El Eln quiso inventarse una crisis en la mesa de diálogo dramatizando su adhesión a las reglas del proceso, con el fin de ganar tiempo y espacio para negociar grandes concesiones. Pero exhibió más artificio que compromiso con la causa humanitaria. Porque, mientras el comandante se permitía ultrajar al presidente de la república magnificando un dislate que resultó de ambigüedades tejidas a cuatro manos, frentes de guerra del grupo armado volvían -tras la pausa de Navidad- a lo suyo: confinamiento, desplazamiento y muerte contra la población. O a batallar con rivales como las disidencias de las Farc, a las que acaba de cobrar once muertos en Arauca. Mas no en defensa del pueblo que dice representar sino en disputa por el territorio que abriga los corredores del narcotráfico. Poco certera la saeta de Antonio García al proclamarse víctima del mandatario que dispone todos los medios para parar una matazón que sólo el año pasado cobró en ese departamento 352 muertos, casi todos a manos del Eln y disidencias de las Farc.
El desencuentro en la mesa no es de forma sino de perspectiva. Y de ritmo. En la mira la paz total, al presidente Petro le urge salvar cada vida de campesino, indígena o afrodescendiente expuesto por la guerra entre bandas criminales en Arauca, en el Valle, en Cauca, en Nariño, en Chocó. El Eln, en cambio, tras cuarenta años de frustrar negociaciones de paz, se proyecta a la eternidad. Tiempo sin fin que la dirigencia aprovecha para darse tono ante el mundo, y sus frentes más beligerantes, para expandir el negocio del narcotráfico, con desdén del terror que éste acarrea. Esta guerrilla, escribió el editorialista de El Espectador, “lleva años actuando de manera caprichosa y cruel, buscando cualquier excusa para hacerle trampa al Gobierno de turno y sembrando dudas sobre su genuina voluntad de paz”. Mucho debió de dolerle el discurso de Petro en Chile la semana pasada. Dijo él que la lucha armada había sido descalificada por la historia y agregó: “nada tienen que ver las ideas progresistas con guerrillas capaces de secuestros de dieciséis años”.
Si de paz total se trata, en el esperanzador reencuentro de las partes este miércoles tendrán que contemplarse cese el fuego multilateral y cese de hostilidades, como lo suplican las comunidades diezmadas por la guerra. El solo cese bilateral suprime el enfrentamiento armado del ELN con el Estado, pero no le impide lucrarse de economías ilegales ni seguir violentando civiles. Acaso la negativa de los elenos al cese multilateral y su puja por diferenciarse de bandas criminales obedezca al propósito de alinear al Gobierno de su lado contra las disidencias y el Clan del Golfo. Tarde o temprano tendrán que ampliar su representación en la mesa con delegados de esos frentes, o bien, reconocer diferencias de fondo entre facciones de la organización guerrillera que comprometerían su unidad.
El buen éxito de estas conversaciones dependerá también de la eficacia del Gobierno para desplegar su estrategia de seguridad. En buena hora ha rescatado él la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad ordenada por el Acuerdo de Paz para desmantelar las organizaciones criminales y el paramilitarismo. Dependerá también de que el Eln suprima su recurso retórico a las formas para torpedear una política de paz sin precedentes. Depende, en fin, de que esta guerrilla comprenda la imposibilidad de apuntarle a la vez a la paz y al negocio maldito que sólo arroja sufrimiento y muerte. Tal vez nunca como ahora se viera el Eln ante disyuntiva tan dramática como esta de suscribir la paz total que un gobierno de izquierda promueve, o bien, sucumbir al poder degradado de sus facciones más radicales. Será su última oportunidad de alinearse con la paz, para no pasar a la historia como banda terrorista de narcotraficantes.