No bien debilitó la ultraderecha las reformas que el Acuerdo de La Habana contemplaba, cuando volvió aquella a sus andadas. Tras 40 días de papelón dialogante, se caló el uribismo dos preseas: cambió lo que quiso en el Acuerdo; y lo que no pudo, le quedó como bandera desempolvada para seguir buscando votos contra la paz. Peló el cobre: no era su objetivo la paz, sino la campaña electoral que –confiesa Paloma Valencia– le devuelva a Uribe la Presidencia. Conejo descomunal para quienes creyeron que esta vez sí se jugaba el expresidente por causa noble. Moñona, dirán. Mas, sólo si el hastío de los colombianos con la guerra y la esperanza de un país mejor no convierten esta dudosa victoria en bumerán. Pero el Centro Democrático recibió como maná del cielo la negativa de las Farc a cambiar sus armas por cárcel y ostracismo político. Línea roja de toda guerrilla que se desmoviliza, a ella apuntó el uribismo, precisamente por no ser negociable. Y respiró aliviado con el previsible rechazo a su propuesta de rendición por una guerrilla a la que tampoco él pudo derrotar en el campo de batalla. Necesitaba Uribe mantenerla en armas y recuperar, así, su razón de ser política: sin Farc no hay paraíso.

Pese a que el nuevo acuerdo cooptaba casi todas las modificaciones y precisiones que el No formuló, inesperadamente la derecha sólo vio en ello  maquillaje y la misma impunidad que le adjudicara al pacto original. Nada le sirve a Uribe. Ni siquiera los logros adicionales que pudiera apuntarse en los debates que signarán la implementación de los acuerdos. Su intransigencia reabre camino a la guerra, a la que nunca renunció. Y a la reconquista del poder, desde donde podrá desmontar un pacto de paz jamás soñado; y limpiarle el prontuario a su gente: a familiares y amigos, a civiles y uniformados responsables de atrocidades, al compadrazgo comprometido en desplazamiento y usurpación de tierras. No alcanzó la ultraderecha a estirar la renegociación hasta reventar la delgada cuerda de cese el fuego en nuevos estallidos de guerra. Y miró para otro lado cuando una campaña de exterminio político renacía con el asesinato de 70 líderes populares este año, 7 de ellos en la última semana. Salvo para apoyar a Humberto Sánchez, Alcalde de San Vicente del Cagúan por el CD, señalado de ambientar el asesinato del líder agrario Monroy la semana pasada.

La renegociación golpeó la pepa de las reformas que podían rescatar de la premodernidad a este país. Menguadas quedaron. Se debilitaron los mecanismos de participación política en las regiones. Se limitó la sindicación de civiles y militares responsables de delitos atroces. Se multiplicaron concesiones a terratenientes y protagonistas de la contrarreforma agraria. Hoy se sienten ellos más equipados para torpedear la restitución de tierras. Y, gravísimo, no habrá nuevo catastro: seguirá la ambigüedad en la propiedad agraria, la impunidad en la apropiación de baldíos, el escamoteo al impuesto predial de los ricos del campo.

En la sala contigua a este escenario se dibuja, sin embargo, su contrapartida. La del país que registra maravillado la concentración de guerrilleros por miles listos a entregar las armas; los otros 300.000 muertos y 60.630 desaparecidos que ya no serán, la transformación  del campo. Acontecimientos sin precedentes en largo periplo de nuestra historia, que otra concentración multitudinaria de síes y noes y abstencionistas saluda hoy desde la Plaza de Bolívar. Jubilosa premonición de la lucha que la sociedad civil prepara en democracia contra los amigos agazapados o confesos de la guerra. Sí, la paz está andando y nadie podrá detenerla, escribió Enrique Santos Molano. Ni siquiera el conejazo del uribismo.

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