Bloqueo a la representación de inconformes

Será ataque de pánico. O de gula. O ambos. A la voz de representación política para las víctimas y para la Primera Línea (vanguardia del multitudinario estallido), el Gobierno, su partido, sus aliados y comparsas aprietan sus fauces de raposa sobre la presa del poder. En tres años de boicot a las 16 curules de paz para  los territorios más sufridos de la guerra, la última trastada fue de Arturo Char: burló la orden del Consejo de Estado de tramitar el fallo que las reconocía. Ahora lo ratifica la Corte Constitucional y Juan Diego Gómez, cabeza del Senado, dilata y enreda la pita. Ignoro si habrá culminado hoy el proceso, pero cabe sospechar que apuntarán a frustrar la participación de las víctimas en las elecciones de 2022. Apática si de los excluidos se trata, tal vez prefiera esta derecha irredenta la desarticulación final de aquellas comunidades por asesinato de los líderes que bien pudieran ocupar las curules de ley. A 15 de julio iban 1.209 baleados desde la firma del Acuerdo, 94 de ellos sólo este año. Sino macabro naturalizado por la inacción del Gobierno, por la indolencia de la clase política, por la pluma procaz de algún opinador que califica de “inmundo” el Acuerdo de Paz y de “monstruo político [las] narcocurules”.

El fallo de la Corte se apoya, a la letra, en los principios democráticos de respeto a la voluntad de las mayorías y a los derechos de las minorías; en el amparo del pluralismo, de la participación y la diversidad; en el derecho de las víctimas de ser representadas por los suyos. Aunque recabe el columnista de marras en la negación esencial de la política para los abandonados a la pobreza y la violencia: “a las víctimas, dice, no se les repara con congresistas” sino con  la justicia.

Reclaman los jóvenes de Primeras Líneas reconocimiento político. Al diálogo se presentan encapuchados, pues garantías no hay: más de 80 cayeron en dos meses bajo las balas de policías y paras vestidos de blanco impecable, y hasta antier iban 134 detenidos, porque sí, en sus concentraciones. El presidente los despacha lapidario con otra sentencia para la historia: “la sociedad no puede tener conversaciones con personas encapuchadas”. Acaso se muestre menos rígido con los civiles armados que, al lado de la Policía, dispararon contra manifestantes. La JEP los identificó en 27 ciudades.

La cruzada de criminalización de la protesta y de sus líderes es envolvente. El Gobierno define la Primera Línea como “aparato entrenado para la violencia urbana en gran escala”. Semana, órgano de agitación y propaganda de la ultraderecha civil y militar, la tiene por “organización con rasgos criminales”, por obra de los grupos armados para penetrar las ciudades, con escuelas de formación clandestinas. Circunstancia propicia a la persecución oficial habrá sido el tardío merodeo de jíbaros y elenos queriendo pescar a la hora de nona en algún portal que fuera de resistencia como el de Las Américas en Bogotá. Pescar jóvenes a quienes Duque ni escucha ni responde a su desesperanza.

Lenguaje, medidas, arrebatos, símbolos, todo evoca aquí el temible Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala, fórmula depurada del modelo de seguridad nacional cifrado en el “enemigo interno”, que detiene por sospechas, tortura, desaparece y hasta mata al que discrepe del Gobierno. O lo arroja en brazos de la justicia penal militar. Un Estado militarista armado contra el ciudadano libre que 20 años después recibiera el mote de guerrillero vestido de civil.

Escribe Fernando Mires que mientras Chile abre un canal institucional al estallido social, mientras institucionaliza y politiza el movimiento social, Duque le construye un dique de contención. Sí. Bloquea la representación política de vastos sectores sociales que reivindican democracia. Por miedo o por glotonería. O por las dos.

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¿Quién le teme a la JEP?

Mientras el presidente vuelve hilachas la paz y se ríe de la democracia, la JEP dignifica la justicia. El primero marca en su hilarante discurso del 20 de julio otro hito en el rosario de asonadas que ha tendido Uribe contra la verdad judicial y la verdad histórica. La segunda emplaza a todos los grandes responsables del holocausto que cobró la vida de 280.000 inocentes, desapareció a 180.000 y arrojó ocho millones de víctimas. Ante ella comparecen lo mismo guerrilleros que paramilitares, empresarios, políticos y militares. En macrocasos de crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por sistema, en masa, como política de organización, busca la JEP a los responsables máximos por cadena de mando. Así en el caso de secuestro contra la cúpula de las Farc, de falsos positivos contra comandantes de brigadas militares y ahora imputará a exgobernadores de Sucre asociados con el paramilitarismo que habría signado el ejercicio todo de la administración pública en Sincelejo y en ese departamento. Pero Duque sólo contempla a la JEP para intentar destruirla, o cuando ésta sindica a las Farc; ignora pudibundo los autos que tocan sus afectos.

En bufonada digna de otros frenéticos al mando en la historia de América Latina, corona Duque de laureles a los jefes del Ejército y la Policía, que no responden todavía por los 80 asesinados en las calles durante el paro. Denuesta en su discurso la mentira pero miente sin dolor: dizque “nuestra Fuerza Pública está sujeta a los más altos estándares” de Derechos Humanos. Ovación de una mayoría parlamentaria en cuya imagen se deleitan las cámaras del régimen, que se cuida de blanquear a la oposición en el recinto y su imprecación de “¡asesinos!”. Es primera vez en la historia de Colombia que se niega el ingreso de la prensa al Capitolio. Como si con ello se pudieran ocultar la charada y la equívoca elección de dignatarios rodeados de circunstancias non sanctas.

Para escándalo del mundo, en el primero de seis procesos por falsos positivos documentó la JEP 6.402 casos en el Gobierno de Uribe. El 3 de julio imputó a militares de brigada del Catatumbo por 120 casos, en virtud de una política institucional de conteo de cuerpos e incentivos que implicaba a todos los niveles del mando: en la Brigada Móvil 15 se montó una organización criminal entre miembros del Estado Mayor, de Inteligencia, de Batallones y Compañías.

Una segunda imputación recae sobre el comandante del Batallón La Popa de Valledupar, coronel Mejía, quien implantó allí “una organización criminal jerarquizada” para asesinar a 75 personas. También se le imputan decenas de desapariciones forzadas y asociación con el paramilitarismo, valiéndose de “de sus posiciones de mando [y de] las facultades legales [del Ejército] para idear, planear, organizar, ejecutar y encubrir los crímenes”.

Salvador Arana, exgobernador de Sucre condenado por el asesinato del alcalde de El Roble, ha empezado a involucrar al notablato político y empresarial en pleno de su departamento; y se confiesa cofundador del bloque de las Autodefensas de Montes de María, al lado del “gordo” García, gobernador también que fuera de Sucre y condenado a 40 años por la masacre de Macayepo.

El tribunal imputó a las Farc por secuestro masivo, toma de rehenes, homicidio, tortura, desaparición y violencia sexual, en acatamiento de “una política trazada por el alto mando de la organización guerrillera”.

Si la JEP mide a todos con la misma vara, ¿quién le teme? ¿El que aspira a salvar su pellejo, militar o expresidente? Duque cubre de gloria al mando militar: acaso responde a la tesis del columnista Santiago Villa, para quien “cada transgresión por parte de militares y policías que el uribismo protege es un eslabón más hacia la politización de las Fuerzas Armadas a favor del proyecto de la ultraderecha colombiana”.

 

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Ingrid: “La guerra fracasó”

Violento el contraste. Literalmente. Mientras el Gobierno Duque innova en horrores contra la protesta ciudadana, pisotea el Acuerdo de Paz y reanima el conflicto, Ingrid Betancur y Rodrigo Londoño protagonizan perturbador encuentro entre víctimas de secuestro y sus victimarios, pero ambos abrazan el principio de la reconciliación: su repudio a la guerra. Aunque con reservas sobre el tono “acartonado” de sus adversarios y abundando en reclamos, dijo ella que “quienes actuaron como señores de la guerra y quienes los padecieron nos levantamos al unísono para decirle al país que la guerra es un fracaso, que sólo ha servido para que nada cambie y para seguir postergando el futuro de nuestra juventud […]. Esta es nuestra verdad colectiva y [sobre ella] debemos construir una Colombia sin guerra”. Pidió perdón Timochenko “con la frente inclinada y el corazón en la mano”; y reafirmó que no debe responderse a la violencia con más violencia. Largo y tortuoso recorrido debieron transitar las Farc desde la exculpatoria calificación de “error” a sus 21.000 secuestros, hasta reconocerlos como crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Mientras la reconciliación da un paso de gigante esta semana, echa al vuelo su imaginación el fundamentalismo armado para diversificar modos de guerra sucia, ahora urbana. Modos que acusan, cómo no, la marca siniestra del paramilitarismo. En el río Cauca y en Tuluá aparecen los cuerpos de Brahian Rojas y Hernán Díaz, desaparecidos antes. En bolsas de plástico se encuentran, desperdigados, cabeza y miembros del joven Santiago Ochoa, entre otros. Comenta el Canal 2 de Cali que hay en la ciudad cacería de marchantes; les caen a sus casas y los desaparecen. Por un alud de amenazas de muerte tuvo que salir del país un dirigente de Fecode, estigmatizado en público por el mismísimo presidente de la república.

A poco, acusó al paro de haber producido 10.000 contagiados de Covid. Aseveración infundada, según científicos, pues en el pico pesan más la reapertura de la economía, la lentitud en el suministro de vacunas y el casi nulo cerco epidemiológico que desplegó el Gobierno. Y Francisco Santos  afirma que “el pico de la pandemia tiene nombre propio: CUT, Fecode, CGT, CTC, Petro y Bolívar”. Juguetón, pone lápidas donde conviene. El hecho es que el contagio creció 15,8% en abril (sin paro), y 8% en mayo, en la plenitud del estallido social. Para rematar, la Fiscalía señala con nombre propio y sin pruebas a 11 líderes sociales de Arauca de pertenecer a disidencias de las Farc. Y la Procuraduría abre, porque sí, indagación contra cinco congresistas de oposición mientras se adjudica funciones de policía política.

Sintomatología de amplio espectro que revela dimensiones inesperadas en la guerra que la derecha ultramontana quiere revivir, a pesar de Ingrid, a pesar de que Farc no hay ya. Otros enemigos se inventa: líderes sociales (van 80 asesinados sólo este año), y muchachos masacrados en las calles: 70 a 4 de junio reportó Indepaz-Temblores con nombres propios a la CIDH, con autoría directa o indirecta de la Policía; más dos uniformados y un agente del CTI. Aquí es más peligroso ser líder social que delincuente, se quejó Leyner Palacios, miembro de la Comisión de la Verdad.

La potencia de la sociedad que protestó en las calles alienta la esperanza. Y el Pacto de Paz, dirá Ingrid, aunque imperfecto e incompleto, nos entregó el único instrumento que tenemos hoy para salir de la barbarie. Barbarie de criminales, se diría, que, volviendo papilla la esquiva democracia, disparan contra el líder popular, contra el campesino, contra el joven-no-futuro, contra el empresario, contra el opositor, contra la mujer de doble jornada sin remuneración. Barbarie incalificable, atentar contra la vida del presidente de la república. Sí, la guerra es un fracaso.

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Santos: prueba ácida para el Ejército

En muestra de pundonor que devuelve dignidad al Estado democrático, un expresidente de la República reconoce la responsabilidad del Ejército como institución en el genocidio de los llamados falsos positivos. Por vez primera se sindica del horror al Arma mayor sin acudir al socorrido expediente de las manzanas podridas. Ante la Comisión de la Verdad pidió Juan Manuel Santos perdón, “desde lo más profundo de mi alma”, a las madres de los sacrificados en esta larga “cadena de crímenes horrendos”. Con 6.402 casos alcanzó la infamia su más alta cota en el Gobierno de Álvaro Uribe, cuyo ministro de Defensa fue Santos. Una práctica criminal del Ejército, dijo, por la cual se sentía él moralmente comprometido. Si bien hizo cuanto pudo para descubrirla y la cortó de un tajo, se permitió al principio largos meses de inacción frente a rumores de hechos que le resultaban inconcebibles. A principios de 2007 se toparía con los primeros casos, lo que condujo a la destitución de 30 altos oficiales (3 generales comprendidos), a instrucción perentoria de respeto al DIH –que la doctrina Damasco recogería después– y a la identificación de los comandantes asociados a los hechos.

Armado de copiosa documentación, manifestó Santos que “el pecado original fue la presión para producir bajas y todo lo que se tejió alrededor de la (llamada) doctrina Vietnam. Pero en honor a la verdad debo decir que el presidente Uribe no se opuso al cambio de esa nefasta doctrina que él mismo había estimulado. Nunca recibí una contraorden ni fui desautorizado”. Con todo, un obstáculo fue la negativa de Uribe a reconocer el conflicto y su apoyo a la política de incentivos por bajas. Se recordará que esta se plasmó en directiva del anterior ministro, Camilo Ospina, expedida en noviembre de 2005.

Venía Santos de recordar sus diferencias con Uribe sobre la manera de combatir a las Farc: el presidente buscaba su liquidación militar y, el ministro, debilitarlas con una derrota estratégica hasta forzarlas a negociar la paz. Como en efecto sucedió. Además, Uribe nunca reconoció el conflicto ni, por consiguiente, la justicia transicional que conducía a la reconciliación.

Con el empeño de Santos presidente en la paz y la participación de prestigiosos generales en las negociaciones de La Habana, otra atmósfera se respiró en el Ejército. Se consideró que “la paz es la victoria”. A poco cuajaría la doctrina Damasco, decantada por el coronel Pedro Javier Rojas como marco de la más ambiciosa reforma técnica y de doctrina en el Ejército: los derechos humanos  guiarían ahora el conflicto armado, que no era ya, como quisiera la ortodoxia, guerra civil ni terrorismo. Ni al movimiento social se le tendría más por el enemigo interno. Pero el 28 de noviembre pasado, ordenó el comandante del Ejército desmontar la nueva doctrina y eliminar su nombre en “todas las instalaciones y documentos de la Fuerza”. Acaso nunca archivaron los manuales de los 60 que incluyen la promoción del paramilitarismo y la organización militar de civiles en autodefensas. Convivires ayer, hoy paramilitares urbanos que disparan contra el pueblo en las calles.

Para Jacqueline Castillo, líder de Madres de Falsos Positivos, “estos asesinatos fueron sistemáticos y generalizados bajo el ala criminal de un Gobierno que vendía ideas falsas de seguridad a cambio de beneficios por resultados macabros”. Santos da un paso trascendental en el camino de la verdad sobre una monstruosidad que no vieron las peores dictaduras del continente. Su verdad compromete al Estado y deja al Ejército expuesto al juicio de la opinión y de la historia; de la valentía para reconocer el holocausto provocado pende la recuperación de su prestigio. Y al expresidente Uribe le plantea tal vez el reto más obligante de su quehacer político. Proporcional a los ríos de sangre derramada.

 

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El poder ilegítimo

En acto vergonzoso que Colombia no olvidará, una mayoría de parlamentarios se postra de hinojos ante el ministro organizador de la represión, ariete del Gobierno que se cobra ya media centena de muertos en las calles. La cobardía inveterada de la clase política, hoy remachada con el voltearepismo de Gaviria y Vargas Lleras, abrió puertas a la anhelada militarización que ha sido arma y estandarte de la extrema derecha. Como si faltaran hechos que confirman todos los días la ilegitimidad de un régimen montado sobre vanidades armadas hasta los dientes: azote de multitudes que reclaman vida digna, cambio y democracia, pero convenientemente reducidas a subversión.

Para que el presidente pueda decretar virtual conmoción interior en nueve departamentos; con sometimiento forzoso de sus autoridades a las medidas que conlleva, so pena de sanciones de la procuradora que trabaja para “nuestro Gobierno”. Providencial, cae la excusa del cielo: entre los infiltrados en las marchas para anarquizarlas, un agente del CTI de la Fiscalía mata a tiros a dos manifestantes y pobladores de la zona lo linchan. Un horror. Ahora podrá Duque responder con el argumento de los fusiles al estallido social que dura y crece porque 98% de los colombianos apoyan la protesta –revela Gallup. Acaso baje aún más el lánguido 18% que, según el Observatorio de la Democracia, confía en las instituciones. Más ilegitimidad de este Gobierno y del Estado, imposible. Incapaz de conjurar el hambre con medidas de sentido común como las que Claudia López toma en Bogotá, menos podrá Duque responder al mar de fondo de la injusticia y la desigualdad. Sin el respeto y el consentimiento de los asociados, querrá gobernar sólo a golpes y manteniendo incólumes los parámetros del poder público.

Sí, dos momentos presenta la resolución de la crisis. El primero demanda medidas de emergencia para neutralizar el golpe social, económico y sanitario de la pandemia. Para rescatar la capital, redirecciona la alcaldesa $1,7 billones hacia la población vulnerable, hasta completar una inversión social de $8,5 billones en la ciudad. Y, para reactivar su economía, reabrirá todos los sectores. Aplauso. Un segundo desafío plantea la reformulación del pacto social con un modelo de democracia y desarrollo que amplíe la participación política, redistribuya el ingreso y desconcentre la propiedad. Y que empiece por devolverle al Estado la legitimidad perdida.

Para el profesor Alberto Valencia, hoy estamos pagando el inmenso costo social de haber enfrentado a los grupos ilegales con medios ilegales: la deslegitimación del Estado. Duque profundizaría la crisis política e institucional que la alimentaba y agudizaría la polarización en torno a los Acuerdos de Paz, ya desafiados por la decisión de terceros y de agentes del Estado de eludir sus responsabilidades en el conflicto. Sin bandera de Gobierno –ni guerra contrainsurgente ni paz– desechó Duque la lucha anticorrupción que Claudia López le ofreció. En sus desencuentros con la sociedad, no captó Duque el cambio en la política que la paz traía. Insistió en crear miedo a unas Farc inexistentes ya y, en el empeño de salvar el pellejo de su mentor, atacó a la JEP; pero perdió la batalla. “En vez de sintonizarse con el país, escribirá Valencia, lo hizo con Uribe”. Terminado el conflicto, recobró su importancia el problema social; pero Duque tampoco lo vio, e insistió en el de seguridad, cuando la gente pedía comida, empleo e igualdad. Golpe final a la legitimidad del Estado será la cooptación de los órganos de control por este Gobierno.

He aquí el trasfondo de un Gobierno arbitrario, brutal en su estentórea debilidad. Este de Duque evoca autocracias que, a falta de legitimidad, se imponen por la fuerza bruta. Ignoran que el poder de la bayoneta, por sí solo, no es poder. No en la democracia.

 

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6.402 atrocidades de la seguridad democrática

Ya no cabe duda. El encarnizamiento de Álvaro Uribe contra la JEP denuncia pánico en el expresidente. Terror de ver imputado su Gobierno por la comisión del 78% de falsos positivos, una atrocidad sin paralelo en el Continente. Juego de niños parecerán los crímenes de las dictaduras latinoamericanas frente a estos 6.402 asesinatos certificados de civiles inocentes por soldados que ejecutaron una política de exterminio torpemente aupada desde la cima del poder entre 2002 y 2008. Que a ello condujo la Directiva No. 25 del entonces ministro de Defensa, Camilo Ospina, sobre pago de recompensas por captura o muerte de insurgentes. Ponerle precio a la muerte fue prefabricar éxitos militares con falsas bajas guerrilleras y hacer la vista gorda ante comandantes que exigían a la soldadesca “ríos de sangre”. Antioquia concentró la cuarta parte de los falsos positivos, y su Cuarta Brigada, el 73% de las víctimas habidas en el departamento.

A 10.000 podrían llegar estas ejecuciones extrajudiciales, como lo indican el creciente acopio de denuncias documentadas y testimonios de uniformados ante la JEP. Pese a las presiones que sobre ellos ejercen superiores suyos para que corrijan testimonios que comprometen a quienes dieron órdenes o a responsables últimos por cadena de mando. Por cadena de mando resultó sindicada la cúpula de las Farc en el auto del caso 01 sobre secuestro, a menudo con tortura y asesinato incorporados, y cuya responsabilidad acaban de reconocer los sindicados.

Estremecido en el horror, habla medio país por boca de Jacqueline Castillo, directora del colectivo Madres de Falsos Positivos. Las revelaciones de la JEP, afirma, “prueban que la Seguridad Democrática fue una política criminal […] Son evidencia contundente de que estos asesinatos fueron sistemáticos y generalizados, bajo el ala criminal de un Gobierno que vendía ideas falsas de seguridad a cambio de beneficios para quienes entregaran resultados macabros…”. A las primeras denuncias del crimen había declarado el expresidente que los desaparecidos de Soacha y reaparecidos muertos llevaban “propósitos delincuenciales… no iban a coger café”. La historia, la monstruosidad del genocidio se encargaría de sancionar la necedad de su cruel ironía.

La ojeriza de Uribe contra el tribunal de justicia transicional estalló desde el día mismo de su creación. Ni adictos a su persona ni bedeles del Ubérrimo, sabedor del peligro que la independencia de estos jueces acarreaba, los bautizó como izquierdistas sesgados, instrumentos de impunidad. Bloqueó cuanto pudo la expedición de la Ley estatutaria que daba vía libre al tribunal y le ordenó al presidente Duque interponer objeciones, en desapacible cruzada que Congreso y Corte Constitucional neutralizaron desnudando la ruindad de aquella aventura. A medias para renacer de las cenizas tras su detención y remontar el modestísimo 30% de popularidad, a medias para abrir campaña electoral, promueve Uribe referendo para derogar la JEP. Repite ahora que el pronunciamiento del tribunal es sesgado, hechura de oenegés enemigas de su gobierno: un atropello para desacreditarlo, a Él, ícono de transparencia y respeto a la justicia. Otra cosa dicen los hechos.

Michelle Bachelet, Alta Comisionada para Derechos Humanos de la ONU, exaltó la labor de la JEP en Colombia, modelo para el mundo de probidad y eficiencia en justicia transicional. Así lo demuestran sus autos contra crímenes horrendos del conflicto armado: el secuestro y los falsos positivos. La rendición de cuentas –declaró– y la protección de los derechos de las víctimas son esenciales para la consolidación de la paz y del Estado de derecho en Colombia. Sí. Sus autos sobre las violencias más lacerantes que descuajan a la sociedad traen una buena nueva: en este país sí puede haber justicia.

 

 

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