Gobierno Duque: el peor en muchos años

¿Qué pecado cometimos los colombianos para que se nos castigue con el peor gobierno en muchos años? Un rápido paneo sobre el estropicio mostrará que no lo es tanto por inepto como por trabajar con eficiencia admirable contra la mayoría de la población: la sitia, cuando no la condena al hambre, a la violencia, a miles de muertes evitables en la pandemia, al reino de la mediocridad en los puestos de mando. Todo ello, resultado de sus políticas en economía, en seguridad, en salud pública, en administración del Estado.

Cuando la crisis se enseñoreó del continente y se vistieron los barrios populares en Colombia de trapos rojos, nuestro país ocupó el primer puesto en desempleo y el último en inversión de emergencia para evitar que la tercera parte de su gente se redujera a una comida diaria. Y estará entre los pocos que porfíen en el modelo económico que la crisis destapó y profundizó. En vez de operar el golpe de timón que se impone por doquier, aquí se castigará con más ferocidad a las clases medias y trabajadoras, en favor de la camarilla de plutócratas que cogobierna con Duque, que vive y engorda de acaparar los recursos del Estado. Ya el decreto 1174 inició el camino de reforma laboral que castiga las garantías del trabajo. Y prepara reforma tributaria con IVA para todo y entierro definitivo del impuesto progresivo.

En seguridad y orden público, el balance nos devuelve a los peores días de la guerra: sólo en el primer mes de este año hubo 14 masacres y 21 líderes asesinados. Y el Gobierno ahí, como complacido en su muelle indolencia, esperando endilgar el incendio al castrochavismo, coco inveterado de sus campañas electorales. Pero es el Gobierno el que incendia. Por omisión. No aumenta el pie de fuerza donde se requiere, ni desmantela los grupos armados; judicializa a los sicarios y no a los autores intelectuales de la matanza.

En manejo de la pandemia, Bloomberg catalogó a Colombia como el tercer peor país, y el director del DANE reveló que, a enero 31, los muertos por covid no eran 50 mil sino 70 mil. En cifras relativas de contagios y muertes, superó a Brasil. Especialistas señalaron que, para evitar el desborde, se debió actuar antes. Las medidas de prevención y control del Gobierno fracasaron. No se controló la circulación del virus tras la primera ola, con identificación y aislamiento de sospechosos, rastreo de contactos, ejecución generalizada de pruebas y entrega rápida de resultados. Pese a la bonhomía del ministro Ruiz, la pandemia puso en evidencia las consecuencias de haber convertido la Salud en negocio privado. Y el arribo de la vacuna parece todavía más ficción que probabilidad.

Para los cargos de mando en el Gobierno, desliza Duque una tropilla de incompetentes –no todos, claro–. Tentáculos de pulpo viscoso, se apoderan aún de los órganos de control del Estado. Y colonizan, insaciables, la gran prensa. Caso de la hora, la designación de Bibiana Taboada como codirectora del Emisor, por la sola gracia de ser hija de Alicia Arango, cuyo mérito es, a su turno, ser parcera de Duque y del Gran Burundú del Ubérrimo. Con Taboada completa el CD su dominio del que no será más el Banco de la República sino el banco de una secta de ultraderecha comandada por un expresidente subjudice con delirio de poder.

¿Estaremos condenados para siempre a gobiernos de este jaez, todo incuria, violencia y privilegio? ¿Es que no existen en Colombia estadistas de la talla de un Humberto de la Calle, dueño de pensamiento universal, de la decencia que a este Gobierno le falta, de probada capacidad para agenciar el cambio indispensable, dentro de los parámetros de la democracia? Pobre es el que carece de lo necesario para llevar una vida digna. Pero lo es también el que no ve la riqueza que tiene al canto. Agucemos el ojo a tiempo.

 

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La Internacional Socialdemócrata

Conforme el neoliberalismo ensancha desigualdades hasta la obscenidad, florece en el mundo su corolario político: gobiernos de derecha, satrapías comprendidas como las de Erdogan, Bolsonaro y Trump (con su rendido ayudante de cámara, el presidente Duque). Pero a este edén de los tribillonarios sustentado en regímenes de dios, patria y bayoneta le ha salido su contrapartida: una socialdemocracia preparada para los desafíos del mundo postindustrial y afincada en lo suyo, el principio de solidaridad en lugar de la avara, humillante caridad. ADN del capitalismo social que se instauró en Europa tras la guerra y en EE.UU. con el New Deal. Mas vendría en los 80 el modelo de Estado eunuco y mercado sin control a cercenar cuatro décadas de prosperidad como el occidente industrializado no viera jamás.
Años lleva la contrapropuesta madurando como respuesta global a la dominación sin fronteras de la banca mundial, y lanzada ahora a tres manos por Bernie Sanders, dirigente del Partido Demócrata remozado hacia la izquierda; Jeremy Corbyn, líder del Partido Laborista inglés que recupera al sindicalismo y podría volver al poder, y Yanis Varoufakis, adalid de la rebelión griega contra las políticas de choque de la banca multilateral. A su lado, el movimiento Primavera Europea, pone también el dedo en la llaga de la desigualdad, para reclamar equidad y democracia. Tienden ellos lazos entre la tradición socialdemócrata con su Estado de bienestar y la herencia del New Deal con su programa de acción económica desde el poder público. Se comprobó entonces que la economía no se corrige sola, y, ahora, que tampoco cabe redistribución de la riqueza por goteo.

Y es que la desigualdad no es cosa baladí. Según Oxfam, sólo 26 personas acumulan más dinero en el mundo que los 3.800 millones de personas más pobres. Media humanidad. Y la riqueza de aquella minoría crece a ritmo endemoniado, mientras baja sin pausa el poder adquisitivo de los más. Porque se mezquinó la inversión pública en salud, educación y seguridad social, se eliminó el impuesto progresivo, cundió la corrupción en las altas esferas y el Estado dejó de controlar los mercados. Desigualdad hay por falta de bienes y servicios básicos y por concentración del ingreso y la riqueza.

Contra todo lo esperado, con Sanders renace en EE.UU. el viejo socialismo, pero tocado del intervencionismo de Roosevelt y del Estado de bienestar escandinavo: redistribución, sí, y regulación de la economía, pero con respeto de la libre empresa. Al igual que Corbyn y Varoufakis, propone devolverle su poder al sindicalismo, renacionalizar los servicios públicos y universalizar salud y educación gratuitas. Fustiga Sanders la paradoja de que los beneficios empresariales crezcan mientras se comprimen los salarios, desaparece la clase media y aumenta la brecha entre los ricos y el resto de la sociedad. Corbyn, por su parte, ataca los recortes a la inversión social y, con el griego, las draconianas políticas de austeridad que golpean a la sociedad.

Peligrosa debe de resultarle esta alianza al modelo de mercado, pues su propuesta es reformista, se ha llevado ya a la práctica y queda al alcance de la mano. Es viable. Apunta a cambios de fondo, pero dentro del sistema capitalista. No propone una revolución burguesa para dar al traste con el sistema feudal; ni una revolución proletaria contra el sistema capitalista. Reforma el régimen, no el sistema, con transformaciones de beneficio común que salvan, sin embargo, al capitalismo de su propia incontinencia: lo hizo el New Deal, lo hizo el Estado de bienestar. ¿En qué consistirá el “pacto por la equidad” que el presidente le propone a Colombia si no menciona siquiera la afrentosa concentración del ingreso y la riqueza, baluarte del neoliberalismo que aquí se mima y reverencia?

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Estudiantes: sigue la brega

El movimiento universitario recoge periódicamente en Colombia ecos del que surgiera hace un siglo en Argentina. La sublevación buscó el reconocimiento intelectual de las clases medias, se proyectó como ideología libertaria por toda la América Latina y gestó más de un partido popular. Hace un siglo, en 1918, despertó en Córdoba, ciudad aletargada bajo el sopor hispánico y clerical, para convertirse en otro catalizador de la revolución liberal que avanzaba en el subcontinente. No fue un fugaz episodio estudiantil. Interpelada por la Guerra, por las revoluciones mexicana y rusa, por el fascismo naciente, la reforma universitaria incorporó desde su cuna una intención de cambio social que desbordaba el aula de clase. Escuela para el reformismo de los sectores medios, en ella abrevaron las contraélites liberales, laicas y socialistas del continente.

Nuestros estudiantes no apuntan hoy a la revolución; construyen opciones que brillan como flores en el desierto de la politiquería. Su tesón para rescatar la universidad pública del cerco financiero que se le ha tendido, para multiplicar sus puertas de acceso y elevar la calidad de sus programas es empresa llamada a producir cambios dramáticos en esta sociedad de pétreas jerarquías. Riadas de muchachos llevan 45 días de protesta en las calles. Cientos de ellos ajustan tres semanas de marcha al sol y al agua, desde otras capitales, para sumarse el 28 a la gran manifestación en Bogotá. Sus dirigentes demuestran, cifras en mano, que “plata sí hay (para evitar la desaparición de la educación superior pública), pero lo que no hay es voluntad política” del Gobierno. Claman por el derecho de todos al desarrollo pleno de sus capacidades para volcarlas sobre un país de riqueza natural incontrastable. En la maratón privatizadora de la educación, se la juegan por la universidad pública como bien común de la Nación. Contra la política neoliberal que propulsa la privatización financiando la demanda –vía créditos de Icetex– en lugar de financiar la oferta. Pese a las amenazas de muerte, han logrado sus líderes interpretar la legítima aspiración de los colombianos a vencer la estadística ominosa: de cada 75.000 aspirantes a ingresar en la Universidad Nacional, ésta sólo puede recibir 5.000.

En Argentina, la reforma nació en nicho de clase media para destronar la escolástica y sus tonsurados en el gobierno de la universidad, reemplazarlos por estudiantes y profesores, y democratizar el acceso a las aulas. Pero, acicateada por el humanismo, por el socialismo liberal y el nacionalismo democrático, pronto desbordó aquella frontera para tender lazos hacia las clases trabajadoras. Saltaba el movimiento a la política y se proyectaba al continente, donde adquirió su élan americanista, apunta Juan Carlos Portantiero, estudioso de aquella experiencia que aquí seguimos (Estudiantes y política en América Latina, Siglo XXI, 78). En el Perú, del seno del movimiento universitario surgió el Apra, primer partido nacionalista y popular del continente que extendió su influencia a toda la región.

También el movimiento ha desbordado aquí los intereses de gremio para instalarse en la política. En jornadas memorables contra la dictadura de Rojas. En huelga de un año de todas las universidades públicas en 1971, contra el sistema de poder universitario y en apoyo a campesinos y maestros que alcanzaban la cima de su contienda. También ahora la brega es política, pues cuestiona el criterio oficial en la distribución del presupuesto nacional: mucho para las armas y las élites improductivas, poquísimo para la universidad pública. Como adivinando su deceso por inanición, el flamante presidente de la “equidad” propone caridad pública para acercarle un mendrugo de pan. Así elude su deber de gobernante mientras los mercaderes de la educación hacen su agosto.

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La derecha busca otra guerra

Se desconcierta la caverna. Primero, sin el señuelo de las Farc, el acariciado enemigo de décadas que le permitió a nuestra derecha prevalecer erigiéndose en antagonista del terrorismo, sufre ésta un duro revés. Y ahora se le insubordina la sociedad largamente embozalada, maniatada en el país que pasaba por meca del conservadurismo en el continente. En cosa de meses, el centro-izquierda arañó las puertas de la Presidencia; casi doce millones de colombianos le plantaron cara a la corrupción, fortín del poder tradicional; un millón de muchachos y profesores y rectores y padres de familia se tomó calles y plazas en defensa de la universidad pública, abandonada a la muerte por inanición. Entonces la facción más oscura de la elite acude a su expediente de siempre: a la guerra.

El predecible senador Uribe insta a propiciar una intervención militar doméstica (léase golpe de Estado) en Venezuela, con apoyo de la comunidad internacional (léase Estados Unidos). Pero, antes que avalar pronunciamiento de militares venezolanos contra el dictador Maduro para imponer en su lugar el dictador que la CIA diga, Trump tomará el camino preferido de la primera democracia del mundo: la invasión militar sangrienta. Desde su patio trasero, Colombia, en perfecta posición geoestratégica entre el Caribe y Suramérica, y con nueve bases militares gringas que desde Uribe se asientan en su territorio. Si no, no se entendería el afrentoso entusiasmo de Francisco Santos con el proyecto de armarnos para la ofensiva con aviones de guerra y para la defensa con misiles antiaéreos. Todo comprado a precio de oro a la industria bélica del gringo del peluquín naranja. Modesto aporte que a Colombia le costará un ojo de la cara para que el bufón de marras pueda ganar las elecciones en noviembre y apoderarse del petróleo de Venezuela. Como en Irak. “Colombia tiene que prepararse”, declaró nuestro embajador en Washington, fungiendo sin ruborizarse como vocero del imperio. De “ellos”, los gringos, a quienes tributa ciega sumisión y cuya manera de pensar dice compartir.

Y el presidente Duque, con su aflautada vocecita monocorde, dirá que no es belicista, pero hará todo lo contrario. Fue nuestro Canciller el único de toda la América Latina en negarse a firmar la declaración de Lima, que fustigaba al dictador Maduro pero también toda pretensión de intervenir en su país por la fuerza. Su embajador en EE UU repite sin cesar que no puede descartarse una salida armada contra el país hermano. Su ministro de Defensa, Guillermo Botero, clama por aumentar el pie de fuerza, para lo cual le viene como maná del cielo el pretexto de los cultivos ilícitos. Y el de Hacienda velará por preservar el ajuste de $3,6 billones para la cartera de guerra.

Pasaremos, pues, de un salto, de la guerra contrainsurgente –con sus ocho millones de víctimas y su medio millón de muertos y desaparecidos– a una guerra internacional librada desde territorio colombiano. En ella, será Colombia la que ponga los muertos, los de siempre: los muchachos más humildes, los acosados por la vida y por la muerte. Muerte por mina quiebrapata, muerte por emboscada, muerte por falso positivo. Después, en fugaz farsa de consolación, los llamarán héroes. De destrucción de la infraestructura del país, ni hablar. Ni hablar del dineral que esta guerra infame le arrancará al desarrollo y a la inversión social.

Nada tan conveniente como la guerra para contener la movilización de la sociedad y preservar la hegemonía en el poder. Mas, por simple coherencia, ¿no deberían entonces los promotores de la contienda ser los primeros en enviar a sus hijos al frente de batalla? ¿No deberían contribuir a financiarla con su patrimonio personal? No más el divertimento de precipitar guerras para que sean otros los que sirvan de carne de cañón.

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Ciencia y universidad pública, en harapos

Es un insulto. Mientras las 32 universidades públicas se declaran al borde del colapso por falta de recursos, este Gobierno estudia partida adicional de $3.4 billones en Defensa. Para que Pachito y el ministro Botero se diviertan jugando a soldaditos de plomo con Venezuela. Y con avioncitos F-16 que acaso le compremos a Trump –ferviente animador del negocio de la guerra- según decires a los que en brillante columna alude Maria Isabel Rueda. El déficit para funcionamiento en las universidades públicas asciende a cifra parecida, y el de infraestructura, a $15 billones. En ciencia, tecnología e innovación, aliadas naturales de la formación superior, Colombia invierte mísero 0.4% del PIB. Hoy cobra vigencia renovada la obsesión de Rodolfo Llinás: el futuro dependerá de nuestra capacidad para organizar la educación; la hija de la educación, la ciencia; y la hija de la ciencia, la tecnología. Pero, digo yo, nuestra clase dirigente resolvió proscribir toda estrategia nacional de desarrollo: por eso la ciencia marcha aquí a la deriva y vestida de harapos; por eso la universidad pública agoniza en la indigencia.

En manos de casta tan pueril, difícil le resultará a Colombia ostentar un sistema de educación superior sólido, bien financiado, integrado al aparato productivo, a la comunidad científica y sintonizado con las particulares necesidades de esta sociedad. En lo archisabido, seguimos dando palos de ciego: ni la enseñanza prioriza el pensamiento, el análisis, la interpretación, la crítica; ni se articula un sistema capaz de asociar la educación universitaria con la ciencia, la industria y políticas de Estado enderezadas al desarrollo y la democracia.

En deslumbrante seminario convocado por la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales se insiste en pautas de las que un mandatario perspicaz debería echar mano. Porque el desarrollo se cifra en el conocimiento, dice, éste se erige en recurso principal de cualquier economía. El punto de partida del desarrollo es, pues, la educación; la generación de conocimiento a través de la ciencia, la tecnología y la innovación. Mas en ello resulta imprescindible la constitución de instituciones sólidas y financiamiento proporcional al desafío. Así lo entendió Corea, que en los años 60 compartía con Colombia nivel similar de desarrollo, y hoy ocupa posición de liderazgo en la economía mundial: el país asiático invierte diez veces lo que el nuestro en ciencia y tecnología. Tendríamos que empezar por revertir una tendencia vergonzosa: hace una década, la inversión anual por estudiante de universidad pública en Colombia era de $10.825.000; hoy es de $4.785.000.

Propone la Academia crear una instancia decisoria de políticas, donde tengan asiento el Estado, el sector productivo y la comunidad científica. Para promover proyectos de desarrollo e incorporar el conocimiento de frontera. De donde podrán surgir nuevas industrias que aprovechen y conserven los recursos y la riqueza natural del segundo país más biodiverso del mundo. Sin ciencia propia, reza una conclusión del seminario, queda el país condicionado a hallar soluciones en desarrollos de otras latitudes, sin poder alcanzar las suyas. Y con pérdida dramática de oportunidades, como la que se infiere de 1.769 patentes derivadas de estudios realizados por colombianos, pero en el extranjero.

En entrevista reciente (revista Bienestar, Colsánitas), puntualiza Dolly Montoya, rectora de la Universidad Nacional: El conocimiento genera riqueza. No hemos entendido que son la ciencia, la tecnología y la innovación los motores del desarrollo. “Nosotros lo tenemos todo, sabemos cómo hacerlo… pero nos falta dinero”. Bueno, terminada la guerra, que se trasladen sus recursos a ciencia y educación. Así lo exigirá la marcha nacional estudiantil que se prepara para este 10 de octubre.

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¿Volverá la horrible noche?

Si regresara Uribe a la silla de Bolívar en la persona de Duque, no necesitaría convocar constituyente. Para reeditar, ahondado, su modelo de gobierno autoritario y violento, le bastará con ejecutar la sustancia inocultable de las reformas que su pupilo barniza: suprimir la independencia de los poderes públicos, revivir la guerra y abrir nuevas puertas al abuso del poder. A ello conducen, por un lado, la disolución de las Cortes y su integración en una sola, sacada del cubilete del Presidente; y el achatamiento del Congreso a cien miembros, para lo cual tendría primero que revocarlo. De otro lado, los anunciados “ajustes” al acuerdo de paz apuntan a destruirlo; de donde no podrá resultar sino el regreso de la guerrillerada a las armas y el sabotaje a la reforma rural. Audacias que el mórbido Duque acometería, rodeado como estará por las fuerzas vivas de la patria: el clientelismo en pleno, los gremios económicos, el latifundismo, el cuerpo de notables sub judice o prófugos de la justicia, la parentela de la parapolítica, iglesias adictas a la teocracia, verdugos de la diversidad sexual y el popeyismo.

Al nuevo tribunal supremo erigido sobre el cadáver de las cortes que investigan al expresidente y familia, podrá el Primer Mandatario, es decir Uribe, enviar magistrados de su círculo personal. La reforma le entrega al presidente el nombramiento del fiscal, al Gobierno la estructuración de la investigación criminal, y a la Policía, funciones judiciales. En modo viejo DAS, anuncia Duque la creación de un aparato de control político envolvente sobre la población: Un sofisticado sistema de denuncias y seguimiento, con monitoreo electrónico que lo coloca por encima de la Stasi en la Alemania Oriental, de la KGB, de los Comités de Defensa de la Revolución Cubana y sus vástagos del madurismo.

Providencial, esta reforma de las Cortes borraría de un plumazo las 280 indagaciones que se le siguen al senador Uribe, más de una de carácter penal. Como la recién reabierta por presunta responsabilidad por omisión del entonces gobernador de Antioquia en las masacres perpetradas por paramilitares y Fuerza Pública en La granja y El Aro en los 90. Y en relación con el asesinato del líder de Derechos Humanos en ese departamento, Jesús María Valle, tras suplicar sin éxito al mandatario seccional protección para la población de esas localidades. Según Semana, la Corte Suprema investiga la formación del grupo paramilitar autor de tales masacres, “que habría usado como base de operaciones la hacienda Guacharacas de propiedad de la familia Uribe Vélez”. El senador pidió celeridad en la investigación.

Por otra parte, Duque le pone dinamita al Acuerdo de Paz. ¿O es que impedir el debut de los desmovilizados en política para arrojarlos a la cárcel no redunda de inmediato en el regreso de 10.000 guerrilleros hacia la disidencia de las Farc o hacia las bacrim? ¿No es eso reactivar la guerra? ¿No es revictimizar a las víctimas que se quedarán, así, sin verdad, sin reparación y blanco de una nueva guerra? De una guerra donde son los campesinos los que ponen los muertos de todos los ejércitos, pues nunca van los hijos del poder al frente de batalla.

He aquí los hilos de la constituyente uribista que Duque lanzaría, no tanto por blandura como por convicción. Chavismo puro y duro. Como lo prueban sus debates de ocho años en el Congreso. Ni Duque es “el James de la política” –despropósito de su jefe de campaña–, ni es Uribe el Cid Campeador de todos los colombianos en todos los tiempos. Media Colombia acaba de apartarse en las urnas de quien encarna, más bien, al procaz perdonavidas, seductor de  reprimidos por las hipocresías eclesiales: las religiosas y las políticas. Se ha rebelado ya contra la horrible noche que se le ofrece.

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