En iniciativa que marca el mayor contraste con el conservadurismo atrabiliario del pasado Gobierno, el Ministro de Agricultura, Juan Camilo Restrepo, anuncia una reforma agraria que apunta a la tenencia de la tierra, corazón del conflicto armado. Restitución de tierras arrebatadas a sus dueños, redistribución y formalización de la propiedad rural, y una estrategia de desarrollo productivo del campo cimentada en el campesinado menor constituyen la nuez de un proyecto que sorprende y enciende una luz al final del túnel. La propuesta del Gobierno guarda proporción con una historia de horror tejida en torno a la propiedad rural, que ensanchó sin medida los fundos de siempre, incorporó nuevos contingentes de terratenientes forjados al calor del narcotráfico y sus ejércitos y expulsó a cuatro millones de campesinos en los últimos ocho años. Sin contar los muertos. La Fiscalía calcula que en dos décadas el número de muertos de esta guerra asciende a 165 mil; las masacres de campesinos, a 1.300; y los desaparecidos, a 31 mil. Las dictaduras del Cono Sur, juntas, arrojaron 10 mil desapariciones forzosas.

Restrepo declara su decisión “firme e irreversible” de llevar a cabo una reforma que aún las democracias más imperfectas acometieron en su hora. Acaso adivine rugidos desde la caverna. Es que devolver tierras usurpadas; descorrer el velo de los testaferros; entronizar un modelo de desarrollo agrícola que prefiera subsidiar y dar crédito al labriego y no tanto al empresario grande del campo; poner al latifundista a producir y a pagar impuesto predial –por módico que resulte-, todo ello les parecerá afrenta, anatema, a los consentidos del poder que cohonestó todos los privilegios y excesos de una satrapía: en Colombia, el 4% de los propietarios controla el 61% de las mejores tierras. “Todo esto, añade Restrepo, requiere decisión política, coraje, valentía. No faltarán las amenazas y la intolerancia, pero el Gobierno sigue adelante”.

Tremendo desafío se impone, en el país del Sagrado Corazón y a la Virgen de los sicarios. En sintonía con los aires de su tiempo, intentó López Pumarejo una reforma agraria liberal y el latifundismo respondió con la Violencia. Tres décadas después Carlos Lleras insistió, para ver naufragar la reforma en Chicoral, año de 1973, arrollada en la revuelta del mismo latifundismo de escapulario y fusil. Hoy recoge Santos la bandera, cuando una derecha agresiva de políticos y empresarios que cooptaron a los paramilitares controla porción considerable del Estado, y vio legitimado su poder por el régimen que le había aceptado plata y cauda electoral. A su radicalización contribuyó –gloria inmarcesible de la guerrilla- la criminal secuestradera de hacendados por las FARC y el ELN. Entonces la guerra de autodefensa lo justificaría todo. La contrarreforma de Chicoral se amplió, escudada por los ejércitos del narcotráfico. Alias Pitirri, testigo de la parapolítica, sintetiza así el fenómeno: “unos iban matando, otros comprando (tierras) y otros legalizando”.

Pero el país ya no resiste el espectáculo de tanta tierra sin hombres y tantos hombres sin tierra. Ni el adefesio de una guerra interminable que en los últimos ocho años representó un gasto militar de cien mil millones de dólares, según cálculos del economista Diego Otero. Sentimientos difusos que reclaman expresión organizada de los colombianos, si de salvar este tercer intento de  reforma agraria se trata. Un símbolo alimenta la esperanza: el agudo contraste entre la desvergüenza ofensiva del ex ministro Arias, y la solvencia, la honradez y el carácter  que respira Juan Manuel Ospina, el nuevo director de Incoder. Con semejante puntal, si no flaquea la voluntad política y se moviliza la sociedad, habrá reforma.

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