El ELN parece repetirse como víctima sin remedio de su propio invento: la compulsión a disparar contra los suyos por diferencias de ideas, y contra ciudadanos inermes. Envilecimiento del levantamiento armado que algunos siguieron a la búsqueda de un país mejor, tal sello reapareció esta vez en el asesinato del gobernador indígena Isarama, y amenaza con agrietar, aún más, a esta guerrilla, en el trance mismo de su nacimiento a la política. Precisamente cuando, en viraje encomiable,  se acercaba ella a la paz y pactaba por vez primera en su historia un cese el fuego y de hostilidades. Contra la versión mentirosa del ELN que sugería accidente porque la víctima opusiera resistencia, Medicina Legal concluyó que no hubo forcejeo, que el líder embera murió de disparos a quemarropa y por la espalda. Arrogante, provocador resulta su mea culpa reducido a “error” que invita a “reflexión” en esa organización. Pero no habrá castigo. No matar no requiere mucha reflexión, escribió el editorialista de este diario.

Autocomplacido en la fantasía pueril de un supuesto heroísmo tantas veces desbocado como violencia bruta, lleva el ELN 50 años cosechando vergüenzas. “Errores”. A error redujo Gabino el infierno de Machuca: 84 civiles calcinados entre un bombardeo de bolas de fuego y un río en llamas, cuando estos paladines del edén socialista dinamitaron –por enésima vez– el oleoducto Colombia. La semana pasada dejaron esperando en Medellín a pobladores de Machuca en escenario dispuesto para el perdón y la reconciliación. El grupo armado “dio la cara” como eco lánguido de una voz grabada en Quito que reconocía a desgana su responsabilidad, pero la descargaba también en otros. Lamento insincero con sabor a desplante, no hizo sino repetir eventos parecidos para dar la cara sin darla, en 2008 y 2011.

Como error catalogaron la ejecución de un contingente de fundadores de esa guerrilla, entre otros, de Víctor Medina, Julio César Cortez, Heliodoro Ochoa, Hermidas Ruiz y Carlos Uribe. Fusilados, a la manera de Stalin y de Leonidas Trujillo, por discrepar del credo político y del militarismo del jefe, Vásquez Castaño, más celoso de preservar la rugiente supremacía de su persona que cualquier divisa ideológica. Por error tuvieron el asesinato de Jaime Arenas, hereje de alto vuelo, asesinado por la espalda a poco de publicar una historia crítica de esa guerrilla que hizo historia: resultó premonitoria del horror en que se convertiría aquel grupo armado precario, miope y sin pueblo. Por error tuvo el asesinato de Ricardo Lara, cofundador y segundo al mando que fuera del ELN, también por pensar con cabeza propia y por el pecado mortal de hacer política.

Error les pareció el secuestro, tortura y “ajusticiamiento” de monseñor Jesús Emilio Jaramillo, dizque por delitos contra la revolución y por no suscribir el comunismo. Jamás reconocieron responsabilidad en la muerte de Camilo Torres,  sometido a la regla militar que obligaba a todo guerrillero recién incorporado a ganarse el arma en combate. Pero Camilo no era cualquier recluta. Era líder político que venía de movilizar multitudes. Eso sí, se dieron el mártir que necesitaban. Y al cabo de muchos años, algún dirigente  del ELN reconoció en esta tragedia… un error del grupo armado.

Para esta guerrilla, como para las Farc, la guerra fue religión y sus grupos armados, iglesias. Pero un abismo las separa hoy: las Farc se desarmaron, saltaron a la política y van en el camino de dignificar a sus víctimas. Acaso deba el ELN invertir el recorrido en sus diálogos de paz que el país aplaude: empezar por honrar a sus víctimas, pedirles perdón de corazón. Y aceptar la distancia insondable que media entre un crimen y un error.

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