El gato encerrado de las EPS

Es la plata. La plata ajena, la plata de los colombianos. A la voz de querer recuperarla para extender a todos el servicio de salud, gritan las alarmas. La sociedad del privilegio, que favoreció siempre a los grupos de poder con la tajada más jugosa del patrimonio de la comunidad, se transforma por milagro en víctima de un atentado contra la equidad, contra el decoro, contra la democracia y… la libertad de empresa. Contra el mejor sistema de salud del mundo. Mas choca tal apología con la realidad. En entrevista de Yamid Amat al ministro Guillermo Alfonso Jaramillo (El Tiempo) cayó una confesión no pedida como roca de granito sobre la rosada demagogia que encubre la rapacidad de las EPS, ruidosamente apadrinadas por la Andi, por los jefes de los partidos de derecha y sus exministros de salud.

“Dicen las EPS que les quitaron 90 billones para entregárselos a Adres”, apunta el periodista, y Jaramillo responde: “no se los hemos quitado, ellas son intermediarias entre el paciente y el hospital; ahora vamos a pagar directamente a clínicas y hospitales (…) No pierden los 90 billones porque ese dinero no es de ellas, es de los colombianos para pagar el servicio de salud”. “Pero dicen que entonces van a desaparecer”, insiste Amat. “Si lo dicen es porque hay gato encerrado. ¿Es que se está haciendo un uso diferente (con ese dinero)?” Lapsus fatal que pone blanco sobre negro la verdad.

Panegírico y escándalo culminan en la propuesta de archivar la reforma, y guardan proporción con la escala del abuso que la Ley 100 les ha permitido durante 30 años. Si el modelo que rige privilegia la medicina curativa (para sectores urbanos pudientes) sobre la atención primaria, preventiva, extendida a todos los sectores y regiones, es porque esta última no abulta el bolsillo de las EPS: su rentabilidad “sólo” es social.  El negocio empieza por administrar -sin controles- el 8% del Producto Interno Bruto, presupuesto de salud que el año entrante podrá ascender a 100 billones, y se resuelve en mil prácticas que van desde el favoritismo en un Estado rentista hasta el delito. Como financiar clínicas propias con fondos de la salud, modelo que Saludcoop entronizó y se generalizó en las EPS; negar servicios y sobrefacturar; inducir la quiebra de hospitales públicos reteniéndoles pagos hasta por 23 billones a la fecha. Negocio redondo éste de la Salud Ley 100 para feriantes que ponen el grito en el cielo cuando un Gobierno osa seguir la línea de las democracias maduras: depositar en la esfera pública el control de los fondos públicos de un servicio público.

Si la cuarta parte de la Colombia profunda no accede a la salud y casi 700 de los 1.123 municipios carecen de hospital y hasta de puesto de salud porque en zonas pobres no prospera ésta como negocio; si las estadísticas reportan decenas de miles de muertes evitables, una reforma se impone. Y ésta podrá perfeccionar un sistema mixto de afiliación, de servicio y aún de aseguramiento, si los particulares interesados aportan capital propio. Para comenzar, prohibir a particulares la integración vertical. En todo caso, el deplorable recorrido financiero de las EPS exige alternativas para sanear el sistema y blindarlo contra la corrupción que lo subyugó. Líneas infranqueables serán no apenas el giro directo de Adres a los hospitales sino su progresiva consolidación como ordenador del gasto, con auditoría propia o del sector privado. O de ambos. Y la creación del sistema único y público de información para el sector.

Tras ocho años de gobiernos que sabotearon la expedición de una ley ordinaria enderezada a reglamentar la Estatutaria de Salud, llegó la hora de hacerlo. Moderen los adversarios de la reforma su libido de poder y de riqueza. Allánense a un acuerdo cifrado en parámetros de ética pública y justicia social.

Comparte esta información:
Share

En hilachas los partidos

Paradoja: nuestra Constitución más democrática en todo un ciclo de historia, la del 91, contribuyó a la decadencia de los canales por antonomasia de expresión ciudadana, los partidos políticos. Su ruidosa ausencia ahora en  movilizaciones a favor y en contra del cambio resulta, entre otros factores, del radicalismo liberal que permeó esa Carta y de algunas de sus disposiciones. A fuer de lucha contra el clientelismo, minaron ellos los cimientos de los partidos y repotenciaron el presidencialismo plebiscitario. Para Pedro Medellín, los eventos de marras acusan anemia política. Sí. Crisis de los partidos (cuya consideración retomamos hoy), cuando iniciativas de la sociedad convocan más que las colectividades políticas de Gobierno y de oposición. Mientras el presidente que encarna el poder unitario del Estado interpela a “su” pueblo contra los adversarios, éstos corean rabia sin norte, golpean a periodistas y condensan en símbolo macabro la brutalidad que Uribe desplegó en este país: la destrucción de la paloma de la paz por caballero y dama marchantes en contingente de gente de bien.

Si los vacíos de legitimidad y de representación en los partidos se gestan en el Frente Nacional, con el auge de la democracia refrendaria hacen crisis. Su efecto protuberante, la atomización. En 2002 hubo 68 partidos y 82 esperaban personería. Más colectividades políticas que curules en el Senado. Para la última elección presidencial, la oferta inicial de candidatos alcanzó decenas.

Los constituyentes del 91 habían elevado el clientelismo a causa suprema de los avatares de la patria y propusieron, para liquidarlo, la democracia participativa. Regresaron al individualismo liberal y a la libertad de mercado anteriores al Estado Social que corrigió en el siglo XX los excesos del capitalismo, abrevadero de revoluciones. Trocando democracia representativa por democracia directa, se deslumbró esta Carta en la idea moralizante de transitar de la tradición a la modernidad, del clientelismo a la ciudadanía. Dos figuras simbolizaron el antagonismo entre buenos y malos: el ciudadano y el cacique clientelista. Ciudadano de democracia anglosajona en país de turbamultas hambreadas, donde el clientelismo, si precario y proclive a la corrupción, cumplía dos funciones medulares: redistribuir bienes y servicios donde el Estado fallaba, y obrar como canal de ascenso social y político para nuevas élites nacidas en la base de la sociedad.

El racionalismo individualista de la nueva Carta cifrado en la rentabilidad del negocio privado, no en la rentabilidad social de políticas de equidad; el pragmatismo que se tradujo en extrema liberalidad de la norma para crear partidos y conceder avales, indujeron la fragmentación de los partidos, pauperizaron su ideología y dieron paso al clientelismo que ahora pesca votos en el mercado electoral. Abundaron predicadores contra los partidos: Álvaro Gómez soñó con su autodestrucción y Rudolf Hommes aplaudió su debilitamiento a instancias de la Carta del 91, pues “tenían exceso de poder”. Desde entonces se transita peligrosamente de un Estado de partidos a una sociedad sin partidos, edén de caudillos.

Mientras el entonces presidente Gaviria proclamaba su democracia participativa, Humberto de la Calle, mentor de la Carta que ampliaba como nunca antes los derechos ciudadanos y entronizaba la tutela, reconocería después que la Constituyente no le había cerrado el paso a la diáspora de listas, aquella enfermedad que descuartizaba los partidos.

La reforma política es vital. Contra el tosco personalismo que campea, la lista cerrada promete cohesionar al partido, si es fruto de debate interno para escoger en democracia programas y candidatos. Y si se ataca la corrupción electoral con financiación pública de las campañas. La lista abierta, se sabe, es menos amiga del everfit que del harapo.

Comparte esta información:
Share

Venganza ciega contra un valiente

Elevada la hipocresía a política de Estado, la satrapía de Guatemala la resuelve en asonada judicial, y la caverna uribista, en lenguas de fuego inquisitorial. La víctima, Iván Velásquez. El valiente que destapó en ese país la podredumbre del poder en funciones y, en Colombia, el engendro de la parapolítica. El presidente Pérez Molina, su vicepresidenta, siete ministros, media centena de diputados y prohombres de la sociedad fueron sentenciados a prisión por corrupción, mientras el pueblo manifestaba júbilo en las calles. Aquí, la indagación que lideró el entonces magistrado de la Corte Suprema, Velásquez, involucró a 130 parlamentarios y 50 de ellos terminaron tras las rejas por complicidad con los héroes de la motosierra. Casi la bancada en pleno del presidente Uribe, su primo Mario a la cabeza.

Todo el poder del poderoso líder se vertió contra el hombre que levantaba la tapa de la alcantarilla y había ya descubierto en el parqueadero Padilla de Medellín el entramado de mil hilos que invadía territorios enteros de la política y del empresariado. Después fue Troya: se extendieron hacia el magistrado y hacia la Corte Suprema los dispositivos de persecución a la oposición legal, tenida por terrorista. Entre otros el DAS, órgano dependiente de la presidencia que entregaba pilares de la seguridad del Estado a las mafias del narcotráfico. Para no mencionar el grosero montaje que desde el poder supremo se urdió contra Velásquez, a instancias del tenebroso Tasmania, que frecuentaba la Casa de Nariño.

A voces agrias, acaso en memoria del abuelo, blande Enrique Gómez la espada y convoca la hoguera para este símbolo continental del coraje contra la impunidad: que renuncie, pide, que “deje el descaro”. Hace décadas lo persigue Álvaro Uribe: el 19 de octubre de 2017 escribió que Velásquez, “afiliado a la extrema izquierda, corrompió a la justicia colombiana, debería estar preso”. Venía de escribir que estaba ya “pasado de que lo expulsen de Guatemala, su militancia pro terrorismo guerrillero es contraria a la lucha contra corrupción”. Y ahora lamenta la inconsútil Paloma el ascenso de un “lobo” al gabinete: un “enemigo acérrimo del partido y del jefe del partido de oposición como ministro de Defensa no es sólo un desafío; es una amenaza”

Si la campaña de Iván Velásquez en Colombia concitó el aplauso de sus compatriotas y del mundo, no menos reconocimiento le mereció la ejecutada en Guatemala; y explica el ánimo de venganza que en ambas derechas medra. Como que 35 jueces y fiscales guatemaltecos padecen exilio, y el galardonado periodista Rubén Zamora está preso por falsos cargos. Como jefe de la misión de la ONU que emprendió la investigación, Velásquez pidió juzgar al presidente mismo de la nación, Jimmy Morales; demostró que el excandidato presidencial Manuel Baldizón sobornó a Odebrecht, y recuperó los dineros girados. El fiscal Curruchiche, que hoy acusa al colombiano, anuló esas decisiones y fue incluido por Estados Unidos en la lista Engel de corruptos. Hoy funge como encubridor del presidente Giammattei, quien pagó cárcel por resultar implicado en una masacre de narcos ejecutada para proteger a mafias de la elite.

Si descabellada la acusación de Guatemala, ésta entró en barrena con el pronunciamiento de la ONU sobre vigencia de la inmunidad concedida al colombiano cuando lo designó jefe de la Comisión contra la Impunidad en Guatemala. Pese al respaldo adicional de la Unión Europea, de Human Rights Watch y del Departamento de Estado, nuestra temeraria ultraderecha porfiará con febril impaciencia en trocar al héroe en villano. Mas, fiel a su carácter, la víctima replica: “conocemos al monstruo, lo hemos visto muy de cerca y desde diferentes trincheras lo hemos combatido. Sabemos cómo se transforma y los métodos que utiliza, pero no nos atemoriza”.

Comparte esta información:
Share

Piérre Gilhodés

Murió el más entrañable colombiano de los colombianistas. ¡Cómo duele! Una fila interminable de discípulos, estudiosos, dirigentes, líderes sociales y personas del común acusa aturdida el golpe de la Intrusa. Más de medio siglo vivió Piérre Gilhodés en Colombia, gran parte en Chaparral, patria chica de su esposa y el otro nido del francés. Investigador severo, inveterado correcaminos, la singularidad de sus tesis abonó el mundo de la academia y trazó pautas de análisis que perduran. Obra seminal en la materia, su libro Las Luchas Agrarias en Colombia demostró hace décadas que los conflictos por la tierra han signado la historia del país. El incesante trasegar por su geografía y sus gentes, por cifras y exploraciones de primera mano sobre la cosa agraria, trazó la ruta del asesor de Incora que, todavía joven, llegó a Colombia en los años 60. Después cofundaría la Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado. Sería su docente estrella, brújula de un programa de estudios que otros replicaron, tutor y amigo de sus colegas y de la muchachada.

Más que observador del país, penetró Gilhodés en las raíces de su historia reciente. Las mostró a legos, entreverando el saber con el afecto y, con sus pares, se batió desde la ética de la lealtad en el acuerdo o en la discrepancia. Fue interlocutor natural del campesino, del guerrillero en negociación de paz, del empresario; contertulio de presidentes y expresidentes. A esta tierra ingresó por la puerta grande de La Vorágine, La Violencia en Colombia y el monumento irrepetible de Virginia Gutiérrez de Pineda, La Familia en Colombia. Se metió en mil problemas de teoría política, hasta sorprender con enunciados como aquel de que nuestros partidos tradicionales, a leguas de la modernidad, eran subculturas diferenciadas pero complementarias; que permitieron la alternación, mas no la alternativa. Debió de sentirse maravillado Gilhodés cuando vendría ésta a imponerse ahora por la fuerza de la historia.

Verdades de a puño hoy que en su hora arriesgó el maestro sobre historia y milagros de la política colombiana, son ya patrimonio de este sedimento teórico. Si en los años 30 -escribió- se intentó la modernización de los partidos, la Violencia, el clientelismo y el Frente Nacional los fosilizaron y los despojaron de toda legitimidad. Y no es que el régimen de coalición los fusionara sino que borró sus fronteras. Desapareció la noción de oposición y, con ella, un paral de la democracia. Barco resucitó el sistema de gobierno y oposición, pero a poco, en 1990, se volvió a las andadas del Frente Nacional. Entonces se eternizaron estas colectividades como partidos de notables y de electores, no de afiliados. Montoneras arriadas por jefes que inclinan la testa ante el mejor postor. Se dirá que hoy encarna César Gaviria la versión más depurada de tal partido de notables y, para rematar, sin electores. O casi. Coalición heteróclita de intereses locales y dispersos, reunidos sólo para gozar de una etiqueta rentable, precisó el maestro. Cascarón a la deriva en el mar de corrupción que había motivado la Constituyente del 91.

Como si fuera hoy, expresó Gilhodés hace 30 años: Colombia enfrenta la disyuntiva de madurar en democracia, con justicia social y reconciliación en la búsqueda del progreso; o bien ahogarse en la putrefacción que superpone crisis, guerrillas, narcotráfico, degeneración clientelista y el dinero como valor supremo. Se impone la creación y consolidación de partidos políticos sólidos: con partidos del siglo XIX, no habrá Constitución para el siglo XXI que valga. 

Para la mar de los que nos sentimos huérfanos con la desaparición de Piérre Gilhodés, ahí está el maestro en su obra. Fecunda, provocadora y vital, como dijo él que debía ser el trabajo intelectual.

Comparte esta información:
Share

Ecos del fascismo en Colombia

La tentación fascista no murió en nuestro país con el aparente intento de instaurar sin disimulos un Estado totalitario el 6 de septiembre de 1952, mar de fondo en el incendio de la prensa y de las casas de los líderes liberales, que medraban en la oposición al Gobierno conservador. Aquel impulso convertido en llamas serpentea en el pantano de la política-a-tiros y levanta su cabeza periódicamente desde los meandros más oscuros del poder. Más allá de un régimen formalizado como fascista, rugen aun sus motores mayores: la violencia como misión y la militarización de la política. 

Ayer fue conflagración. Después, savia que un estatuto de seguridad bebió de dictaduras del Cono Sur, para evolucionar como política de Estado afincada en falsos positivos. Respiró en el movimiento Morena de autodefensas en el Magdalena Medio, mediante asociación de ganaderos emparentada con ésta cuyo jefe convoca hoy, de nuevo, la “reacción solidaria inmediata” que diera origen al paramilitarismo. Se exhibió en 2020 como acción intrépida de paramilitares contra manifestantes en las calles de Cali. En la veneración de Hitler por un candidato que casi gana la presidencia con apoyo de la derecha en pleno. En celebración de la escuela de Policía de Tuluá, ataviados sus agentes con uniformes de la SS. En la exhibición de símbolos del ejército nazi en el Gun Club de Bogotá.

70 años han pasado desde cuando turbas incendiaron los diarios El Espectador y El Tiempo, la Dirección Nacional Liberal, y las casas de López Pumarejo y Lleras Restrepo. Acoge el historiador Guillermo Pérez la hipótesis de que tras los disturbios obraba el propósito, largamente acariciado, de entronizar una dictadura de partido único, corporativista y católica como la de Franco en España o la de Oliveira Salazar en Portugal. Mas, pese a la evidente participación de la Policía en los hechos y a la negligencia de las autoridades para conjurarlos, todo quedó envuelto, como envueltos quedaron los muertos de la Violencia, en espesa nube de silencio.

Julio Gaitán y Miguel Malagón recuerdan que, conforme alcanzaba su cénit el nazi-fascismo en la Europa de los años 30 se sembraba América Latina de dictaduras militares, pero en Colombia accedía el liberalismo al poder tras 40 años de hegemonía conservadora. A la reforma liberal opuso la reacción, la Iglesia Católica al canto, fiera oposición plasmada en estandartes hispanistas de Dios, patria, familia, tradición y propiedad, contra la “barbarie moscovita”, la masonería y la diabólica revolución del liberalismo, que es pecado. Y cantaron los líderes su credo de viva voz. 

Pronostica Silvio Villegas, director del periódico La Patria, que “las masas desencantadas de la actividad democrática terminarán por buscar en métodos fascistas la reivindicación de los derechos conculcados”. Y Laureano Gómez exclama en acto público de exaltación a la España victoriosa de la guerra civil: “en sus falanges inscribimos nuestros nombres con gozo indescriptible”.  15 años después, en 1952, plasmará la doctrina del corporativismo fascista en su propuesta de Estado autoritario, con los expresidentes y el arzobispo de Bogotá en olor de senadores vitalicios. Integrado por gremios y corporaciones, era éste contrapartida al Estado democrático liberal: no podían ahora esas organizaciones denostar el Estado, como era costumbre en la Edad Media, sino someterse, cooptadas a la brava, a su voluntad de hierro.

De la historia no queda sólo el eco: hoy como ayer proliferan grupos, lances y aventuras fascistas que, para descalificarlo, meten dentro del mismo saco del comunismo hasta el más modesto intento de justicia social. Si reforma agraria, la Violencia y el despojo. Si tributo progresivo, vociferan “¡anatema!”. Si paz, la guerra, edén de cuanto fascista pisó la tierra, llámese Ortega o Bolsonaro.

Comparte esta información:
Share

Izquierda y Centro: se alborota el cotarro

Unos juegan con los principios y se complacen en la derecha; otros se abocan al reto de verterlos en programas de cambio. Mientras Petro se extravía en un crudo pragmatismo haciendo aliados que disuenan entre “los decentes”, los candidatos de la Coalición Centro Esperanza tendrán que optar por una entre las variantes de libre mercado que todos ellos adoptan: la gama va desde un neoliberalismo cerrero hasta el capitalismo social. Si, como dicen, representan la convergencia del reformismo estructural, no podrán menos que allanarse al modelo de economía de mercado con regulación del Estado. Será respuesta al negro balance del Consenso de Washington, cuya alternativa lanzan hoy las potencias del G7: el Consenso de Cornwall.

Conforme se consolida el Centro precisamente porque rehúye el abrazo de un oficialismo liberal amancebado con la corrupción, con el gobierno Duque y su partido, Petro le tiende la mano a Luis Pérez, artífice con Uribe, Martha Lucía y don Berna, de la mortífera Operación Orión. Y convida al pastor Saade, célebre por su odio al aborto, a la mujer, a la comunidad LGBTI.

Genio y figura, de suyo arbitrario, el autoendiosado Petro se ríe de la izquierda sacrificada, probada en mil batallas, que ahora lo acompaña en la idea de transformar este país. Y encubre su arrebato electorero con el argumento de la vieja alianza del liberalismo con la izquierda. Como si Luis Pérez fuera Uribe Uribe o López Pumarejo. Como si no hubiera sucumbido el Partido Liberal a la corrupción, a la hegemonía de la derecha en sus filas, a los turbios manejos del jefe.

Poniéndole conejo con la caverna cristiana y con la derecha liberal, arriesga Petro la cohesión de la coalición de izquierda. Sus aliados podrán pasar del estupor a la estampida. Como se insinúa ya: Francia Márquez pidió “no cambiar los valores de la vida por votos”, Iván Cepeda declaró que “las elecciones se pueden perder pero la coherencia ética, no”, e Inti Asprilla remató: “la pela interna que nos dimos en el Verde no fue para esto”. Pero Petro es así: impredecible en política… y en ideas. Si votó por Ordóñez para procurador, si considera a Álvaro Gómez más progresista que Navarro Wolf, se comprenderá que invite ahora al uribismo al Pacto Histórico, a la derecha liberal y a la caverna cristiana.

Más atento a la formulación de un programa económico que responda al anhelo de las mayorías, en el Centro Esperanza Jorge Enrique Robledo, verbigracia, insiste en cambiar el modelo pero dentro de la economía de mercado, con respeto a la propiedad y a la empresa privadas, y sin estatizar la economía. Para él, un efecto devastador de la globalización neoliberal en Colombia fue la destrucción en gran medida del aparato productivo del país: la desindustrialización y la crisis agropecuaria. Un desastre, pues es la industria el gran multiplicador de la productividad del trabajo, base del desarrollo. Con la apertura comercial se sustituyeron la producción y el trabajo nacionales por los extranjeros: el Consenso de Washington desprotegió el capitalismo nacional en favor del foráneo. Ahora, para reemplazar aquel Consenso, las grandes potencias marchan hacia un paradigma alternativo, el nacido del Consenso de Cornwall, en pos de una economía equitativa y sostenible que restituya el papel del Estado en la economía, sus metas sociales y la perspectiva del bien común.

Horizonte claro para transitar hacia un nuevo contrato social, sin que sus promotores deban endosar la iniciativa a la politiquería tradicional, gran responsable de las desgracias que en Colombia han sido. Modere Petro sus ínfulas napoleónicas en el platanal, y acoja el Centro sin ambigüedades el paradigma del capitalismo social.

Coda. Esta columna reaparecerá en enero. Feliz Navidad a los amables lectores.

Comparte esta información:
Share
Share