Se veía venir. Los inquisidores de la derecha quieren reducir la pluralidad política del país a una contienda moral entre buenos y malos. A la diestra del Padre, los elegidos antifarc, la patria toda; a la siniestra, los condenados, un lunar de prosélitos camuflados de la subversión que afean el paisaje. Su escenario,  una sociedad apolítica, incontaminada, sin divisiones entre izquierda y derecha, sin conflicto. La Colombia idílica que  marcha en pos de una inteligencia sobrenatural hacia la tierra prometida. Otra vez el oro y la escoria de la Violencia contra el ateísmo, la masonería y el liberalismo, hoy en clave de guerra santa contra el demonio del terrorismo. La espada y la cruz remozadas a la Bush, y en el verbo incendiario de los Leopardos.

La pretensión no es gratuita ni es nueva. Germina en un país de partidos moribundos o en embrión, que denigra de la política. Y no le falta razón. Venimos de 30 años de gobiernos compartidos  por colectividades sin ideas, sin oposición, marchitadas por la corrupción, parte de las cuales terminó arrastrada por el narcotráfico y el crimen. En la otra orilla, una izquierda democrática se sacude como puede la coyunda del conservadurimo  que triunfó en su hora sobre la tendencia de la historia y ahogó en sangre el viraje liberal que se intentó en los años 30. Y la coyunda de la guerrilla, que se creyó dueña única del cambio.

Pero al descrédito de la política contribuyó también una cruzada  de 20 años contra el Estado, contra los partidos, los gremios y los sindicatos. Esta ideología se coló en la Constitución del 91, tan enamorada de la democracia directa, “participativa”, ejercida por individuos autónomos, inteligentes y cultos, liberados de  maquinarias,  dueños, por fin, de su destino. La divisa era saltar del clientelismo a la ciudadanía. De Dinamarca a Cundinamarca, en la supuesta  superioridad moral de la ciudadanía  sobre aquella forma depravada de la política. Pero la intención profiláctica, como suele suceder, degeneró en misión sagrada: había que extirpar toda purulencia, cuanta organización política quedara todavía en la sociedad. Y en eso andamos. Somos una comunidad debilitada que apenas si conserva el cascarón de sus canales de expresión colectiva por antonomasia, los partidos.

Eso no demerita, sin embargo, el despertar de la sociedad civil, ni su proyección política. La fuerza arrolladora de la masa variopinta provocó lo impensable: una propuesta de acuerdo sobre lo fundamental, salvar la vida, por encima de todo interés de grupo o de persona; iniciativa que la dirigencia del país no podrá darse el lujo de mirar por encima del hombro. Hasta ahí, la capacidad política de la sociedad como agregado de individuos desorganizados: explosión fugaz que se disuelve en átomos a la vuelta de la esquina, emoción que cualquier habilidoso puede tornar en su favor, amparado en la candorosa “apoliticidad” de los organizadores de la marcha de febrero. Cosa distinta es la perspectiva política de partido o de movimiento, más estable, abarcadora y eficaz, por su vocación de poder. Y diversa, si en democracia estamos.

Nuestros Torquemadas de ocasión, remedo del siniestro mentor de la Inquisición española, quieren deformar la realidad y revolver todo con todo. Según ellos, nadie que    marche contra las FARC podrá marchar también contra los asesinos de la motosierra y  sus cómplices en el Estado. Traicionan a la Patria y a la moral. Además, nadie puede transgredir las fronteras de una definición primaria, monolítica: quien no esté conmigo, está contra mí. Así como se proscribe toda diferencia y matiz en un espacio copado por enemigos de muerte, se niega toda diferencia de bandería partidista. Si el gobierno ofrece protocolizar el despojo de  campesinos entregándoles su tierra a sus victimarios, otros proponen devolver a los desplazados los 7 millones de hectáreas que el paramiliatarismo les arrebató. Abrebocas de una reforma agraria siempre archivada y corazón del conflicto. En suma, matar la culebra por la cabeza, y no echarles tierra a las causas últimas de la violencia. Como ocurrió con la de hace 50 años, cuyos autores intelectuales jamás fueron juzgados y siguen pontificando. Otra diferencia: muchos colombianos vemos en la despolitización inducida de la sociedad un peligro para la democracia. El gobierno, en cambio,  se ha graduado con honores en la ciencia de usar el señuelo de la antipolítica como arma de la peor politiquería.

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