Para el empresario y exministro Echavarría, el impuesto a la tierra ataca la pobreza en el campo. Porque compele a invertir en actividad productiva, no especulativa: ante el impuesto real sobre el predio, tendría su propietario que explotarlo a derechas o venderlo. Mucha tierra se liberaría, bajaría su precio en el mercado y, en medida semejante, los precios de los alimentos. Milagro de la tierra que pasa de manos improductivas a manos productivas. Si estuviera ella bien grabada, no andaría acaparada -sentencia. Una revolución sin gota de sangre. Y es esto lo que aterroriza literalmente al aguerrido latifundismo: no sólo por el nuevo destino de la tierra sino por el ahorro de sangre.

En el corazón de nuestras guerras estuvo siempre el conflicto por la tierra. Repartir, restituir, formalizar, industrializar, extender los apoyos del Estado a toda la población del campo son componentes de la reforma agraria que la gran propiedad rural ha frustrado desde 1936. Es hora de acometerla, desde el catastro multipropósito, como estandarte mayor del acuerdo nacional y presupuesto inescapable de la paz. Sin reforma agraria no habrá paz.

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Paz: volver a barajar

ELN y EMC de Alias Mordisco, dos fuentes de crisis en las conversaciones de paz, pero también dos efectos divergentes sobre el proceso: en el primero, el secuestro de don Manuel Díaz desnuda anchas grietas en la negociación. En el segundo, el abandono de la mesa por el grupo en armas responde a la ofensiva militar que obstaculiza sus negocios ilegales y a la contrapropuesta de sustituirlos por una economía legal concertada con el Estado.

Esta crisis que disloca las negociaciones con el ELN no se resuelve con pronunciamientos de esa guerrilla sobre el secuestro. Si es que los emite, después de los 9.500 secuestrados que la Comisión de la Verdad le adjudica. El derecho a la paz del país acosado por minorías frenéticas, acá y allá, impone una reconfiguración de la matriz misma del proceso. Respuesta apenas ajustada a la afrenta del jefe eleno Antonio García, que al clamor de parar este crimen espetó: “no se hagan ilusiones”. Ya en junio, a la firma del cese el fuego, se pavoneó Beltrán, su jefe negociador, con la advertencia de que no abandonarían el secuestro. Y la delegación del Gobierno calló, por no llamar secuestro al secuestro. Como ha callado o cedido a sus exigencias, impensables en negociaciones de paz. 

Cándida liberalidad del Gobierno que suelta la rienda en secuestro y al parecer también en otras materias de monta. Abrió de entrada el comisionado Danilo Rueda la puerta a concesiones mayores, al declarar que el Gobierno no interpondría líneas rojas en la negociación. Así, la meta de poner fin al conflicto es una pincelada de niebla en la agenda y la de renunciar a las armas no figura; antes bien, ha dicho el ELN que jamás las dejará. Si la idea del cese el fuego era amortiguar la violencia, éste debió acompañarse del cese de hostilidades, de las violencias que los armados ejercen contra la población inerme: secuestro, confinamiento por paro armado, desplazamiento, asesinato, violación.

Pero si el ELN tira el chorro tan alto, no parece haberlo mantenido la disidencia de las Farc en el Cañón del Micay. Contra su hegemonía de 13 años en ese territorio ordenó el presidente Petro la operación Trueno, el Ejército recuperó posiciones vitales en la logística del narcotráfico, rey en la zona que representa el 75% de los cultivos de coca del Cauca. Y allí se quedó. A la voz del general Federico Mejía seguirá la operación Trueno pues “para el Ejército no hay zonas vedadas”. Entonces el EMC se levantó de la mesa y advirtió, eso sí, que no cesaba el cese el fuego. Sin negociación, sin avances en acuerdo de sustitución de economías ilícitas, sin fin de hostilidades contra la población, no hay cese el fuego posible, replicó el primer mandatario; y agregó que tal vez hubiera sido prematura la negociación política con esa disidencia. Explicó que el EMC ha resentido la recuperación militar que avanza en ese territorio. Que la estrategia de sustitución de cultivos, en principio acogida por ellos, habría bloqueado sus negocios ilícitos. Que será preciso replantear la negociación con el EMC.

Por primera vez se dibuja en los hechos la política de paz total: acción militar contra economías ilícitas de grupos armados y en defensa de la población civil, de un lado; de otro, la solución socioeconómica. Para el caso del Micay, una ambiciosa estrategia de sustitución de cultivos a dos manos con el Estado.

También con el ELN, será de volver al abecé: en palabras de José Gregorio Hernández, la paz no puede implicar sujeción de la autoridad legítima al chantaje o a las condiciones de la subversión. Es hora de trazar metas claras, líneas rojas y desplegar la política de seguridad. Volver a barajar.

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Haciendo patria con sangre

Guerra que se respete se reputará justa, patriótica, santa; mientras más muertos, más campanillas: la de Hamas, con sus 1.200 israelitas asesinados este 7 de octubre; el genocidio que en respuesta protagoniza Netanyahu sobre Gaza, la mayor cárcel a cielo abierto del mundo, y sus 4.500 caídos a la fecha;  las agresiones del inmaculado Occidente contra Afganistán, Pakistán, Irak y Siria, que cobraron 350.000 vidas en ataque armado y por efecto colateral, según el Instituto Watson; la de Ucrania, presa en disputa de dos imperios; la eliminación de la décima parte de la humanidad en dos conflagraciones mundiales, antesala también de nuestra guerra contrainsurgente infestada de narco, con derivaciones escabrosas en Bojayá y Machuca a manos de FARC y ELN, o en los 6.402 falsos positivos de la Seguridad Democrática. Guerras todas beatificadas sobre la tumba de sus víctimas.

Contra Palestina, única nacionalidad sin territorio, se bate la marca de la crueldad: sitiada por hambre, frío y sed, presa de pánico por bombardeos que no perdonan hospitales, se opera allí con el último bisturí y sin anestesia. Los niños que sobreviven tiemblan. Y Biden, mentor de la democracia, retrasa el ingreso de auxilios y veta en la ONU propuesta de cese el fuego. 

En la añosa tradición de Napoleón que impone a bala y a puñal en el mundo los principios de libertad, igualdad y fraternidad, savia de la Revolución Francesa, EE.UU. y la OTAN presentan sus carnicerías como “intervención humanitaria” y “legítima defensa preventiva”. Entre tales mohines de hipocresía y patriotismo de cuatro pesos, medra la paradoja de Raskolnikov: ¿por qué a Napoleón que carga sobre sus hombros con medio millón de muertos se le tiene por héroe y a mí, por matar a una vieja usurera, me condenan por asesino?

Hoy se ve el conflicto convencional desplazado por la confrontación terrorista de adversarios que burlan las reglas de la guerra trazadas en Ginebra en 1949. La primera, el respeto a la población civil. Si ilusorio suprimir las razones del poder que dan vida al conflicto, cabe al menos restablecer parámetros que lo someten al derecho internacional humanitario. Según ellos, por loable que parezca el motivo de beligerancia, debe siempre protegerse a la población no combatiente y evitar el uso desproporcionado de la fuerza. Su lema: nadie puede, a título de legítima defensa, fungir de bárbaro para responder a la barbarie. 

Sería preciso adaptar controles a modelos de confrontación como el afgano, replicado en Siria e Irak tras el atentado de horror a las Torres Gemelas. Aquí la intervención militar reemplaza a la tropa propia por aliados locales armados y entrenados por Estados Unidos, con apoyo de su aviación y de sus Fuerzas de Operaciones Especiales; el aliado se convierte en ejército sustituto, de mejor recibo en la opinión doméstica, y más barato.

Verdad de a puño que Netanyahu y sus potencias aliadas desoyen: la única salida al conflicto entre Israel y Palestina es la creación (años ha pactada) de dos Estados independientes y con territorio propio. La negociación tendría que ser política. Mas, para acometerla, sus personeros habrán de reconocer antes el desafío formidable de la sociedad movilizada en el encono. Han debutado ya ríos de manifestantes en las capitales del mundo. En Nueva York, miles de judíos protestan contra su Gobierno, como protestan multitudes de israelitas en su propia tierra. Y la esperanza hecha maravilla: un torrente de mujeres hebreas, musulmanas y cristianas desfila durante horas, las manos enlazadas, cantando a la alegría, a la paz, a la vida de los niños. ¡No más hacer patria contando muertos!

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¿Otro pacto de silencio, o la verdad?

Como si no bastara con la ruda oposición al cambio que las urnas pidieron, un dilema enreda el acuerdo nacional: repetir el pacto de silencio del Frente Nacional entre élites responsables de la Violencia que en un baño de sangre había cobrado 200.000 muertos; o bien, acometer un proyecto de nación desde la verdad sobre quienes movieron los hilos de la guerra que le siguió y cobró, con saña redoblada, otro medio millón de muertos. Eco de los anhelos de paz, reivindica el presidente Petro la verdad toda, porque sólo desde ella podremos construir la reconciliación. 

Esto dijo al pedir perdón en nombre del Estado por la comisión de 6.402 falsos positivos bajo la égida de la Seguridad Democrática. Una matanza que ni las peores dictaduras del continente registraron jamás, en la Colombia que elegía  al que más mataba, señaló, al que trocaba muertos por votos. En línea con la exigencia generalizada de identificar a sus determinadores últimos, escribió el respetado jurista Rodrigo Uprimny que al expresidente Uribe le cabe, cuando menos, responsabilidad moral y política por los falsos positivos.

Aquí los autores del genocidio no son hombres de charreteras como en Chile o en Argentina, indicó el primer mandatario, son hombres de corbata que armaron una red desde el poder para encubrirse, con senadores, ministros, jueces, generales. A su amparo floreció el paramilitarismo y, jugada por la guerra en la que cosechó su poderío económico, volvió trizas la paz que se abría camino desde 2016. Y ocultó la verdad para asegurar su impunidad. La Fiscalía, reveló el presidente, recibió 17.000 procesos compulsados por la JEP y por Justicia y Paz que incluirían a los terceros civiles incursos en crímenes de lesa humanidad, pero sólo les asignó tres investigadores. 

También la Violencia vino de arriba. Se volvió conflagración cuando perdió el Ejército su neutralidad en el gobierno de Ospina, y cuando los gremios, la alta sociedad y la jerarquía de la Iglesia pidieron mano dura contra la mitad de los colombianos. Desplegando la táctica fascista de la acción intrépida y el atentado personal, adoptó la barbarie, entre otras, formas inéditas de degollamiento como el corte de franela: una mirria comparado con el descuartizamiento de personas vivas a motosierra batiente, verdadera innovación en expedientes de la crueldad que reinó en el conflicto armado de estas décadas. ¿Quién habló de la historia que, por taparla, vuelve en círculo sobre sí misma, como se clava su aguijón el alacrán?

El Frente Nacional conjuró la Violencia entre partidos, y sus promotores han navegado confiados sobre el recíproco silencio de las partes. Por miedo a la revolución cubana y acicateado por la teoría del desarrollo de la Cepal, retomó la reforma agraria de los años 30 (sofocada por la contienda), dio nuevo impulso a la industrialización con apoyo del Estado y avanzó en política social. 1990 arribaría con su ejército de Chicago-boys para arrojar la idea de desarrollo al cuarto de San Alejo. La más recalcitrante gente de bien arremete hoy contra el presidente Petro dizque por encarnar el comunismo comeniños. Reaccionaria de nación, las propuestas de reforma agraria e industrialización tomadas de López Pumarejo y Carlos Lleras, y de seguridad social extendida a todos le resultan “estatizantes”: castrochavistas.

Acaso el sueño de perpetuar el pacto de silencio responda al tic de una cierta dirigencia que se creyó destinada a mandar con perrero, a bala “cuando toca”, o manipulando la ley; a expensas de otra, la de los Lleras Restrepo-Cavelier-Armitage, que asimiló progreso a equidad, modernidad a bienestar general. Y hace patria. Ya escribía Monseñor Guzmán: “si los bandidos hablaran, saltarían en átomos muchos prestigios políticos de quienes condenan el delito pero apelan a sus autores”.

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Secuestro: de rebeldes a criminales de guerra

En la esperanzadora negociación con el ELN, no todo es certidumbre. ¿Se allanará esa guerrilla a dar por terminado el conflicto y a deponer las armas -meta de todo proceso de paz- como sí lo hicieron las Farc? ¿Se someterá a la justicia transicional, como en vista de la ley se sometió la cúpula de las Farc? ¿Reconocerán sus comandantes responsabilidad en el crimen de secuestro, atrocidad casi exclusiva de las guerrillas en el conflicto, como sí la reconoció el Secretariado de las Farc? 

Y no es que la guerrilla de Tirofijo brillara de superioridad moral. Es que en audiencia pública de reconocimiento del delito presidida con rigor por la magistrada de la JEP, Julieta Lemaitre, y desafiados por la indignación de las víctimas, sus jefes debieron redirigir el tránsito de la fantasiosa coartada de héroes del pueblo a la condición de criminales de guerra. De la oda, a la prosa escrita con sangre ajena. Dejaron de llamar “error” de predestinados sublimes de la revolución, al torrente de secuestros que sacrificaron la libertad y, tantas veces, la vida de sus mártires en cautiverio.

Hace dos meses imputó la JEP crímenes de guerra y de lesa humanidad a 10 miembros del Comando Conjunto Central de las Farc: deberán ellos responder por secuestro, asesinato y desaparición forzada. Así como hace un año hizo recaer en la cúpula de ese grupo armado, por responsabilidad de mando, delitos de homicidio, tortura y violencia sexual, conexos al secuestro.

No lejos de tales infamias iría el ELN. Mientras dialoga el Gobierno con este grupo, se dispara el secuestro; en los seis primeros meses del año y para igual período de 2022, pasó de 80 a 173. No en vano hace un mes, cuando se pactó un cese al fuego, declararon sus comandantes que persistirían en el secuestro. La JEP, la Comisión de la Verdad y el Grupo de Análisis de Derechos Humanos certifican 50.770 secuestros perpetrados entre 1990 y 2018; contemplado el subregistro, elevan la cifra a 80.000. Y a las guerrillas, Farc y ELN, se les adjudica el 90.6% de esta práctica nefanda. 

En análisis de la citada audiencia, Laly Catalina Peralta, Gonzalo Sánchez e Iván Orozco señalan que el secuestro degradó a la insurgencia hasta despojarla de todo rescoldo de legitimidad. Que deshumanizó lo mismo a sus víctimas que a sus victimarios. Ya se tratara del secuestro extorsivo que el Secretariado había trazado como política para financiar su guerra; ya del plagio de soldados, policías, políticos y funcionarios para canjearlos por sus presos, aquellos permanecieron años apiñados como animales entre corrales de alambre de púas que evocaban campos de concentración nazis en el corazón de la selva. Una tercera modalidad de secuestro definió la JEP: la del perpetrado por control territorial. Este se ensañó en grupos étnicos y campesinos, allí donde las Farc impusieron una dictadura de hierro como gobierno paralelo.

Cargada de símbolos, en catarsis apenas controlada entre comparecientes y víctimas, la escenificación del secuestro en aquella audiencia abundó en descripción de lazos, alambres de púas, cadenas, campos de concentración, marchas de la muerte aún para niños y ancianos; de pagos por el cuerpo del secuestrado asesinado o por el varias veces secuestrado o por el desaparecido en cautiverio. Que fueron, casi siempre, modestos propietarios y campesinos pobres. Y desembocó en el reconocimiento de responsabilidad por la cúpula de las Farc que, en todo caso, reafirmó su vocación revolucionaria: seguiremos luchando por los mismos fines, dijo, pero con otros medios. “Lo revolucionario ahora es la paz”, declaró Londoño; ningún fin, por loable que parezca, justifica medios abominables como el secuestro.

¿Concurrirá el ELN un día a acto semejante de justicia, de reconciliación y de reintegración social y política? Por qué no.

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