“Cuando en 2010 asumí como ministro de Agricultura, el Incoder estaba cooptado por el paramilitarismo; hubo un tiempo en que la entidad no daba pasos si no era autorizada por paramilitares”. Palabras para la historia, de Juan Camilo Restrepo. Ellas denuncian el más reciente factor de violencia instalado en el Estado mismo para completar desde allí, de consuno con empresarios y políticos, el centenario proceso de concentración de la tierra que es causa mayor de la guerra en Colombia. Como estrategia de paz, cargada de promesas, en cabeza de José Antonio Ocampo, Cecilia López y el propio Restrepo –entre otros– la Misión Rural acaba de proponer una reforma del campo más completa y ambiciosa que la suscrita en La Habana. Porque no se contrae al dominio agropecuario sino que abarca todos los ámbitos de la ruralidad. Lo mismo promueve el acceso a la tierra y su productividad que ataca la desigualdad y la pobreza del campesinado. Formaliza la propiedad, invierte en comercialización y bienes públicos, propone alianzas productivas entre economía campesina y agroindustria, traza líneas de ordenamiento y desarrollo territorial. Y encara una reforma institucional que comienza con la supresión del corrupto, aparatoso Incoder y la creación, en su lugar, de dos Agencias: una de Desarrollo y otra de Tierras.

Piedra en el zapato para el notablato contumaz del campo, la Misión propone un fondo de tierras para redistribuir entre campesinos. Se abastecería  con baldíos, con tierras sin explotar o adquiridas dolosamente que el Estado recupere, y con otras que éste compre. Se apoya la iniciativa en el principio constitucional de función social de la propiedad y en leyes vigentes que tanto terrateniente quisiera burlar alegando inviolabilidad de su sacrosanta propiedad; no de la ajena.

Apunta la Misión también a grandes apuestas productivas en zonas no explotadas, de propiedad pública, como la Altillanura. Mas no entregaría el Estado esas tierras en propiedad, sino en concesión o en arriendo. Ojalá no dé la Misión pábulo al proyecto de ley Zidres del Gobierno que, enderezado al mismo propósito, podrá, no obstante, vulnerar el derecho del campesino a la propiedad de la tierra, mientras favorece la apropiación ilegal de baldíos por grandes empresas agroindustriales. Además, la ley de marras pervierte el modelo de asociación entre pequeños y medianos productores con grandes intermediarios: son aquellos los que exponen su patrimonio y corren todos los riesgos, y es el gran empresario quien recibe las rentas del trabajo y de la tierra.

Crítico se ha mostrado Ocampo con el modelo de apertura en el campo impulsado por todos los gobiernos en estos 25 años. Para cerrar la brecha en el sector, dice, será preciso revisarlo. Y, por otra parte, imponer el pago de impuesto predial “como incentivo al buen uso de la tierra”. No podía faltar aquí la objeción de la SAC, fiel al ventajismo que es marca indeleble del abusivo estamento terrateniente. Haciendo eco al Consejo Gremial, tan locuaz en el exigir, tan manicorto en el dar, aquellos no pagan predial, éstos no pagan impuestos sobre dividendos, y ninguno aporta recursos a la paz. Ni resiente la compañía de un Jorge Pretelt, vergüenza de la Corte, demandado por adquirir fincas despojadas por paramilitares en predios que fueron “La 35”, viejo campo de entrenamiento militar de Carlos Castaño en Urabá. Ni dijo mu cuando los asesinos de marras cogobernaban en Incoder.

De aplicarse la estrategia de Misión Rural, el campo duplicaría su producto en 15 años, se darían pasos ciertos en la redención del campesinado y en la depuración de las instituciones agrarias. Es el sacudón que no da espera.

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